Domingo II de Cuaresma del ciclo B.
Imitemos a Jesús, Nuestro Hermano y Señor .
Meditación de MC. 9, 2-10.
Introducción.
Estimados hermanos y amigos:
Los textos bíblicos que meditamos durante el tiempo de Cuaresma, tienen la
pretensión de ayudarnos a adaptarnos al cumplimiento de la voluntad de Nuestro
Padre común. Tal adaptación, es la causa por la que San Pablo les escribió a los
cristianos de la ciudad de Éfeso:
"Sois hijos amados de Dios. Procurad pareceros a él y haced del amor norma de
vuestra vida, pues también Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros
como ofrenda y sacrificio que Dios recibe con agrado" (EF. 5, 1-2).
¿Podemos imitar la conducta de Dios a pesar de nuestra imperfección?
No podemos imitar a Dios perfectamente, pero podemos esforzarnos para
conseguir alcanzar tan loable fin. Esta es la causa por la que San Pablo les escribió
a los cristianos de la ciudad de Corinto:
"Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo" (1 COR. 11, 1).
¿Cómo podemos seguir fielmente el ejemplo de Cristo y sus Santos? San Pablo
nos instruye, en los siguientes términos:
"Quiero conocer a Cristo, experimentar el poder de su resurrección, compartir sus
padecimientos y compartir su misma muerte. Espero así alcanzar en la resurrección
el triunfo sobre la muerte" (FLP. 3, 10-11).
¿Quería San Pablo morir, con tal de que quedara constancia en el mundo de su
fe? ¿Era nuestro Santo un suicida? San Pablo, también les escribió a los filipenses,
las siguientes palabras:
"Porque Cristo es la razón de mi vida, y la muerte, por tanto, me resulta una
ganancia. Pero ¿y si mi vida en este mundo fuese todavía provechosa?
Verdaderamente no sé qué elegir. Ambas cosas me apremian: por un lado, quiero
morir y estar con Cristo, que es, con mucho, lo mejor; por otro lado, vosotros
necesitáis que siga viviendo en este mundo. Convencido de esto último, presiento
que no voy a partir todavía; me quedaré entre vosotros para provecho y alegría de
vuestra fe. Así, cuando vuelva a veros, tendréis nuevos motivos para estar
orgullosos de ser cristianos" (FLP. 1, 21-26).
Al leer los Evangelios y la vida de los Mártires, puede sucedernos, -en el caso de
no estar bien formados en el conocimiento de la fe que profesamos-, que lleguemos
a creer que, tanto Jesús como los citados Santos, se dejaron quitar la vida, por
causa de su propio sufrimiento, o del fanatismo religioso que les caracterizaba. La
muerte solo pueden desearla quienes creen tener motivos suficientes para que no
les merezca la pena seguir vivos, así pues, ni Nuestro Salvador, ni quienes
murieron en defensa de la fe que nos caracteriza, quisieron sufrir por sufrir.
Recordemos cómo oró Jesús en el monte de los Olivos, antes de ser apresado por
los guardias del Templo jerosolimitano.
"Y adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de
él aquella hora. Y decía: "¡Abbá (Papaíto), Padre!; todo es posible para ti; aparta de
mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú"" (MC. 14, 35-
36).
Si ni Jesús ni los Mártires querían el dolor por sí mismo, ¿por qué se dejaron
asesinar? San Pablo responde esta pregunta, en los siguientes términos:
"Sé que, gracias a vuestras oraciones y a la ayuda del Espíritu de Jesucristo, todo
contribuirá a mi salvación. Así lo espero ardientemente, seguro de no quedar
defraudado y de que en todo momento, tanto si estoy vivo como si estoy muerto,
Cristo manifestará su gloria en mi persona" (FLP. 1, 19-20).
No nos es necesario llegar al extremo del martirio para manifestar que creemos
en Dios, así pues, San Pablo, en su Carta a los cristianos de Filipo, escribió cómo
podemos imitar a Nuestro Salvador.
"Si alguna fuerza tiene una advertencia hecha en nombre de Cristo, si de algo
sirve una exhortación nacida del amor, si nos une el mismo Espíritu, si alienta en
vosotros un corazón afectuoso y compasivo, llenadme de alegría teniendo el mismo
pensar, alimentando el mismo amor, compartiendo los mismos sentimientos,
buscando la común armonía. No hagáis nada por egoísmo o vanagloria, sed
humildes y considerad que los demás son mejores que vosotros. No busquéis el
provecho propio, sino el de los demás. Portaos, en fin, como lo hizo Jesucristo...
Estad siempre alegres en el Señor. Otra vez os lo digo: estad alegres. Que a todo el
mundo llegue la irradiación de vuestra bondad. El Señor está a punto de llegar.
Nada debe angustiaros; en cualquier situación, presentad a Dios vuestros deseos,
acompañando vuestras oraciones y súplicas con un corazón agradecido . Y la paz de
Dios, que desborda todo entender humano, guardará vuestros corazones y vuestros
pensamientos por medio de Cristo Jesús. Finalmente, hermanos, tomad en
consideración todo cuanto hay de verdadero , de noble, de justo, de limpio, de
amable, de laudable; todo cuanto suponga virtud y sea digno de elogio. La
enseñanza que os he impartido, la tradición que os he confiado, lo que en mí habéis
visto y oído, ponedlo en práctica. Y el Dios de la paz estará con vosotros" (FLP. 2,
1-5. 4, 4-9).
Al intentar compararnos con Jesús y sus fieles Santos, puede sucedernos que nos
sintamos como pequeñuelos frente a gigantes en el terreno de la espiritualidad.
Con el paso de los siglos, -persiguiendo el hecho de que deseemos alcanzar la
perfección divina-, hemos concebido la santidad como un estado inalcanzable
prácticamente para el común de los mortales, con la excepción de un puñado de
almas privilegiadas, pero, en el siglo I, -cuando vivió Nuestro Salvador en Palestina,
y fue escrito el Nuevo Testamento-, la palabra santo, -que significa apartado, o
separado-, se aplicaba a todos los seguidores de Jesús, sin distinción.
Vivimos en un mundo en que, quizá por tener muchos bienes materiales, por
desconocer la recompensa característica de la consecución de metas difíciles de
alcanzar, y por la impotencia que nos causa la crisis económica mundial que
estamos padeciendo, nos es difícil pensar en el hecho de alcanzar el estado de
santidad, por la dificultad que ello entraña. Personalmente creo que debiéramos
volver a tener la mentalidad de los primeros cristianos, -para quienes todos ellos
eran santos-, a fin de que el hecho de vivir cumpliendo la voluntad de Dios, no sea
visto como una meta inalcanzable, sino como una realidad posible de conseguir, si
se desea ardientemente.
Texto evangélico.
"Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan, y los llevó aparte
solos a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos. Y sus vestidos se volvieron
resplandecientes, muy blancos, como la nieve, tanto que ningún lavador en la tierra
los puede hacer tan blancos. Y les apareció Elías con Moisés, que hablaban con
Jesús. Entonces Pedro dijo a Jesús: Maestro, bueno es para nosotros que estemos
aquí; y hagamos tres enramadas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías.
Porque no sabía lo que hablaba, pues estaban espantados. Entonces vino una nube
que les hizo sombra, y desde la nube una voz que decía: Este es mi Hijo amado; a
él oíd. Y luego, cuando miraron, no vieron más a nadie consigo, sino a Jesús solo. Y
descendiendo ellos del monte, les mandó que a nadie dijesen lo que habían visto,
sino cuando el Hijo del Hombre hubiese resucitado de los muertos. Y guardaron la
palabra entre sí, discutiendo qué sería aquello de resucitar de los muertos" (MC. 9,
2-10).
Meditación del texto evangélico.
1. Subamos al monte con Jesús.
"Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan, y los llevó aparte
solos a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos" (MC. 9, 2).
El primer Domingo de Cuaresma, recordamos el pasaje evangélico de las
tentaciones de Jesús (MC. 1, 12-13).
Acompañar al Mesías al desierto, es:
-Reenfocar nuestra vida, con tal de adaptarnos al cumplimiento de la voluntad de
Nuestro Padre común.
-Ayunar de todo aquello que se opone en nuestro interior al cumplimiento de la
voluntad de Nuestro Santo Padre.
-Disponernos a servir a Dios en nuestros prójimos los hombres.
-Considerar que todos somos hermanos, porque tenemos un Padre común.
-Hablar con Dios por medio de la oración con plena y filial confianza.
Si al comparar la fe que profesamos con las diferentes creencias que existen en
nuestra vivencia del desierto cuaresmal, optamos por cumplir la voluntad de Dios,
rechazando la sutil tentación de crear una divinidad a nuestra imagen y semejanza,
estamos dispuestos a acompañar a Jesús, y a los Santos Pedro, Juan y Santiago, a
la cima del monte Tabor, donde Jesús se transfiguró, -es decir, adoptó su Cuerpo,
tal como sería, después de que aconteciera su Resurrección-.
Jesús llevó a sus amigos al monte Tabor, porque los consideró bien formados
como para presenciar su Transfiguración, y no difundir aquel prodigio, ni siquiera
entre sus compañeros de ministerio, hasta que aconteciera la Resurrección del
Maestro. Jesús quería que sus amigos vivieran su Transfiguración desde la fe, y no
desde la fascinación que arrastra actualmente a muchos tras quienes consideran
como ídolos. Muchas veces oímos la Palabra de Dios, comprobamos cómo actúa el
Espíritu Santo en nuestra vida, y, aún así, no nos adaptamos al cumplimiento de la
voluntad de Nuestro Creador. Jesús se transfiguró ante quienes, a pesar de sus
dudas de fe, sabía que, algún día, obtendrían una enseñanza útil del pasaje
evangélico que estamos considerando, la cual sería aplicada, tanto a sus vidas,
como al ministerio apostólico que llevaban a cabo.
2. Pidámosle a Jesús que nos transfigure y configure a su imagen y semejanza.
"Y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como la nieve, tanto
que ningún lavador en la tierra los puede hacer tan blancos" (MC. 9, 3).
¿Por qué resplandeció la ropa de Jesús cuando Nuestro Señor se transfiguró?
Jesús responde la pregunta que nos hemos planteado, en los siguientes versículos
del Evangelio de San Juan:
"Otra vez Jesús les habló, diciendo: yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no
andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida... Entre tanto que estoy en el
mundo, luz soy del mundo... Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel
que cree en mí no permanezca en tinieblas" (JN. 8, 12. 9, 5. 12, 46).
Si la doctrina de Jesús es la luz que resplandece en el mundo, bueno es para
nosotros, obedecer las siguientes palabras del Mesías:
"Entonces Jesús les dijo: Aún por un poco está la luz entre vosotros; andad entre
tanto que tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas; porque el que anda
en tinieblas, no sabe a dónde va. Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para
que seáis hijos de luz" (JN. 12, 35-36).
Los oyentes de las palabras bíblicas que estamos considerando, tenían que
aprovechar los pocos días que Jesús estuvo entre ellos hasta que fue crucificado,
para formar parte de la Iglesia, que, lentamente, iba extendiéndose en Palestina.
Tales palabras, también tienen su aplicación para nosotros, si aprovechamos las
ocasiones en que Dios intenta darnos a conocer su verdad, ora a través de la Biblia,
ora a través de los documentos de la Iglesia, y de sus predicadores religiosos y
laicos.
Cuando Jesús se transfiguró, sus vestidos se volvieron resplandecientes, y tan
blancos como para herir la visión de sus Apóstoles al contemplarlo. Ello indica que
la luz de Jesús es muy superior a la nuestra. el color blanco es símbolo de pureza.
Jesús es luz, y el más puro amor. ¿Nos atrevemos a vivir inspirados en el ideal de
vida de Nuestro Salvador?
3. Algún día, los judíos y cristianos, tendremos una misma fe.
"Y les apareció Elías con Moisés, que hablaban con Jesús" (MC. 9, 4).
Elías representa a los Profetas, y a los cristianos que creemos que seremos salvos
por causa de la fe que tenemos en Dios, y Moisés representa al pueblo judío aún no
cristianizado, -a quienes creen que serán salvos por su estricto cumplimiento de la
Ley de Israel-.
San Pablo tuvo muchos problemas al querer hacerles comprender a los judíos que
nuestra salvación no depende del cumplimiento de la Ley, sino de la fe que
tenemos en Dios. El rechazo a tal creencia paulina, fue el hecho por el que, los
cristianos judíos, -conocidos como judaizantes- obsesionados con obligar a los
cristianos procedentes del paganismo a cumplir la Ley de Moisés, consiguieron que
el citado Santo fuera encarcelado en Jerusalén.
Oremos para que llegue el día en que quienes creemos en Yahveh, y toda la
humanidad, tengamos las mismas creencias religiosas.
4. La sugerencia que Pedro le hizo a Jesús, y el miedo de los Apóstoles.
"Entonces Pedro dijo a Jesús: Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí;
y hagamos tres enramadas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías. Porque
no sabía lo que hablaba, porque estaban espantados" (MC. 9, 5-6).
Los versículos de San Marcos que estamos considerando, me recuerdan la
experiencia que hemos tenido muchos cristianos, al tener una vivencia de fe, que
nos ha ayudado a comprender, que Dios es el centro de nuestra vida. Cuando viví
mi primer cursillo de cristiandad, me sentí tan bien, que no quería que terminara
aquella experiencia. Los ejercicios espirituales tienen la misión de disponernos a
imitar a Jesús, así pues, no debemos desear encerrarnos en la vivencia de una
experiencia que, aunque nos atraiga mucho, no puede eternizarse.
Los ejercicios espirituales, y la vivencia de los tiempos litúrgicos fuertes, deben
disponernos a cumplir la voluntad de Dios. Bueno es para nosotros orar y meditar
la Palabra de Dios, pero, si no la aplicamos a nuestras vivencias personales y
comunitarias, nos será imposible demostrar que tenemos fe en Nuestro Padre
común.
¿Por qué tenían miedo los Apóstoles de Jesús, cuando contemplaron al Señor
transfigurado?
Los israelitas creían que, si veían a Dios, morirían irremisiblemente, por causa de
su condición pecadora.
5. Dios, Nuestro Padre, nos hace una petición.
"Entonces vino una nube que les hizo sombra, y desde la nube una voz que
decía: Este es mi Hijo amado; a él oíd" (MC. 1, 7).
De la misma forma que Dios guió a su pueblo a través del desierto desde una
nube, la citada shekiná aparece en el pasaje neotestamentario de la Transfiguración
del Señor, y, la voz del Padre, desde la misma, nos pide que oigamos la voz de
Jesús, y, por consiguiente, que obedezcamos sus mandatos. La shekiná también
envolvió a Jesús, cuando sus Apóstoles lo vieron ascender al cielo.
6. El descenso del monte Tabor, y el mandato de Jesús a sus Apóstoles.
"Y luego, cuando miraron, no vieron más a nadie consigo, sino a Jesús solo. Y
descendiendo ellos del monte, les mandó que a nadie dijesen lo que habían visto,
sino cuando el Hijo del hombre hubiese resucitado de los muertos" (MC. 1, 8-9).
Al igual que sucedió en muchas ocasiones que el Señor hizo milagros, Jesús les
ordenó a sus Apóstoles que no difundieran su Transfiguración, pues quería ser
aceptado por fe, no como actor de prodigios admirables e increíbles. Después de
que el Maestro resucitara de entre los muertos, su Transfiguración solo podría ser
aceptada como hecho de fe, lo cual no repercutiría negativamente en su propósito
de vivir asemejándose a nosotros en todo, excepto en la comisión de pecados.
7. La resurrección y la vivencia en el Reino de Dios, son la meta a que aspiramos
los creyentes en Jesús.
"Y guardaron la palabra (el secreto) entre sí, discutiendo qué sería aquello de
resucitar de los muertos" (MC. 9, 10).
Al igual que les sucedió a los Apóstoles del Señor que contemplaron la
Transfiguración de Nuestro Salvador, nosotros tampoco sabemos cómo será
nuestra resurrección, ni nos imaginamos viviendo en una tierra convertida en
paraíso sin sufrimientos, pero, a pesar de ello, vivamos cumpliendo la voluntad de
Dios, y, conforme a nuestras posibilidades, actuemos como portadores de la luz de
Cristo, mientras esperamos su segunda venida a nuestro encuentro.
José Portillo Pérez