Ciclo B. II Domingo de Cuaresma
Mario Yépez, C.M.
Aunque uno no sea admirador del alpinismo, no deja de deslumbrar la constancia y
valentía de aquel que se traza el desafío de subir a lo más alto de una montaña
sintiendo, al alcanzar su objetivo, una sensación de poder y de mucho orgullo por
haberlo obtenido. El problema es que generalmente uno no apela a quedarse allá;
tiene que bajar y nuevamente, se prepara para buscar otro objetivo tal vez más
exigente que el anterior. Esto de seguro, muchos de nosotros también lo hemos
experimentado, salvando las diferencias con el ejemplo anterior o lo hemos visto en
otros: ese constante subir y bajar cotidiano de tantos que se ven obligados a
hacerlo, en esos deseos de poder subir para descansar y bajar para trabajar;
escalar bregando fuerte para intentar alcanzar metas y bajar pronto para sentirse
complacido y festejar los éxitos. Este ritmo siempre ha acompañado la vida del
hombre y ese mismo movimiento adquiere un matiz exhortativo en la Sagrada
Escritura, en un contexto donde la montaña pasa a ser un lugar especial, un
espacio sagrado, una oportunidad para acceder al pedestal de lo divino. Aquel nivel
misterioso de lo sagrado siempre ha intentado ser accesible al ser humano desde la
Revelación bíblica. El temor de Dios era la distancia del respeto necesaria que el
corazón del hombre debía poseer, pero nunca pretendió ser un obstáculo para
alejar al hombre de Dios. Por ello, el subir al monte pasa a ser un elemento
importante en la vida del creyente pero más aún el bajar del mismo se convierte en
una señal necesaria de compromiso por haberse encontrado con su Dios. Uno no
puede bajar con la misma actitud con la que subió. Desde esta perspectiva hay algo
en el relato del sacrificio de Isaac que narra el Génesis que puede llegar a
sorprendernos.
Quiero saltarme un poco las obvias reflexiones en torno a este pasaje y quiero
centrarme solo en la dinámica de este movimiento de subir y bajar. Indistintamente
de lo que pueda pasar, Abraham reconoce que Dios tiene que manifestarse en
aquel monte pues es él quien se lo está ordenando ya que el sacrificio es para el
Señor. Ese subir, se hace muy largo, cuesta mucho a Abraham, pero tiene que
hacerlo. Abraham también sabe que después de subir tendrá que bajar y la vida
tendrá que seguir, con o sin su hijo, pero tendrá que regresar. Allí le esperan
aquellos dos jóvenes que dejaron en la falda del cerro. Este es el verdadero drama
de alguien que quiere confiar y se enfrenta al dilema de cómo enfrentarse a un
futuro incierto y duro: el de perder no solo al hijo que ya es mucho sino dejar
trunca la promesa hecha por el mismo Dios para él. Es difícil aceptar de por sí el
sacrificio de Isaac, pero resulta conmovedor el sacrificio que está haciendo el propio
Abraham. Esto es lo que realmente se pone en el crisol del creyente: hasta en lo
que parece incomprensible se le pide confiar. Aquel momento de incertidumbre se
hace sagrado. Se traza la lucha por confiar cuando parece más cómodo ser
indiferente; se abre el conflicto de tener que subir cuando resulta mejor quedarse
abajo. Y entonces, Dios se revela a Abraham, el que en definitiva, ha optado por
Dios y en Isaac también ha elegido a Dios. No se vuelve a citar a Isaac cuando
Abraham baja de la montaña. El hijo de la promesa pertenece a Dios, Isaac pasa a
ser el referente para que Abraham siga creyendo. Su ciclo ha terminado, se abre el
de Isaac y en él, la extensión de las promesas a sus descendientes, un pueblo que
tendrá que aprender desde el sacrificio a encontrarse con su Dios. Es preciso tener
cuidado en esto: el verdadero sacrificio no está en el grado de dolor o sufrimiento;
sino en cómo poder lograr hacer sagrado aquellos momentos que no parecen tener
connotación religiosa alguna; convertir en espacio santo aquello que parece no
podría serlo. Y es justamente en la terrible confrontación con la propia muerte o su
cercanía, donde se nos invita a revestirlo de sacralidad. En algún momento de
nuestra vida nos veremos obligados a ello. Y en esto, el Hijo de Dios ha querido
solidarizarse con el hombre y ha querido convertir esa instancia determinante de la
propia muerte en lugar de salvación.
El evangelista Marcos, precisa en tres oportunidades que Jesús tiene que subir a
Jerusalén causando conflicto entre sus propios discípulos que parecen preferir el
quedarse abajo, entre la admiración de los milagros y la satisfacción de las
curaciones y enseñanzas del agradable Maestro. Los discípulos no comprenden
aquella subida, les crea conflicto, apelan a sus intereses o guardan silencio ante lo
que sienten los va sobrepasar. Pero las cosas se invierten cuando en esta
experiencia de la transfiguración son invitados a subir para contemplar la gloria del
Hijo Amado de Dios. Ese lugar de revelación es gratificante, es sagrado, y hay
deseos de quedarse allí para siempre. ¿Es que la cruz no puede ser también un
lugar sagrado? Es Jesús quien está allí al igual que estuvo en la Transfiguración.
Resulta tan incomprensible, como incomprensible es ver cómo está nuestro mundo
y deseamos construir sociedades alternativas, pretensiones de crear bienestar y
satisfacer hasta lo que cabalmente no nos parece necesario, soñar con lograr todo
lo que nos propongamos, y de pronto, ante nuestra imposibilidad podemos llegar a
ser capaces de dejar a Dios mal parado apelando a un conformismo y una
resignación vana. Jesús nos pide no solo subir a la montaña de la transfiguración
sino también subir a la montaña del Gólgota y allí también confiar en él con
fortaleza y esperanza. Esta es la propuesta del camino de la cuaresma. Para Pablo
la garantía es Cristo. Pablo reconoce que tendremos que pasar por momentos
difíciles pero hay algo más, tiene que haber algo más. Allí cobra sentido su
afirmación: “Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”.
Estos son los votos auténticos, los que no se quedan solo en decirlos o prometerlos
sino en ofrecerlos “sacrificio” delante de todo el pueblo. Es tu experiencia más
profunda la que pasa a ser llevada en la subida del Templo de Dios como ofrenda
sacrificial y pasa a ser signo de salvación para los hermanos. Que Dios nos permite
caminar en su presencia en el país de la vida.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)