I Domingo de Cuaresma, Ciclo B
Pautas para la homilia
“Llevado al desierto para ser tentado y conocer lo que había en su
corazón”
Probado en su corazón, pero arropado por su Padre Dios
Con las escenas del bautismo y de las tentaciones en el desierto empieza a esbozar
el evangelista la verdadera identidad de Jesús en paralelo con la del Bautista, su
precursor. Reconocido en su bautismo como el Hijo amado en quien el Padre se
complace, Jesús manifiesta ahora su plena conformidad con la voluntad divina en
medio de la prueba. Empujado por el Espíritu, responde y secunda con creces al
estímulo de Dios, quien le acompaña y reconforta con los ángeles, testigos de su
presencia providente.
Dios discierne y prueba la calidad del corazón humano, pero nunca lo abandona. Lo
tienta para purificar su relación de amor, para comprobar la fidelidad incondicional
de aquellos a quienes ama. Como el pueblo israelita en el desierto, Jesús hubo de
hacer también el aprendizaje de una experiencia religiosa que le llevaría hasta el
“hágase tu voluntad” de la cruz. Es la prueba por la que ha de pasar el discípulo de
Jesús.
Guiado por el Espíritu para la misión
La tentación de Jesús fue una prueba permitida por el Espíritu. El mismo espíritu
con que Jesús la afrontó, no actuando ya por cuenta propia sino a instancias de
quien había tomado posesión de él garantizando así la misión que se le
encomendaba. Salido de Nazaret de Galilea para someterse a un bautismo de
conversión, regresa ahora a Galilea como heraldo del reinado de Dios, acreditado
para anunciar con autoridad su llegada inminente y reclamar una conversión que
lleva a la fe.
Jesús ya estaba preparado para la misión. Después que Juan “fue entregado”,
marchó a Galilea para proclamar la Buena Nueva de Dios. Era el lugar en que iba a
iniciar su misión y en la que le esperaba el mismo final violento que a su
predecesor. Pero él aceptaba su destino, había superado la prueba, manifestaba ya
una fe adulta y comprometida con la causa del Reino.
Como hijos de Dios, guiados y acreditados por el Espíritu, los cristianos son
llamados a acoger en fidelidad el proyecto de Jesús. Es la ascesis inherente a la
verdadera conversión cuaresmal al evangelio.
Convencido y confiado en la victoria final
Las tentaciones de Jesús manifiestan su triunfo sobre el Maligno, la irrupción del
nuevo mundo de Dios preconizado en la alianza sellada con Noé (1ª lectura) y
evocada más tarde por los profetas como ideal mesiánico de una vuelta a la
convivencia paradisíaca (Is 11,6-9). Él, el “más fuerte”, acusado de connivencia con
el diablo, planta batalla al fuerte y lo vence (Mc 3,22-30). Por la sangre de la cruz
reconciliará “todos los seres de la tierra y del cielo” (Col 1,20) restableciendo la
comunión del hombre con todo el universo creado.
Tentaciones que conforman en Mc una unidad con la escena previa del bautismo, en
la que Jesús, proclamado por Dios como su “Hijo amado”, siente sobre sí su apoyo
incondicional a la hora de afrontar sus pruebas. De ahí la inclusión litúrgica de la 2ª
lectura sobre el bautismo de Jesús, prefigurado en el arca de Noé, que remite a su
vez al misterio de la Vigilia pascual como momento culminante de un proceso
cuaresmal en el que los cristianos renovarán su profesión de fe. Bautismo que
anticipa el triunfo final de la Pascua y que reclama un nuevo estilo de vida cristiana
acorde con la nueva alianza en la libertad de los hijos de Dios: “convertíos y creed
en la Buena Nueva”.
En una palabra, el relato programático de las tentaciones de Jesús oferta al
bautizado, anclado en el amor de Dios, la propuesta de un nuevo horizonte de vida;
le invita y motiva a discernir y degustar la agridulce experiencia de la esperanza
cristiana. Es desde esta perspectiva de fondo como abraza el camino cuaresmal
sembrado de pruebas que acrisolan su fe y que cimentan el destino definitivo del
soñado reencuentro con el paraíso perdido.
Fray Juan Huarte Osácar
Convento de San Esteban (Salamanca)
Con permiso de dominicos.org