Domingo VI Ordinario del ciclo B.
Signos sensibles de la cercanía del Reino de Dios a nosotros .
Meditación de MC. 1, 40-45.
"Un leproso se acercó a Jesús, pidiéndole de rodillas: -Si quieres puedes
limpiarme de mi enfermedad" (MC. 1, 40).
¿Cómo debemos acercarnos a Jesús para pedirle lo que no podemos hacer por
nuestro medio?
El leproso que junto a Nuestro Señor protagoniza el relato evangélico que
estamos considerando, se acercó al Mesías humildemente, y, de rodillas, le pidió
que lo curara de la enfermedad de que se adolecía, pues, la consecución del
milagro divino de que necesitaba ser objeto, era dependiente de la voluntad del
Hijo de María.
Quizá oramos mucho para que el Señor nos libre de las enfermedades físicas que
nos impiden ser felices, pero no le pedimos que nos ayude a extinguir los defectos
mentales que no nos esforzamos en eliminar, porque los hemos dejado que se
conviertan en parte esencial de nuestra vida, y nos falta voluntad para esforzarnos
en prescindir de los mismos.
La vivencia de nuestra religión nos exige que seamos íntegros, no sólo para que
seamos dignos de vivir en la presencia de Dios cuando Jesús concluya la plena
instauración de su Reino entre nosotros, pues también necesitamos la citada
integridad, para tener credibilidad en nuestro entorno familiar y social.
Independientemente de la amabilidad o agresividad con que un fumador
empedernido pretenda que sus hijos no fumen, no tendrá ninguna credibilidad ante
sus descendientes. Puede suceder que tal fumador obligue a sus hijos a dejar de
fumar en su presencia durante la adolescencia, pero no conseguirá jamás quitarles
la adicción al tabaco,en buena parte, porque no es un buen ejemplo a imitar.
Al igual que le sucedió al leproso cuya curación estamos considerando en esta
reflexión, ¿creemos que los milagros de que necesitamos ser objeto son
dependientes de la voluntad del Dios Uno y Trino?
¿Somos conscientes de que Dios probablemente no hará milagros en nuestra vida
hasta que nos demostremos que verdaderamente tenemos fe en El?
Recordemos cómo Jesús curó a unos ciegos, porque le demostraron su fe en El.
"Cuando entró en la casa, los ciegos se le acercaron; y Jesús les preguntó: -
¿Creéis que puedo hacer esto? Ellos le contestaron: -Sí, Señor. Entonces les tocó
los ojos y dijo: -Que se haga en vosotros conforme a vuestra fe. Y sus ojos
quedaron curados. Jesús les ordenó que no dijeran a nadie nada de lo que había
sucedido" (MT. 9, 28-30).
Jesús les dijo a los citados ciegos que se hiciera en ellos un milagro tan grande
como pudiera serlo la grandeza de su fe. Si tales enfermos no hubieran creído en el
poder que el Mesías tenía para restablecerles la salud visual, no hubieran podido
recuperar la visión.
Nosotros no recibimos de Dios todo lo que le pedimos en oración porque aún no
ha sido plenamente instaurado su Reino entre nosotros, lo cual significa que
tenemos que seguir sobreviviendo a las pruebas mediante las que ha de
fortalecerse nuestra fe para que seamos purificados y santificados. A pesar de ello,
¿cuántas veces no hará Dios milagros en nuestra vida, porque nos negaremos a
creer en su bondad?
Antes de pedirle a Dios la sanidad física, debemos pedirle la purificación y la
sanidad espiritual, así pues, esta es una de las enseñanzas que se desprenden del
texto evangélico, que meditaremos el próximo Domingo (MC. 2, 1-12).
Antes de curar al pobre paralítico que fue introducido en la casa en que estaba
Jesús por el techo, ante la admiración de quienes se aglutinaban dentro y fuera de
la casa en que predicaba Nuestro Salvador, Jesús, le dijo:
"-Hijo, tus pecados quedan perdonados" (CF. MC. 2, 5).
Para los judíos, el padecimiento de enfermedades, estaba relacionado con el
castigo recibido, ora por los pecados cometidos por los antepasados de los
enfermos, ora con las transgresiones en el cumplimiento de la Ley religiosa,
llevadas a cabo por quienes sufrían el efecto de las enfermedades. En este
contexto, es comprensible el hecho de que Jesús le perdonara los pecados al
paralítico, para, posteriormente, disponerlo a vivir la sanidad física.
En nuestro tiempo, también nos es necesario ser sanados espiritualmente, antes
de ser curados físicamente. De poco sirve intentar restablecerle la salud a un
fumador, si el mismo no está dispuesto a prescindir del consumo de tabaco, con tal
de intentar mejorar su calidad de vida, porque frustrará todos los intentos que se
hagan para ayudarle.
Dado que la lepra se contagiaba, los leprosos tenían que vivir aislados de la
sociedad palestinense. El leproso que coprotagoniza el Evangelio de hoy, infringió la
Ley que lo obligaba a vivir oculto del mundo de los sanos, para pedirle a Jesús que
lo curara.
Nosotros, venciendo el temor a no ser bien considerados por los hombres,
debemos ser fuertes, y recibir el Sacramento de la Penitencia cuando la
conciencia nos reproche los pecados que hemos cometido, y, posteriormente,
debemos tener valor para consagrarnos al cumplimiento de la voluntad de Dios,
aunque nunca falten quienes nos reprochen lo que hacíamos antes de predicar el
Evangelio con palabras y nuestro buen ejemplo. Tales reproches, en vez de
hacernos perder la fe, deben unirnos más a Dios y a nuestros prójimos los
hombres, porque, al trabajar en la Iglesia, estamos comprometidos con Jesús, a
ayudarle a concluir la plena instauración del Reino mesiánico en el mundo.
"Jesús, conmovido, extendió la mano, le tocó y le dijo: -Quiero. Queda limpio"
(MC. 1, 41).
Jesús extendió su mano para tocar al leproso, y devolverle la salud. ¿Extendemos
nuestras manos para socorrer a quienes necesitan de nuestros dones espirituales y
materiales?
Jesús tocó al leproso. ¿Somos capaces de relacionarnos con gente cuyo status
social es inferior al nuestro, o que tiene enfermedades graves?
Hacer una pequeña obra de caridad es un gesto que tiene importancia y mérito,
pero no tanto como el hecho de hacer una obra benéfica, invirtiendo grandes sumas
de dinero, o poniendo en peligro la propia salud.
"Al instante le desapareció la lepra y quedó limpio. Jesús entonces le despidió,
encargándole en tono severo: -Mira, no le cuentes esto a nadie; sino ve, muéstrate
al sacerdote y presenta por tu curación la ofrenda prescrita por Moisés. Así, todos
tendrán evidencia de tu curazión. Pero él, en cuanto se fue, comenzó a contar lo
ocurrido; y como la noticia se extendió con rapidez, Jesús ya no podía entrar
libremente en ningún pueblo, y se quedaba en lugares apartados. Sin embargo, de
todas partes acudía la gente a buscarle" (MC. 1, 42-45).
Jesús no quería tener fama de sanador, sino de profeta. Esta fue la razón por la
que quiso que el recién curado no publicara el milagro de que había sido objeto,
aunque sí le pidió que presentara ante el sacerdote la ofrenda con que concluiría el
tiempo de su exclusión del mundo de la gente que no sufría ningún tipo de
marginación, con la segunda intención de que los enemigos del Nazareno tuvieran
constancia de que el nuevo Siervo de Dios seguía realizando su obra evangelizadora
y salvadora.
Como el antiguo leproso publicó lo que Jesús le hizo con bombo y platillos, el
Señor hubo de apartarse de las grandes muchedumbres, que le perseguían hasta el
lugar más recóndito que pudiera esconderse para pedirle que les hiciera milagros,
pues El sólo hizo las obras que consideró servían para demostrar la abundancia que
nos caracterizará cuando vivamos en el Reino de Dios.
Jesús no hacía milagros para publicitarse como sanador, pues sólo tenía la
intención de hacernos reflexionar sobre el amor de Dios para con nosotros, y las
dádivas que recibiremos, cuando este mundo sea su Reino mesiánico, y no exista
ninguna forma de sufrimiento.
No busquemos a Dios exclusivamente cuando necesitemos ser favorecidos por El,
y mostrémonos dispuestos a aprender su Palabra, y a cumplir su voluntad,
aplicando a nuestra vida, lo aprendido, durante nuestros años de capacitación
espiritual.
San Marcos finaliza el capítulo uno de su Evangelio, con la narración de la
curación del leproso. Antes de concluir esta meditación, deseo invitaros a recordar
los textos evangélicos que hemos considerado durante los últimos domingos, ya
que, en los mismos, se manifiestan los signos sensibles, que nos indican que, -
según palabras de Jesús-, ""El Reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán:
"Vedlo aquí o allá", porque el Reino de Dios ya está entre vosotros" (CF. LC. 17, 20-
21).
Un signo evidente de la instauración plena del Reino de Dios entre nosotros que
aguardamos, es la predicación del Evangelio. Esta es la razón por la que, según San
Marcos, Jesús comenzó su Ministerio público, pronunciando estas conocidas
palabras:
"El tiempo ha llegado y el reino de Dios ya está cerca. Convertíos y creed en el
mensaje de salvación" (MC. 1, 15).
La completa instauración del Reino de Dios entre nosotros está cercana. No
sabemos si tal hecho acontecerá hoy o si aún tendremos que esperar millones de
años para que suceda, pero, a pesar de que la prolongación de la espera puede
hacernos perder la fe en Dios, el texto que estamos considerando, nos sugiere la
posibilidad de que, antes de que este mundo sea transformado, debemos hacer
todo el bien que nos sea posible, para aumentar la fe que tenemos en Dios, el
Padre que, cuando menos lo esperemos, nos conducirá a su presencia, para
concluir nuestro proceso de santificación, y concedernos la plenitud de la dicha.
Para difundir el Evangelio rápida y eficazmente, hacen falta predicadores.
Conforme los amigos íntimos de Jesús se familiarizaban con Nuestro Salvador, se
consagraban más y mejor a realizar la misma labor que llevaba a cabo Nuestro
Maestro espiritual.
Un buen trabajador de la viña del Señor, debe pasar por el crisol de los grandes
sacrificios, para comprobar si es un buen discípulo de Jesús ante los ojos de Dios, o
si está obsesionado con la consecución de bienes materiales. Pedro, Andrés, Juan y
Santiago, dejaron su trabajo de pescadores, y se consagraron a pescar almas, en el
mar tempestuoso de la inseguridad, el sufrimiento y las miserias de la humanidad.
Se nos puede decir que tales amigos del Señor no hicieron un gran sacrificio porque
su actividad laboral era pésima y les producía pocas ganancias, pero ello es
incierto, porque, si eran buenos trabajadores, ¿cómo no ivan a valorar su único
medio de ganarse el pan?
Si queremos predicar de manera que el mensaje que les transmitimos a nuestros
oyentes -o lectores- sea creíble, debemos imitar la conducta de Jesús en la
Sinagoga de Cafarnaúm.
"Todos quedaban impresionados por sus enseñanzas, porque les enseñaba con
verdadera autoridad y no como sus maestros de la Ley" (MC. 1, 22).
Si queremos predicar con éxito para que el Señor gane almas para el cielo por
nuestro medio, debemos adaptarnos a los conocimientos de quienes quieran
escucharnos y a su capacidad de comprensión, con tal de conseguir que sientan un
gran deseo de conocer a Nuestro Salvador, y de ser santos.
A veces nos sucede a los predicadores que se nos enfrentan quienes no
comparten nuestras creencias. No debemos pensar que quienes no desean que
evangelicemos son malas personas, pues quieren evitar que prediquemos, porque
creen que dañamos a la sociedad al inculcarle a la gente nuestra forma de pensar y
proceder. Esto es lo que le sucedió a Jesús cuando en la citada Sinagoga se le
enfrentó un espíritu satánico, al que derrotó con su poder.
Nos llama la atención la conclusión del Evangelio del Domingo anterior. Mientras
que los amigos de Jesús querían que su Maestro se gloriara porque la gente lo
buscaba para que les hiciera milagros, el Mesías quiso huir a otros pueblos y
ciudades, donde buscar la oportunidad de predicar y de hacer del Evangelio el
centro de su discurso, pues la gente quería alabarle a El, y el Señor no quería que
fuese alabado nadie, con la excepción de Nuestro Padre común, a quien servía
fielmente. ¡Qué ejemplo tan grande a imitar es Jesús para quienes no somos tan
humildes como El!.
Recordemos el siguiente fragmento de la Carta de San Pablo a los Romanos:
"Lo que dice la Escritura es esto: La palabra (de Dios) está muy cerca de ti. Está
en tus labios y en tu propio corazón. Y se trata del mismo mensaje de fe que
nosotros anunciamos" (ROM. 10, 8).
¿Está la Palabra de Dios en nuestros labios?
¿Somos predicadores del Evangelio?
¿Está la Palabra de Dios escrita en nuestro corazón?
¿Oramos y leemos la Biblia antes de tomar decisiones importantes, para que las
mismas estén inspiradas en el cumplimiento de la voluntad de Dios?
Si la Palabra de Dios está escrita en nuestro corazón, ¿procuramos que todo lo
que hacemos esté relacionado con el cumplimiento de la voluntad de Dios, o nos
dejamos seducir por el pecado?
"Si, pues, tus labios proclaman que Jesús es el Señor y crees de corazón que Dios
le hizo surgir triunfante de la muerte, serás salvado. Porque se precisa la fe interior
del corazón para que Dios restablezca en su amistad, y la pública proclamación de
esa fe para obtener la salvación" (ROM. 10, 9-10).
Seremos salvos porque tenemos fe en Dios, pero no nos será posible alcanzar la
santidad si no hacemos el bien, porque ello es la única manera que tenemos de
demostrar que creemos en Dios, y si somos buenas personas cristianas.
Tal como hemos visto durante las semanas anteriores, la curación de enfermos, y
la expulsión de demonios, son otros dos signos sensibles, de que el Reino de Dios,
está cerca de nosotros, tan cerca, que Jesús nos dice que está en nuestros
corazones. Podemos sentir que vivimos un pequeño adelanto de lo que será el
Reino de Dios cuando el mismo sea plenamente instaurado entre nosotros, cuando
empezamos a trabajar para exterminar las carencias espirituales y materiales de
nuestros hermanos los hombres.
Ciertamente, no podemos hacer milagros, pero quizá no escapa de nuestras
posibilidades, el hecho de comprar medicamentos para un enfermo, o de costearle
la operación por medio de la que recuperará parcial o totalmente su salud.
Si no vivimos fraternalmente ayudándonos a solventar las carencias que
tenemos, no podremos creer en la realidad del Reino de Dios, pues, si aceptamos la
misma, esta idea nos supone dispuestos a trabajar por una creencia nuestra que,
ante los ojos de quienes no comparten la fe que nos caracteriza, es una utopía,
como lo es el hecho de disponer de los medios necesarios para criar y educar a los
no nacidos cuyas madres desean abortarlos.
(José Portillo Pérez).