Comentario al evangelio del Domingo 26 de Febrero del 2012
Entre ángeles y alimañas
El primer domingo de cuaresma aborda las tentaciones
de Jesús. Frente al carácter más detallado con que Mateo y Lucas nos narran este episodio misterioso
de la vida de Jesús, Marcos, con su peculiar austeridad, nos da una breve noticia del hecho, sin
mayores precisiones.
Esto nos da pie para reflexionar sobre el hecho de la tentación como tal, al que Jesús se somete
voluntariamente (“dejándose tentar por Satanás”).
Nos enfrentamos, en realidad, con el misterio del mal, pues la tentación incita al pecado. Se plantea la
espinosa cuestión: ¿por qué permite Dios que seamos tentados? Es más, ¿por qué permite el mal? ¿Qué
hace contra él?
La tentación, como la misma palabra indica, es una “tienta”, un “tanteo” que algo o alguien nos hace,
ofreciéndonos motivos para que realicemos una determinada elección; es un sondeo, un ataque, una
incitación, pero al mal. Puesto que es una incitación al mal, no se puede aceptar que ésta proceda de
Dios: “Cuando alguien se ve tentado, no diga que Dios lo tienta; Dios no conoce la tentación al mal y
Él no tienta a nadie” (St. 1, 13).
La tentación es algo propio de la condición humana que, por la libertad que ha recibido de Dios, está
llamada a perfeccionarse a través de sus decisiones. Esto significa que parte de una imperfección, de
una desarmonía o falta de unificación inicial de sus diversas dimensiones (sentidos, razón, voluntad,
relaciones, etc.), que él mismo debe ir remediando eligiendo entre las posibilidades que va encontrando
en su camino. Por eso leemos en el libro del Eclesiástico: “Dios hizo al hombre al principio y puso en
sus manos su propio destino” (Si 15, 14). Las posibilidades que se nos ofrecen son muy variadas:
existen bienes puramente materiales, instrumentales, otros, agradables, otros más exigentes, como los
estéticos o los intelectuales, o, en un grado todavía superior, los morales y los religiosos. Todos son
“bienes” y todos son necesarios. Pero entre ellos existe un orden de jerarquía en cuanto a su
importancia. La tentación consiste en sentir la atracción de un bien de cierto nivel, pero a costa de la
desatención o el sacrificio de otros más elevados. Cuando hacemos una “mala” elección (por ejemplo,
elegimos algo agradable a costa de los derechos o las esperanzas de otra persona, o de nuestra salud o
de nuestra dignidad), lo hacemos por un cierto bien, pero de manera que lesionamos un bien mayor.
De ahí que el mal sea ante todo una ausencia o un defecto de bien (como el frío es una ausencia de
calor y la oscuridad una falta de luz. Esto no quita importancia y gravedad al mal: pues los bienes
lesionados o destruidos por la búsqueda desordenada de otro menos digno (poder, riqueza, etc.) pueden
ser enormes. Pensemos en el cáncer de la droga o de la pornografía infantil, en que unos miserables,
por acumular dinero, destruyen miles de vidas humanas.
Es importante subrayar que la tentación no es el mal (moral, voluntario). Somos tentados por causa de
nuestra condición humana (de nuestra propia libertad, real, pero limitada); pero no hay pecado
mientras no haya un consentimiento de nuestra libertad.
Jesús, empujado por el Espíritu fue al desierto, al lugar de la experiencia de Dios y de la elección, pero
también de la prueba. El pasar por ella forma parte de la realidad de su encarnación y de su misión
salvadora: “Precisamente porque él mismo fue sometido al sufrimiento y a la prueba, puede socorrer
ahora a los que están bajo la prueba” (Hb 2, 18). “Pues no es él un sumo sacerdote incapaz de
compadecerse de nuestras flaquezas, sino que las ha experimentado todas, excepto el pecado” (Hb 4,
15). Se dejó tentar porque aceptó la condición humana con todas sus consecuencias. Pero su voluntad
eligió siempre a Dios, mostrando que el pecado (a diferencia de la tentación) no es algo inevitable; y
dándonos la posibilidad de, en Él, hacer la misma elección.
Dios consiente la tentación porque acepta el riesgo de la libertad que incluye la posibilidad de un mal
uso de la misma. Sólo a través del proceso de prueba y dificultad puede el hombre madurar, adquirir la
sabiduría de la unificación interior, aprender a discernir el bien del mal de modo concreto (y no sólo
teórico). La prueba del sufrimiento purifica y justifica al hombre. Así se manifiesta definitivamente en
Cristo, el justo sufriente.
Dios consiente la tentación, pero, ¿qué hace contra el mal? ¿Por qué lo consiente? Si Dios y el mal son
incompatibles, ¿cómo conciliar la existencia del mal con la existencia de Dios?
El mal es el resultado de un abuso del bien de la libertad humana; no es un destino inevitable y ciego,
pues, en tal caso no habría responsabilidad ni pecado: en la idea misma de mal moral está implicada la
conciencia de que “esto debería haber sido de otra manera”. La libertad humana, pese a su limitación,
es inalienable: nadie puede querer por mí, nadie puede querer por otro, ni siquiera Dios, pues nadie
puede “querer sin querer”. Si esto es así, ¿qué puede hacer Dios ante el mal cometido por nosotros
voluntariamente? Dios podría evitarlo sólo de dos maneras: o destruir al hombre, o anular su voluntad
(reduciéndolo a una marioneta). Pero Dios no hace ni lo uno ni lo otro. Aquí conviene recordar lo que
con tanta fuerza leemos en la primera lectura: “Yo hago un pacto con vosotros y con vuestros
descendientes… Hago un pacto con vosotros: el diluvio no volverá a destruir la vida, ni habrá otro
diluvio que devaste la tierra.” Unos versículos más adelante, dice el texto del Génesis que Dios dijo en
su corazón: “Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, porque las trazas del
corazón humano son malas desde su niñez, ni volveré a herir a todo ser viviente, como lo he hecho”
(Gn 8, 21). Hay que entender estos textos en el sentido preciso de que Dios no realiza nunca el mal,
nunca lo ha hecho (atribuirle el diluvio y cualquier otra desgracia es un antropomorfismo explicable,
pero demasiado primitivo), y, es más, no puede hacerlo. Porque el mal es un defecto de bien, una
especie de nada, de agujero en el ser. Y Dios es sólo creador, y al crear introduce bien en el mundo. El
mal de ningún modo puede proceder de Dios, porque el mal consiste en alejarse de Él, la fuente del ser
y de todo bien.
Intervenir para evitar el mal sería, no sólo una intromisión en nuestra libertad (de la que tan celosos
somos para hacer “lo que nos da la gana”, pero de la que tan fácilmente nos desmarcamos, cuando se
trata de asumir la propia responsabilidad), sino un acto “destructivo” incompatible con la realidad de
Dios. Así pues, Dios no destruye nada, y responde al mal sólo con el bien. Por eso no destruye al gran
tentador, Satanás, y a sus ángeles: porque son criaturas suyas y, aunque han usado mal su libertad
rebelándose contra Dios, Él pese a todo las mantiene en el ser. Por eso Jesús eligió a Judas. Judas
estaba llamado a ser apóstol, esa era su vocación, pero fue infiel y traicionó a Jesús (y no se arrepintió,
que podía haberlo hecho). Es el misterio de la libertad que Dios respeta.
Se podría objetar que existe otra posibilidad: que Dios, cuando cometemos determinados pecados, nos
envíe un castigo para escarmentarnos. Pero esta es una hipótesis imposible. En primer lugar, porque
como ya se ha dicho, Dios no hace nunca el mal. Pero además, porque si existiera un nexo claro entre
pecado y castigo divino (un castigo en este mundo, como una enfermedad, una desgracia, un terremoto,
etc.), entonces todos nos abstendríamos de hacer el mal, sí, pero sólo por la cuenta que nos tiene, por
temor al castigo, y no por amor del bien, no de manera realmente libre. Nos convertiríamos en algo
parecido a las marionetas de antes. No seríamos malos, pero tampoco podríamos ser buenos, eligiendo
el bien por amor del bien mismo. Sencillamente no seríamos humanos.
El castigo del pecado no es cosa de Dios: el ser humano se castiga a sí mismo cuando se aleja de Dios.
A veces este castigo es evidente ya en este mundo; como solemos decir, “en el pecado está la
penitencia”: el mal que cometemos puede volverse contra nosotros y frecuentemente lo hace. El
drogadicto experimenta en su cuerpo, en su mente, en su espíritu, en sus relaciones, los estragos que
produce la droga. Pero esto no siempre es así: muchos malvados se van de rositas y muchos justos
sufren sin merecerlo. Por eso, mientras dura el tiempo de nuestra responsabilidad en este mundo,
somos nosotros los que tenemos que esforzarnos por introducir justicia y bondad en el mundo. Para eso
nos ha dado Dios la libertad responsable y la conciencia, y múltiples indicaciones de en qué consiste el
bien, y que alcanzan su cima en el mismo Jesús. Y, después, cada uno habrá de dar cuentas de sus
acciones. La vida hay que tomársela en serio.
Pero Dios hace todavía otra cosa ante el espectáculo del mal: no sólo se somete a la tentación, sino
también a las consecuencias injustas del mal voluntario: con los que padecen com-padece; y se pone
del lado de las víctimas, haciéndose él mismo víctima: “Cristo murió por los pecados una vez para
siempre: el inocente por los culpables”.
De esta manera, Jesús ilumina con su luz nuestra historia tormentosa y plagada de males. Podemos
tener la tentación (otra tentación más, la del pesimismo) de pensar que en este mundo vivimos entre
alimañas, y que hay sólo alimañas. A veces nos parece que sólo actúa Satanás, el tentador (no lo
olvidemos, el tentador, pero el mal depende de nuestro acuerdo). Pero en este desierto en que Jesús se
dejó tentar por Satanás viviendo entre alimañas, también estaban los “ángeles que le servían”. Hay que
tener también ojos para esos ángeles servidores, y que no son sólo ángeles alados, sino también ángeles
humanos, que viven haciendo el bien, sirviendo a Cristo en sus hermanos. Jesús está entre nosotros,
compartiendo con nosotros nuestras limitaciones, nuestras tentaciones y, sin tener pecado,
experimentando sus consecuencias. Y nosotros podemos ser, en torno a Él, o alimañas que le acosan en
búsqueda de su botín, sucumbiendo a la tentación del egoísmo y sirviendo al Tentador, o ángeles que
hacen el bien y le sirven en sus (nuestros) hermanos.
De nuestra libertad depende de qué lado queremos estar. Y si nos encontramos con que a veces nuestra
debilidad nos pone del lado de las alimañas, sepamos que Jesús hace todavía otra cosa más contra el
mal: anunciarnos el perdón de Dios (esa es una de las expresiones de la cercanía del Reino) y darnos la
posibilidad de la conversión.
José María Vegas, cmf