Ciclo B. V Domingo del Tiempo Ordinario
Mario Yépez, C.M.
Tan pronto leo y escucho el libro de Job siento el inevitable desafío de contrastar mi
vida cotidiana con el deseo de sentirme feliz con ella y, sobre todo, si con el
desarrollo de la misma confirmo mi fe en Dios. Cada vez me voy convenciendo que
es en lo cotidiano de la vida donde un creyente confirma más su fe en Dios y donde
uno va teniendo aquella experiencia particular que te hace ver a “Dios” de cerca y,
esto, nos causa muchas sorpresas unidas a sentimientos de todo tipo. Hoy en la
primera lectura se nos presenta un pequeño fragmento de la respuesta de Job a la
intervención de su amigo Elifaz, habida cuenta de que Job había maldecido el día de
su nacimiento recriminando el hecho de sufrir injustamente y descargando su
malestar ante la fatalidad de la vida. Sin duda, la configuración final del libro de
Job, significó un gran replanteamiento de la fe en Dios; en aquel Dios retributivo,
“el que premiaba a los buenos y castigaba a los pecadores”. Pero resultaba que Job,
siendo un hombre justo y bueno, sufría los dolores de una terrible enfermedad y la
desgracia de haberlo perdido todo, y con ello, la confirmación de que había sido
bendecido por Dios y que de la noche a la mañana pasaba a ser un maldito. Sin
duda, una reflexión muy fuerte pero respetuosa de esta experiencia límite de la fe.
Solo en este fragmento se ve un cuestionamiento vital: ¿Qué tanta importancia le
tenemos que dar a nuestra vida? ¿Por qué Dios puede interesarle tanto nuestra
vida que se preocupa de ella, si al parecer no hacemos nada relevante en ella?
Estas preguntas trascienden el tiempo y, en el corazón de todo creyente, se van
suscitando en diferentes etapas de la vida.
Pablo, desde la fe en Cristo, ha puesto una prioridad en su vida. Él siente que su
realización como persona y como creyente es compartir su fe: el evangelio. Hay
una motivación en toda esta intervención de Pablo dirigida a los corintios y es que
se empiezan a dar cuestionamientos en torno a su condición de ser “apóstol”. Pablo
pone en la mesa un tema de fondo (y aún lo hará más en la segunda carta a los
corintios) en el discernimiento del seguimiento de Cristo: ¿qué significa ser apóstol?
Nuevamente, una experiencia límite lo lleva a confirmar su fe y su convicción de
que se siente llamado a una responsabilidad mayor que la de simplemente vivir o
estar bajo la realidad circunstancial de pasar el tiempo en sus habituales labores.
Pablo distingue claramente que su tarea evangelizadora es su vocación y no
pretende hacer de la misma una profesión de la cual sostenerse. Por ello resulta
verdaderamente beneficiado, no por lo material, sino por aquello que le hace estar
convencido de que su vida tiene importancia. De esta manera no existen barreras
para detener el evangelio (y lo vemos hasta nuestros días en el testimonio de los
misioneros): si hay que hacerse esclavo pues pasa como esclavo; si hay que
hacerse débil con los débiles pues lo hace; si hay que cumplir la ley para estar
cerca de los judíos lo practica; si tiene que estar cerca de los que no tienen o no
conocen la ley pues él les da a conocer la ley del amor sin menospreciarlos. ¡Qué
tarea apasionante! ¿Siento que con mi convicción de fe cristiana puedo lograr hacer
lo mismo?
La propuesta del evangelio de Marcos en este pasaje es configurar como sería un
día cotidiano en la vida de Jesús. Se unen a modo de sumario las actividades
propias de Jesús: sanar, enseñar, orar. El punto de referencia como veréis es el
tiempo cronológico: introduce en el contexto del día sábado después de estar en la
sinagoga de Cafarnaúm (1,21.29) la curación de la suegra de Simón (1,30-31);
luego al atardecer las diversas sanaciones y exorcismos (1,31-34); de madrugada
estando oscuro la oración en solitario (1,35) y supuestamente al amanecer la
aglomeración de gente que lo buscan para escucharle (1,36-39). Jesús hizo de su
vida una entrega de lo que podía hacer por los demás y procuró que sus discípulos
fueran testigos de ello. ¿Habría alguna intención? Creo que la respuesta es obvia.
Quizá lo que llama la atención más súbitamente en esta pequeña narración sea
aquel momento particular de oración. Que Jesús sane (la fiebre es personificada
como una fuerza maléfica pues sale de ella) y expulse espíritus impuros
(manteniendo el modelo del endemoniado de Cafarnáum) ya era algo anotado
desde el principio por el evangelio: la lucha contra el poder del mal. Que Jesús
enseñe y predique la buena noticia; estaba causando una sensación extraña en la
multitud y a la vez un deseo ávido de atenderlo porque tenía “autoridad” (1,32).
Pero eran cosas externas a él. Jesús necesita unirse íntimamente en diálogo con el
Padre y no puede esto estar tan ajeno a sus discípulos. Es, sin duda, una manera
de recalcar algo necesario e importante para el discípulo y todo aquel que quiera
iniciar este camino de fe: orar. Una advertencia clara a no quedarnos tanto en lo
que podamos hacer y que de seguro lo hacemos bien. Hay que dar un paso más; el
de la intimidad con el Padre, el del espacio solitario (desierto) con Dios. Esto es lo
que hace verdaderamente extraordinaria nuestra vida. Esto es lo que rompe lo
cotidiano de la vida. Esto es lo que le da sentido a la vida. Y en ese encuentro
solitario está el creyente ante Dios. Allí brotan y deben brotar todos los
sentimientos verdaderos del creyente; cuestionando como Job; desafiando como
Pablo; agradeciendo como Jesús. Tú conoces y sabes cuántas más cosas podemos
decirle a Dios en esos momentos. Por ello, construyamos en esos momentos de
oración, nuestra alabanza armoniosa y pongamos en la partitura musical los graves
y agudos momentos; los bemoles adecuados y las notas exactas y precisas,
haciendo de nuestra vida una música buena, porque nuestro Dios merece una
alabanza armoniosa. Ah me olvidaba…pero siempre la misericordia de Dios será tan
grande que no se conformará con escucharla; sino que sanará los corazones
destrozados y vendará nuestras heridas .
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)