VII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B
ESCALA DE VALORES
Padre Pedrojosé Ynaraja
Estamos acostumbrados a ver en representaciones de lugares bíblicos, que las
edificaciones están rematadas por una cúpula. Pese a que existiese, en el Israel de
la época de Jesús, no se utilizaba. En Jerusalén, en el Museo de la Flagelación, hay
unas preciosas maquetas, muy bien realizadas, de casas de Cafarnaún, que nos
permiten entender el episodio de hoy. Los techos eran de entramados de arbustos,
recubiertos de arcilla. Pesaban poco y resultaban bastante consistentes, pero se
podía, separando el ramaje, practicar un boquete e introducir subrepticiamente a
un hombre, en el caso del evangelio de la misa de hoy era un enfermo, descolgarlo
y depositarlo en el suelo. Las casas de entonces no eran espacios limitados y
cerrados como los pisos de hoy. La vida se hacía en grandes patios a los que podían
acceder con facilidad los vecinos, reservándose el interior para la vida familiar
íntima y el sueño. Lo que llamamos Casa de Pedro, en realidad era cocina, horno,
despensa y dormitorios. El galileo convivía al aire libre, casi siempre.
Imaginado el escenario, mis queridos jóvenes lectores, comprenderéis el proceder
de la gente. La actitud de Jesús, las palabras que le dirige al enfermo, a los eruditos
les indigna. ¿Quién se ha creído ser este hombre? ¿Cómo se atreve a apropiarse de
poderes divinos y perdonar pecados? Jesús es consciente de los sentimientos que
suscita, de aquí que con cierta insolencia, se la merecían, no era orgullo, les
preguntase: ¿qué es más fácil perdonar o curar? Evidentemente que los familiares y
los asistentes, y nosotros mismos si hubiéramos estado presentes allí, lo lógico era
pensar que se debía ir al grano. Que ponerse a discutir era perder el tiempo. Que
estaban allí solicitando la curación corporal. Jesús no lo ignora, pero sabe, y quiere
que sepan, que nosotros también sepamos, que hay algo más importante que la
sanación biológica.
Dada la idiosincrasia de aquella gente, y la nuestra, si la corta inteligencia humana
da el máximo valor a la salud, demostración al canto: levántate, toma la camilla y
vete que ya estas sanado. El buen hombre y los suyos, no se entretienen. Marchan
gozosos. Seguramente nosotros hubiéramos hecho lo mismo. Pero la comunidad
apostólica recapacitó y recordó para que nosotros aprendiéramos. El principal valor
del hombre es su salud espiritual. El principal beneficio, si es que no goza de ella,
es que se la restituyan. Jesús tiene poderes para hacerlo y lo otorga gratuitamente.
Este poder se lo dejó en herencia a la Iglesia, es uno de sus grandes atributos,
pese a que nosotros con frecuencia lo olvidemos. A los Maestros de la Ley, Jesús les
da una lección, que parece ellos no la aprenden. La curación del enfermo es una
demostración de su divinidad, pero no lo reconocen. La conversión del alma no es
fácil para el hombre dominado por el orgullo.
Pienso ahora, mis queridos jóvenes lectores, en Víctor Hugo, que dijo que si iba a
Lourdes y veía un milagro, se convertiría. Fue, vio y tornó a su casa con la misma
actitud de incredulidad. Supongo sabéis que en este lugar ocurren con frecuencia
prodigios de estos, que un comité de expertos los examina concienzudamente, que
en algo más de 60 ocasiones ha reconocido la inexplicable curación y la atribuye a
poder divino. Se trata de hechos públicos, comprobables, pero a muchos les deja
indiferentes. Por importante que sea la inteligencia y la razón, la curación espiritual
precisa de acción divina.
Algunos de vosotros, mis queridos jóvenes lectores, conoceréis esta población u
otras donde el favor divino se manifiesta, pese a ello, en nuestro mundo abunda el
pecado. Si me he referido a Lourdes es porque es la me resulta más próxima. No es
cuestión de convertirse, sino de dejarse convertir. (Si alguno de vosotros tiene
interés por conocer un hecho concreto, le puedo enviar un DVD con la explicación
que da una buena mujer, Teresa Monné se llama, de cómo ocurrió su curación. Con
una simpatía admirable lo cuenta. Con la misma cordialidad con que recibe en su
casa a quienes acuden a conocerla, yo he sido uno de tantos).
El relato de hoy debe cuestionarnos nuestro comportamiento. Cuando algún familiar
nuestro, amigo, conocido o no, se pone seriamente enfermo ¿nos preocupamos de
su salud espiritual por encima de poner nuestros desvelos únicamente en la
actuación del profesional de la medicina? Meditarlo y aceptar el proceder del Señor,
nos llevará a estructurar una escala de valores o a consolidarla, si es que ya la
tenemos.
Padre Pedrojosé Ynaraja