DOMINGO 5º ORDINARIO (B)
Lecturas: Job 7,1-4.6-7; S 146, 1-6; 1Cor 9,16-19.22-
23; Mc 1,29-39
Homilía por el P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.
¿Por qué orar?
Estamos al comienzo de la vida apostólica del Señor.
Acaba de llegar a Cafarnaúm; es su primer sábado allí. Jesús
va a un lugar desierto y hace oración. Quiero fijarme en este
dato, que considero sumamente interesante. “Se levantó
(Jesús) de madrugada (el sol tardaría todavía un buen rato
en ir apareciendo), se fue a un lugar solitario y allí se puso a
orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le
dijeron…” El texto manifiesta que no les fue difícil
encontrarlo. Lo que significa que conocían bien el sitio y la
costumbre que el maestro tenía ya de hacer oración a solas
todas las mañanas desde muy temprano. Los cuatro
evangelios lo hacen notar en diversas ocasiones.
Una observación previa. Jesús no hace las cosas
meramente para dar ejemplo. Es cierto que siempre nos da
ejemplo, pero él no convierte su vida en una especie de
teatro pedagógico, sino que hace siempre lo que es la
voluntad de su Padre. Así no muere en la cruz para
enseñarnos a todos a morir en una cruz sino porque es ésa
la voluntad de su Padre (Jn 18,22; Flp 2,8). Por eso debemos
preguntarnos: ¿Por qué Jesús a lo largo de su vida
apostólica, que ya comenzó con un período de larga oración
y penitencia en el desierto, normalmente se retiraba a hacer
un rato largo de oración?. Este hecho lo vemos aun tras
jornadas extenuantes como la de la multiplicación de los
panes y los peces (Mt 14,23; Jn 6,15) y en las circunstancias
más angustiosas como la de Getsemaní.
Además de otras razones, que pueden ser válidas
también para nosotros, la explicación que yo me doy es que
Jesús tenía una necesidad vital de comunicarse con su Padre.
El dice que su Padre y él son una misma cosa (Jn 10,30),
que su alimento es hacer la voluntad del Padre (Jn 4,34).
Dicho de otra manera esto significa que la primera exigencia
de su vida es estar con el Padre. Lo cual es cierto no solo
porque en cuanto Dios comparte con el Padre la naturaleza
divina, sino que, también como hombre, su naturaleza,
creada como la de todos nosotros, está llena de gracia y de
verdad (Jn 1,14), viniendo ambas, la gracia y la verdad, de
su unión con el Padre e impulsándole de forma imparable
hacia Él, hacia el Padre. Estar con el Padre era para Jesús
una necesidad irrefrenable.
Sin tener tales razones, también nuestra vida cristiana
carece de calidad y aun de sentido sin la oración. Porque la
oración es parte esencial de toda vida cristiana. Cada uno de
nosotros (recuerden la doctrina del bautismo y de la gracia)
hemos recibido la participación de la vida divina. Al ser
injertados como sarmientos vivos en Cristo, al quedar unidos
a él como miembros del cuerpo a la cabeza, la participación
de la vida de Cristo nos ha divinizado. El alma de todo este
organismo, la Iglesia, es el Espíritu Santo; él está viviendo
en la cabeza, Cristo resucitado, y en cada uno de los
miembros con funciones diferentes. El Espíritu Santo
comunica así a nuestro espíritu humano capacidades
especiales de obrar; son las tres virtudes divinas, que por
eso se llaman teologales (del griego “theos”, Dios): la fe, la
esperanza y la caridad. Pero además el bautismo nos
comunica otra serie de virtudes, que capacitan a las virtudes
humanas para obrar de modo divino, y los dones del Espíritu
Santo para recoger y responder positivamente a los
estímulos del mismo Espíritu y obrar de forma moralmente
extraordinaria. Como la inteligencia del niño, que se está
esforzando desde que nace por aprender a comunicarse con
el exterior y actuar en él, toda esa fantástica realidad
sobrenatural está pidiendo ser actuada. Por eso la Iglesia
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bautiza a los párvulos; por eso los niños bautizados aceptan
con tanta facilidad las verdades de la fe, que se deben
enseñar y hacer practicar según su capacidad desde los
primeros años. Por eso dice San Pablo que: “ustedes han
recibido un Espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a
Dios „¡Abbá!‟, ¡Padre!. Y el mismo Espíritu da testimonio,
junto con nuestro espíritu, que somos hijos de Dios …Y –
añade más adelante– así mismo, el mismo Espíritu acude en
ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos
cómo debemos pedir para orar como conviene, pero el
Espíritu en persona intercede por nosotros con gemidos
inefables” (Ro 8,15-16.26-27).
El dinamismo, pues, que hemos recibido en el
bautismo se orienta y nos orienta espontáneamente a Dios.
Orar para un cristiano debe ser algo tan natural como el
respirar o, si prefieren, como la sonrisa del niño y el tender
de sus brazos hacia su madre. De ella lo está recibiendo
todo.
Estas razones se encuentran reforzadas si se considera
la necesidad y naturaleza de la gracia de Dios para poder
obrar de modo que nuestras obras tengan valor ante Dios, lo
que se dice tener valor sobrenatural y sean dignas de premio
eterno. Sólo lo tienen cuando son originadas por la acción de
Dios, la gracia de Dios, como se suele decir. Por eso
cualquier acción buena nuestra lo es si responde a la previa
acción de la gracia en nuestra alma. De manera que ningún
pecador puede convertirse sin la gracia de Dios y nadie
puede avanzar en el camino de la santidad sin ella. Se trata
de la gracia “actual” necesaria para la perseverancia y el
progreso en la santidad (ya les he hablado de ella en otras
ocasiones). En verdad que el Demonio no puede vencerse sin
que Cristo se haga presente en nuestro corazón y le ordene
imperativamente a salir.
Pero la gracia no se alcanza de Dios por méritos ni
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acciones propias, sólo por la oración humilde. Sólo por la
oración humilde puede el pecador salir de su pecado, vencer
sus enraizados vicios, triunfar y desarraigar sus malas
costumbres. La oración es necesaria para que la Palabra
remueva el corazón e ilumine. La oración es necesaria para
mantener vivo y fructífero el sarmiento injertado en Cristo,
que somos cada uno de nosotros.
También nuestra oración, que atrae la gracia de Dios
sobre los demás, es la mejor arma que todos tenemos para
atraer gracias para la conversión de los pecadores y para la
eficacia de las obras misioneras y apostólicas de la Iglesia.
Y lo que es más maravilloso, la oración nos acerca y
mantiene cerca de Dios. Y la oración no es difícil; lo es y no
lo es. Es difícil si nuestro corazón no responde o se blinda a
la acción de Dios: la soberbia y autosuficiencia la hace
imposible. Es fácil para el humilde. Necesitamos luz cuando
leemos la escritura, necesitamos ayuda para perdonar y
reconocer nuestros pecados, para estar continuamente en
camino, necesitamos humildad y caridad para agradecer a
Dios su compañía y ayuda tan frecuentes, para ver su rostro
en los demás, para que venga con su gracia al corazón de
este hijo o hija, del papá o la mamá, de los alumnos o de los
amigos que no le han conocido todavía. El que no ora, es
que aun no ha conocido bien a Dios y a su misericordia.
María meditaba en su corazón lo que había visto y oído de
Jesús. Si la imitamos se nos hará fácil orar y orar siempre.
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