Ciclo B. VII Domingo del Tiempo Ordinario B
Antonio Elduayen, C.M.
Queridos amigos
La salud del alma es mucho más importante que la salud del cuerpo, es lo que nos
dice el evangelio de hoy (Mc 2,12-15), amén de que Jesús tiene poder para
perdonar pecados y premia la solidaridad y la fe de la gente. Ante todo, digamos
con Jesús que la enfermedad y los accidentes no son castigo de Dios por los
pecados (Jn 9,7; Lc 13,4). Pero digamos también que existe una estrecha relación y
hasta interacción entre la enfermedad del cuerpo y la enfermedad del alma
(pecado), como lo dice el aforismo mente sana en cuerpo sano. (Y viceversa,
solemos decir algo apresuradamente). El enfermo que le presentan a Jesús en una
camilla, no es sólo un paralítico postrado, es ante todo, un hombre deprimido,
acomplejado y muy probablemente renegado (no quiere saber nada de Dios).
Con un sentido integral de la salud y sabiendo que un alma sana acarrea un cuerpo
sano, Jesús empieza por sanar su alma. Y lo hace con lo que siempre ha sido y es
la salud del alma y del espíritu: el perdón. La reconciliación consigo mismo, con la
sociedad y con Dios. “Hijo, te perdono tus pecados, le dice (Mc 2,5). No sabemos
cuál fue la reacción de los hombres que, con astucia, osadía, solidaridad y fe,
pusieron la camilla con el enfermo a los pies del Señor, ni sabemos cuál fue la del
paralítico. ¿Se quedaron conformes o le gritaron ¡cúralo!? Sólo sabemos la reacción
de los maestros de la Ley, escandalizándose, y la de Jesús, confirmando con un
milagro espectacular que Él sí tenía poder para perdonar los pecados.
La gente quedó asombrada y alabando a Dios, pues nunca habían visto cosa
parecida: un hombre como ellos dando el perdón que sólo Dios puede dar, y
haciendo un milagro, que sólo Dios puede hacer, para demostrar que sí tenía poder
para perdonar los pecados… Lo más grande es que ese mismo poder se lo dio
después a los apóstoles y sus sucesores (Mt 16, 19; Jn 20, 23), aún sabiendo que,
como en su caso, muchos no habrían de reconocerles ese poder. Pero ahí está,
hecho institución en los “sacramentos de curación” (Confesión y Unción de los
enfermos).
Creer en todo esto implica aceptar que: 1. hay una enfermedad del alma (la
violencia, la mentira, la codicia, etc.), que solemos llamar pecado. 2. La
enfermedad del alma es peor que la del cuerpo, por aquello de que la corrupción de
lo óptimo, es lo pésimo, y el alma es lo óptimo comparado con el cuerpo. 3. Esta
enfermedad del alma la cura el sacerdote, que ha recibido del Señor el poder de
perdonar los pecados, y la cura mediante el Sacramento del Perdón. Siempre y
cuando los fieles se acerquen a él, como los enfermos al médico, con ganas de ser
curados, y no sólo para contar cada uno su propia historia (sus pecados) y
continuar como si nada hubiera pasado (sin propósito de enmienda). Recordemos
siquiera en un par de líneas el Sacramento de la Unción, que Jesús instituyó (Stgo
5,14-16), que cura el alma y el cuerpo y que remite al mismo tiempo a la curación
definitiva: la resurrección (Sto 5,14).
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)