Ciclo B. II Domingo de Cuaresma
Julio Suescun, C.M.
Se transfiguró ante ellos.
En el contexto de las lecturas que se proponen para este domingo, el episodio de la
Transfiguración de Jesús en el Tabor, parece que intenta confirmarnos en el acierto
de haber elegido seguir a Jesús. Es como una luz que nos ilumina en los momentos
difíciles, cuando las sombras amenazan apagar la luz de la fe. El ángel del Señor
detuvo la mano de Abrahán y Dios proveyó la victima para el sacrificio (1ª lect). Y
si Dios está con nosotros ¿quién estará contra nosotros? (2ªlect)
Recorriendo pueblos y aldeas, Jesús ha reunido un buen grupo de seguidores. De
camino, les va presentando su mesianismo de siervo, que no responde al
mesianismo triunfante que ellos imaginaban y esperaban. No les entra en la
cabeza, que el Mesías haya de padecer y morir a manos de sus enemigos. Por eso,
conforme Jesús va repitiendo los anuncios de la futura pasión del Mesías, el grupo
de los seguidores se va enfriando. No todos le siguen con el mismo entusiasmo y la
misma constancia. Y algunos le abandonan.
Jesús elige a tres de los más destacados entre sus seguidores para una experiencia
que les confirme en su voluntad de seguirle. No son los más seguros en su fe, ni en
su apertura a la aceptación de un Mesías Siervo. Son los tres que han presenciado
la revelación de su poder sobre la muerte (Mc.5,33) y que presenciaran también su
debilidad en Getsemaní (Mc.14,33). Con ellos sube a lo alto de la montaña y allí se
transfigura ante ellos. Sus vestidos resplandecen con una blancura imposible de
conseguir por medios humanos, signo de la gloria divina que se oculta en la
condición humana de Jesús. Conversando con él aparecen Moisés y Elías, la ley y
los profetas que habían hablado del Mesías futuro. La nube, signo de la presencia
de Dios, los envuelve a todos y desde la nube se oye la voz: Este es mi Hijo amado,
escuchadlo. Jesús es el Hijo de Dios, enviado a renovar la humanidad, a abrir a los
hombres el camino de la verdadera libertad, a poner en marcha la nueva creación.
Ellos siguen sin comprender. Están tan a gusto, que no querrían moverse de allí.
Jesús les vuelve a meter en el camino, encargándoles no decir nada de lo que han
visto hasta que haya resucitado el Hijo del hombre. Los discípulos no entendieron
eso de resucitar, pero el recuerdo de la visión del Tabor vino seguramente muchas
veces a su memoria. Y así en la segunda carta de Pedro leemos: Porque recibió de
Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: «Este es mi
Hijo muy amado en quien me complazco». Nosotros mismos escuchamos esta voz,
venida del cielo, estando con él en el monte santo. Y así se nos hace más firme la
palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención, como a lámpara
que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros
corazones el lucero de la mañana.
La contemplación de este misterio encenderá esa luz que ilumine y aliente nuestro
caminar con Jesús, sobre todo en los momentos difíciles, sabiendo que él es el
enviado por el Padre para realizar su proyecto salvador de los hombres. Pero no
podemos quedarnos atolondrados contemplando la belleza de la visión. Hay que
bajar del monte y seguir el camino hacia la Pascua. A Jesús hay que seguirle en la
oscuridad de la fe hasta que llegue la claridad de la visión. Sobre nuestra torpeza
para entender, la nube de la presencia de Dios actuando en los sacramentos,
animará la respuesta a nuestro envío a la misión.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)