DOMINGO 2º CUARESMA (B)
Lecturas: Gen 22,1-2.9.15-18; S 115; Ro 8,31-34;
Mc 9,1-9
Homilía por el P. José Ramón Martínez Galdeano
S.J.
La alegría en la cruz de Jesús
Todos los años en el segundo domingo de la
cuaresma la Iglesia nos pide considerar este misterio
de la Transfiguración del Señor en el monte Tabor.
Además la Iglesia celebra también cada año el 6 de
agosto el misterio de la Transfiguración. Tiene el rango
litúrgico de “fiesta”, lo que significa que, si coincidiera
con un domingo, también se celebra. Añádase que lo
narran los tres evangelios sinópticos. Todo esto indica
el gran valor que siempre le ha atribuido la Iglesia.
¿Por qué? Responde el prefacio de la plegaria
eucarística de hoy: “Porque Él –Cristo nuestro señor–
después de anunciar su muerte a los discípulos, les
mostró en el monte santo el esplendor de su gloria,
para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas,
que la pasión es el camino de la resurrección”. Jesús
quiso con este favor concedido a sus tres predilectos,
Pedro y los dos hermanos Zebedeos, prepararles para
superar la prueba de su pasión y muerte y afianzarles
en varias verdades: primero, que no se llega a la gloria
del cielo sin sufrir; segundo, que las alegrías y
consuelos espirituales que Dios nos da en este mundo
son para darnos fuerza y aceptar el sufrimiento
necesario que luego vendrá; que aun en esta vida el
seguimiento de Cristo y la oración son recompensados
con experiencias maravillosas de paz, alegría y
felicidad. Esta forma de ver la cruz y la felicidad tiene
mucha importancia en la vida cristiana. No pocas de
las crisis de fe tienen su origen en no haberlo
comprendido. Para gozar de la gracia y paz de Cristo
resucitado es necesario sufrir la cruz y los dones que
esta vida recibimos de paz y alegría sobrenatural son
para que nos den fuerza para sufrir luego nuestra
cruz; la oración, la abnegación, la práctica de las
virtudes y el sacrificio por Cristo son una fuente de
alegría ya en este mundo. El amor de Dios es tan buen
conocedor de la masa de que estamos hechos, que no
nos promete alegrías sólo para el cielo. En nuestro
propio caminar, también en este mundo nos concede
consuelos y alegrías que nos dan felicidad. La Biblia
está llena de situaciones, expresiones, oraciones
triunfantes, jubilosas y alegres por la experiencia de
beneficios recibidos y por el amor de Dios.
Tener fe no incluye el sentirla. Pero Dios nos
hace sentir con frecuencia su presencia. Pero es
frecuente, por desgracia, no darse cuenta. San Ignacio
de Loyola recibió un don especial y yo voy a explicarles
algunas de sus ideas. En primer lugar nadie crea que
Dios está siempre muy lejos, como a años luz. Esto es
falso. Por la razón y la fe sabemos que está en todas
partes y en todas las criaturas. Si yo vivo, pienso y
actúo es porque Dios está sosteniendo esa vida y esos
actos. Sé también que él me escucha en la oración,
actúa en mí en los sacramentos, me habla en la
Escritura y por la Iglesia. En esos actos míos a veces
no experimento un plus, un más de presencia de algo
o de alguien. Sin embargo la fe nos certifica de la
presencia de Dios y de su acción.
Un fiel que se confiesa bien, es perdonado de
todos sus pecados graves, que interiormente ha
rechazado, proponiendo los medios para evitarlos.
Pero además puede darse que se añadan una gran
vergüenza interior de haberlos cometido, un
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sentimiento grande de haber hecho mal y haber
ofendido a Dios, un sentirse como mal hijo de Dios,
que se acentúa con la persuasión de que Dios le ha
amado y le ama. Estos y otros sentimientos, aunque
no son necesarios para una buena confesión, son
buenos, es mejor tenerlos que no tenerlos, se sienten
como una liberación, comunican paz y alegría, son
consecuencia de la acción de Dios en el alma y son
efectos de su presencia actuante, que llamamos
“gracia actual”.
Dicha presencia sensible de Dios es frecuente,
muy frecuente, en el camino cristiano. Pero no siempre
ni por todos es reconocida como tal. Dice San Ignacio
que en el caso de personas como ustedes, cuya actitud
vital es la de cumplir bien con todos los
mandamientos, leer o escuchar la Palabra, esforzarse
en la justicia y caridad con todos, orar y recibir los
sacramentos, y procurar obrar en todo de modo
cristiano, signos de esa presencia sensible de Dios son
una paz profunda que llena a veces el alma desde lo
más profundo, una especie de luz que otras ilumina la
mente, otras una alegría enorme, otras un sentimiento
de liberación, otras la sensación de ser amado o
perdonado de modo total, y otros sentimientos
análogos. Al estado de ánimo que tiene alguno o
algunos de estos sentimientos, llama San Ignacio
consolación. Pueden acompañar también otros
fenómenos, de los que nos hablan los místicos, como
visiones, locuciones, etc. Dios los concede para que el
fiel se anime a proseguir, se estimule a la virtud y no
tema a la cruz que exige.
Las consolaciones son algo normal en la vida
cristiana. San Ignacio da a entender que son el estado
más frecuente de la persona cuyo talante normal es el
aspirar a ser cada vez mejor en todo. Esta aspiración
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incluye la aceptación de la cruz como componente
normal de la existencia. Pedro, Santiago y Juan fueron
invitados al Tabor porque Jesús les preparaba para el
impacto de la Pasión. Si ustedes aceptan el camino de
la cruz de Cristo, no crean que van a ser desgraciados,
aun en este vida recibirán muchas consolaciones
porque les serán necesarias para recorrerlo. Pero es
necesario que no se echen atrás. La gran paradoja
cristiana es que la cruz nos trae la salvación y la
alegría. Los santos son alegres. Pidamos a María que
nos enseñe a caminar ese camino de la cruz, como ella
lo hizo.
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