Comentario al evangelio del Domingo 19 de Febrero del 2012
Cogió la camilla y salió
La lepra, de la que hablábamos la semana pasada,
produce marginación. La parálisis, que es la enfermedad que protagoniza el evangelio de hoy, produce
dependencia. El paralítico no puede moverse por sí mismo, carece de autonomía, de capacidad para
poner en práctica su libertad. El paralítico experimenta cada pequeño escalón, borde o desnivel como
un obstáculo insuperable, al menos con sus solas fuerzas.
A propósito de la parálisis podemos pensar en toda forma de dependencia y de ausencia de verdadera
libertad, que sólo puede ser remediada por la ayuda ajena.
El paralítico de hoy tuvo la suerte de encontrar la ayuda de cuatro hombres buenos, que no sólo se
prestaron a llevarlo ante Jesús, sino que ante los obstáculos que impedían llegar hasta él, se las
ingeniaron para sortearlos todos. El modo en que lo hicieron (si pensamos en lo que supone subir una
camilla con un enfermo en ella hasta el techo y después descolgarlo por ella, cualquiera que haya
llevado alguna vez una camilla al peso, sabrá lo que eso supone) revela una voluntad de hierro, además
de una confianza ciega en que merece la pena hacer ese derroche de fuerza, imaginación y, también, de
riesgo.
Jesús, de hecho, alaba la fe «que tenían», es decir, de los cinco. En el caso de los cuatro camilleros, es
una fe viva, que pasa a los hechos, que se implica y se hace amor, ayuda concreta y esforzada.
Pero la admiración de Jesús se traduce en un gesto que, en primer lugar, se dirige sólo al enfermo y, en
segundo lugar, nos produce sorpresa, tal vez decepción o indignación: en vez de curarle va y… le
perdona los pecados. ¿Es que ese enorme esfuerzo se había hecho para obtener el perdón de los
pecados y no la curación de la parálisis? ¿Qué sentiría el enfermo y sus benefactores? ¿La alegría
profunda del perdón, o la decepción de una esperanza frustrada de curación?
No podemos saberlo, aunque, puesto que Jesús sabe lo que pensamos en nuestro corazón, es
presumible que estuviera respondiendo a los deseos más íntimos de aquel hombre. En todo caso, lo que
sí que podemos comprender es la pedagogía con que procede Jesús.
En primer lugar, con este primer gesto de perdonar los pecados, nos está diciendo que el pecado es
también una enfermedad: como ella, produce marginación (nos exilia de nosotros mismos, de Dios y
de los demás) y dependencia; el pecado empequeñece nuestro ser, produce en nosotros una parálisis
interior, una dependencia más profunda, nos conduce a una muerte más definitiva. De ahí la urgencia
del perdón, su prioridad sobre la salud física.
De hecho, en Jesús se manifiesta la voluntad de Dios de perdonar todos los pecados, a todos los
pecadores de manera incondicional: «Yo, yo era quien por mi cuenta borraba tus crímenes y no me
acordaba de tus pecados», dice Isaías; «en Cristo todo se ha convertido en un “sí”; en él todas las
promesas han recibido un “sí”», afirma Pablo. Sin embargo, Jesús no curó a todos los paralíticos, ni
limpió a todos los leprosos. Las curaciones son signos de una salvación más radical y profunda. Y es
que, realmente, la enfermedad nos limita, pero no nos impide vivir con dignidad; mientras que el
pecado nos roba nuestra dignidad de personas, nos lesiona en lo más íntimo. De ahí, una vez más, la
urgencia del perdón, que sólo Dios puede otorgar.
Ahí entran en escena los escribas, que critican a Jesús, por cierto, expresando esa misma verdad: sólo
Dios puede perdonar pecados. Pero es que Jesús perdona pecados porque en él, hijo del hombre, habita
la plenitud de la divinidad, es el Hijo de Dios encarnado; es decir, en Él se ha hecho presente, concreta
y cercana la voluntad de Dios de un perdón universal e incondicional. Si bien, hay una única
condición: que aceptemos el perdón, reconociendo nuestro pecado.
Los escribas allí presentes no creían que Jesús dispusiera de ese poder; y, es más, posiblemente no
estuvieran muy convencidos de que Dios tuviera la voluntad de perdonar a todos… Si el paralítico, por
su impedimento físico, encontró graves obstáculos para acceder a Jesús, ahora, ante sus taras morales
remediadas por el perdón de Cristo, se encuentra también con otro «gentío», con otro obstáculo para
acceder el perdón: los prejuicios de los que se consideraban a sí mismos justos.
El caso es que Jesús, como testimonio de que en Él actúa realmente el Dios dueño y autor de la vida,
sortea también este nuevo y más grave obstáculo, y completa el gesto del perdón con el de la sanación.
Con ello nos está diciendo que la suerte del alma no está separada de la del cuerpo: aquel que está
reconciliado con Dios, con los demás y consigo mismo (o, siendo consciente de sus pecados, vive en la
dinámica de la reconciliación), no puede no interesarse por el bien y el bienestar concreto de sus
semejantes. Y es que, si Jesús, al admirarse de la fe de aquellos cinco hombres (el paralítico y sus
camilleros) perdonó sólo los pecados del primero, es porque, posiblemente, veía en los otros cuatro no
sólo la salud física, sino también la moral y espiritual, manifestada en su ayuda desinteresada al que
estaba en necesidad.
Hay muchos enfermos e inválidos que han hecho de su enfermedad una ocasión para ayudar a otros
que están en igual o peor situación. Durante más de diez años trabajé como consiliario del Movimiento
Frater (“Fraternidad cristiana de enfermos y minusválidos”) y tuve ocasión de comprobarlo en
múltiples ocasiones. Eran (y son) minusválidos físicos, pero que se han puesto en pie y caminan y
acuden a ayudar a los demás.
Realmente, así hay que entender la curación del paralítico de hoy. El evangelio dice que «Se levantó
inmediatamente, cogió la camilla y salió a la vista de todos». Una vez perdonado y curado, podía
cargar con el peso de la vida (su camilla) y llevarlo por sí mismo.
Pero, leyendo el texto de manera más literal, podemos preguntarnos: ¿para qué cogió su camilla si ya
no era paralítico? ¿De qué le podía servir? Tal vez, se me ocurre, es que decidió él mismo convertirse
en camillero, para ayudar a otros postrados por la enfermedad, a llevarlos de un sitio a otro, y también
a Jesús, a que les perdonara los pecados y los pusiera en pie para que también ellos pudieran vivir con
dignidad.
Y si todos se quedaron atónitos, pues nunca habían visto algo igual, cabe preguntarse si algunos
quedaron atónitos ante la curación de la enfermedad, y otros, mirando más en lo profundo, quedaron
atónitos y admirados ante la gratuidad y cercanía del perdón de Dios.
Tal vez no podamos hacer milagros. Pero podemos realizar el milagro de la ayuda desinteresada, como
la de los camilleros de hoy (que hicieron posible el milagro de Jesús), y el otro milagro, a veces tan
difícil, del verdadero perdón.
José María Vegas, cmf