EL DOMINGO DE LA VII SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO B
(Isaías 43:18-19.21-22.24-25; II Corintios 1:18-22; Marcos 2:1-12)
Nuestro avión está para aterrizarse. Vemos por la ventana. Abajo queda la ciudad
que hemos hecho la base de nuestros negocios. Como en todas partes allí hay
gente buena y mala, sana y enferma, ferviente y escéptica. Sentimos aliviado; es
bueno regresar a casa. Tal vez Jesús sienta así en el evangelio hoy. Pues acaba de
volver a Cafarnaúm, el lugar que se ha hecho el punto de partida de su misiones.
Tan pronto que llega a casa, la gente le busca a Jesús. Quiere escucharlo hablar de
Dios y a Dios. Entonces, viene un grupo de cinco – un hombre paralítico con cuatro
portadores – que se distingue por la osadía de su fe. Porque la puerta está colmada
con personas, ascienden la escalera al techo para bajar al incapacitado donde
Jesús. Es como nosotros acudiendo el templo cada domingo a pesar de cansancio,
inconveniencias, y compromisos. Queremos que el Señor nos ayude hacernos
personas más cumplidas.
Como el paralítico no puede caminar, nosotros estamos atascados. No sabemos
cómo queramos vivir. En un lado deseamos todo lo que tengan nuestros vecinos
sea un Lexus, una casa de alto, o el pasaje a Nuevo Orleans para el Mardi Gras. En
el otro lado aspiramos vivir como verdaderos discípulos del Señor aportando las
misiones y visitando a los internados. Sentimos debatidos como la persona puesta a
dieta cuando se le ofrece un trozo de pastel de cumpleaños.
Jesús no demora a diagnosticar el problema. “Hijo – le dice al paralítico – tus
pecados te quedan perdonados”. Sí, es difícil ser paralizado. Le cuesta tener que
pedir ayuda cada vez que necesite un vaso de agua. Pero es peor aún estar aislado
de Dios buscando lo que no puede satisfacer. En nuestro pecado confundimos el
amor con el deseo y la felicidad con el placer. Dios nos ha hecho para amar como Él
ama apreciando el valor de cada uno. Pero hemos distorsionado el amor
convirtiéndolo en la búsqueda para gratificar nuestros propios deseos. Como
resultado nos escapa la felicidad de ser tranquilos en un mundo pasajero. En
cambio quedamos malcontentos con un superávit de placeres.
Vemos a nuestros hijos cayendo en la trampa. Los medios les estimulan los
hormones fuerte e frecuentemente. Las escuelas tratan el sexo como si fuera el
apetito de comer que necesita satisfacerse. Y sus propios compañeros se les
atreven a experimentarlo. De algún modo tenemos que contrarrestar estas fuerzas
con la sabiduría de Dios. Tenemos que modelar el verdadero amor por ser gozosos
cuando hacemos sacrificios para el bien del otro. Tenemos que mostrar la modestia
en nuestro vestido, nuestro comportamiento, y nuestro lenguaje. Y tenemos que
dialogar con nuestros hijos larga y detalladamente para relatar la verdad de la
sexualidad. Queremos impartir la experiencia humana que la culminación de la
sexualidad impacta a la pareja en maneras tan fuertes y numerosas que deba ser
reservada para el compromiso matrimonial.
En el evangelio Jesús muestra que los pecados del paralítico son de verdad
perdonados cuando le levanta de la camilla. De igual modo estamos mostrando la
derrota del pecado cuando cambiamos nuestras casas en escuelas de verdadero
amor. Por supuesto es una batalla cuesta arriba en un mundo como nuestro tan
entregado al egoísmo. Por eso la primera arma es la oración al Espíritu Santo. Nos
hacen falta su orientación para saber cada día la lección que los niños necesiten y la
valentía para seguir enseñando cuando parece inútil el esfuerzo.
A veces pensamos en Jesús como desamparado. Sin embargo, este evangelio
muestra a él en casa. Podemos imaginar esta casa como una escuela de amor. En
ella Jesús nos habla de Dios como un Padre que quiere ver a nosotros, Sus hijos,
viviendo como personas cumplidas. Tal vez nos sirva un trozo de pastel con un vaso
de agua para satisfacernos el apetito. Sobre todo en su casa Jesús muestra el
sacrificio para nuestro bien por dialogar con nosotros larga y detalladamente. Su
propósito es siempre que conozcamos la felicidad del amor verdadero. En su casa
conocemos la felicidad del amor.
Padre Carmelo Mele, O.P.