Comentario al evangelio del Domingo 12 de Febrero del 2012
Sintiendo lástima, lo tocó
La lepra es una enfermedad terrible. Hoy sabemos que
no es contagiosa y que tiene cura. Pero sus efectos devastadores sobre el cuerpo no puede no producir
horror, incluso en nuestros días, tanto más cuando se carecía de remedios eficaces contra ella. Las
prescripciones del libro del Levítico parecen indicar que, en aquellos tiempos, bajo el término lepra se
contemplaba un amplio espectro de enfermedades e infecciones de la piel. Por eso, se puede entender
que se hace referencia, además de a la terrible lepra que devora la carne del enfermo, a otras afecciones
más leves y temporales que podían llegar a curarse. En todo caso, la prudencia sanitaria aconsejaba
alejar al enfermo del grupo social; y esta marginación recibía además una sanción religiosa: el enfermo
era declarado impuro; la exclusión social venía aparejada a una suerte de excomunión de la comunidad
de salvación, ya que en la mentalidad antigua la desgracia se vinculaba con alguna culpa, incluso si
esta no era patente, ni siquiera para la conciencia del presunto culpable.
Realmente, la enfermedad conlleva siempre un elemento de marginación. Incluso de las más leves,
como una gripe, decimos a veces que “nos han puesto fuera de circulación”. La enfermedad nos exilia
de nuestra vida cotidiana, nos impide llevar una vida normal, nos convierte en seres débiles y
dependientes, disminuye el caudal de nuestra siempre frágil libertad.
Aunque hoy día casi nadie considera ya las enfermedades como maldiciones ni castigos divinos, la
situación de enfermedad en general nos sirve como signo y cifra de la postración humana en todas sus
formas: el que está postrado por cualquier motivo, física o moralmente, por culpa propia, ajena o por
mera y desgraciada casualidad, es alguien que, de un modo u otro, se encuentra al margen y que para
sobrevivir necesita pedir, suplicar.
El leproso del evangelio de hoy expresa meridianamente esa situación. Marginado e impuro, postrado
y de rodillas implora la sanación a quien piensa que puede otorgársela: “si quieres…”. Jesús, dice el
evangelista lacónicamente, “sintió lástima”. Es la reacción debida ante la desgracia ajena. Dice el
filósofo ruso Vladimir Soloviov que la lástima es el sentimiento básico y espontáneo que regula las
relaciones del hombre con sus semejantes, y que este sentimiento primario no es ni puede ser la
complacencia (es decir, el gozar junto con), pues el placer puede a veces ser moralmente malo, y
además es fin y, por tanto, acabamiento de la acción; mientras que el dolor ajeno, independientemente
de que sea producido o no por culpa del que padece, es siempre digno de lástima y mueve a la acción.
Si, por ejemplo, una persona sufre a consecuencia de su mal comportamiento (por ejemplo, porque ha
abusado del alcohol o de las drogas), el que ese comportamiento sea reprobable no quita que su
situación de actual postración nos mueva a la compasión. Y ésta, por la mediación de la razón, se eleva
a exigencia universal de justicia y misericordia (no hacer mal y hacer el bien posible). Por eso, incluso
si el leproso del evangelio sufría a causa de alguna culpa suya pasada (algo que nosotros no pensamos
respecto de la lepra, pero que, como vemos, puede darse en otras situaciones) no por eso dejaba de ser
digno de lástima. Y esa compasión no se queda en un sentimiento inactivo, sino que mueve la voluntad
y lleva a actuar en socorro del sufriente. “Jesús, sintiendo lástima, lo tocó, diciendo ‘quiero’”.
Pero el gesto de Jesús no es sólo (aunque también) la ilustración de una reacción debida ante el
sufrimiento ajeno. En la mentalidad judía que contextualiza su gesto (para eso hemos de leer la primera
lectura), éste es de una osadía inusitada, que raya la profanación de normas tenidas por sagradas. Jesús
no sólo habla y cura, sino que “toca”. Antes de reintegrar en la sociedad, va al encuentro, traspasa la
frontera y, al tocar al impuro, él mismo queda contaminado. Jesús no sólo cura la enfermedad sino que
salva al hombre, reintegra en la comunidad de salvación, limpia lo que era impuro y declara que no hay
forma de impureza (física, moral o espiritual) que nos aparte definitivamente de Dios si somos capaces
de reconocerla y de suplicar.
Sorprende que Jesús, que acaba de trasgredir la ley de manera tan flagrante, acto seguido ordene al
regenerado que cumpla las prescripciones de la ley, al tiempo que le prohíbe hablar con nadie del bien
recibido. Por un lado, es claro que Jesús no quiere publicidad, no realiza estos signos salvadores para
atraerse la admiración de los demás y asegurarse el éxito. Jesús no instrumentaliza el dolor ajeno, no
cura para…, sino que cura porque: porque sintió lástima, porque el hombre aquel estaba en situación de
postración. Pero, en segundo lugar, si manda que cumpla lo establecido en la ley, es porque esa era la
forma concreta de reconocer que el bien recibido procedía de Dios (y, en consecuencia, de confesar
que Jesús actuaba con el poder de Dios) y de agradecer. Si ante el dolor ajeno hay que compadecer (y
actuar), ante el bien recibido es de ley mostrar agradecimiento.
Lo que el leproso curado hace, en cambio, no debe entenderse como una desobediencia (explicable,
por otro lado), sino como el hecho real de que al hacer el bien no se debe buscar publicidad (que no
sepa tu mano derecha…), entre otras cosas porque el bien habla por sí mismo. Ese leproso, ya limpio,
era en sí mismo un testimonio vivo de la acción de Jesús, de la benevolencia de Dios para con él.
Al contemplar al leproso suplicante y curado y a Jesús, sintiendo lástima y actuando, hemos de volver
los ojos a nuestro mundo y a nosotros mismos. Porque también hoy existen formas de lepra (física,
moral, espiritual, social, política, ideológica, racial…, se puede ampliar la lista infinitamente), que
producen sufrimiento y marginación, que nos separan y alienan a unos de otros. ¿Quiénes son hoy los
leprosos de nuestra sociedad? ¿Quiénes son mis leprosos personales? En segundo lugar, estas
situaciones ponen a prueba nuestro corazón humano, nuestro corazón de carne. ¿Somos capaces de
sentir lástima, de compadecer, o nos hemos vuelto insensibles a los sufrimientos de los demás? Y
hemos de caer en la cuenta de que tal vez sintamos lástima de ciertas categorías de lepra, pero seamos
insensibles a los sufrimientos de otros, a los que, según nuestros parámetros, hemos declarado
“impuros”. Pero la compasión, ya lo vimos, no es suficiente. Ella llama a la acción (al querer, como
dice Jesús: “quiero”). Y esta requiere con frecuencia estar dispuesto a “tocar”, a “mancharse las
manos”. Imitar a Jesús en la audacia de su gesto significa atravesar fronteras y derribar barreras,
superar el miedo al “otro”. Esa imitación significa, además, hacer el bien sin buscar recompensa ni
reconocimiento, sino por amor del bien mismo, aún más, por amor de aquel que me necesita. Así, el
bien realizado dará testimonio, él mismo, de la bondad de Dios, de quien procede todo bien.
Por fin, podemos mirar a la situación desde otra perspectiva, que también está implicada en el texto del
Evangelio: yo mismo tengo mis propias lepras. Por eso, la Palabra hoy me invita también a tener el
coraje de ponerme de rodillas ante Jesús y suplicarle, para que me toque y me cure. Hay que hacerlo
con fe y confianza (el “si quieres” significa decirle: “sé que puedes”). Pero también hay que “ponerse
a tiro”, acercarse a Él, allí donde es posible encontrarlo: su Palabra, la Eucaristía, la Reconciliación,
para que nos pueda tocar. Y para que, como el leproso, al sentir que nos ha limpiado, podamos vivir
con un corazón agradecido que ya por sí mismo habla “con grandes ponderaciones” de lo que Él ha
hecho con nosotros.
José María Vegas, cmf