III Domingo de Cuaresma, Ciclo B
Pautas para la homilia
"El celo de tu casa me devora"
Jesucristo, el verdadero templo
En el episodio del desalojo del Templo, Jesús quiere hablar y habla sobre todo del
templo de su Cuerpo. San Juan coloca este hecho en torno a la Pascua, lo cual es
ya significativo. Jesús realiza uno de los gestos simbólicos que más debieron llamar
la atención y provocar la ira de sus enemigos. Ellos entendieron que la economía
del Templo y todo lo que había significado hasta entonces terminaba con Jesús.
“Destruid este Templo, y yo lo levantaré en tres días”. Lo que Jesús hizo fue un
“signo”, con el que anunciaba su muerte y su resurrección. El símbolo del Templo,
que hoy leemos en el Evangelio, y los símbolos de la serpiente y del grano de trigo,
que leeremos en los próximos domingos, son para San Juan expresiones de la
muerte pascual de Cristo.
Dada la densidad de esta gesto profético, no tiene nada de extraño que fuera uno
de los motivos que sus enemigos alegaran para condenar a Jesús (Mc. 14,58). Y es
precisamente en su condenación y muerte cuando esta profecía encuentra su
cumplimiento por la resurrección. La encarnación ha llegado a su plenitud. El Nuevo
Templo ha quedado definitivamente establecido en Jesucristo Resucitado.
Uno de los teólogos modernos que mejor ha expresado este pensamiento ha sido el
P. Congar. Dice:
La Encarnación del Verbo de Dios en el seno de la Virgen María inaugura una etapa
absolutamente nueva en la historia de la Presencia de Dios; etapa nueva y también
definitiva, pues ¿qué mayor don podrá ser dado al mundo? No hay ya sino un
templo en el que podamos adorar, rezar y ofrecer y en el que encontremos
verdaderamente a Dios: el Cuerpo de Cristo. En él el sacrificio deviene enteramente
espiritual al mimo tiempo que real: no sólo en el sentido de que no es otra cosa que
el mismo hombre adhiriéndose filialmente a la voluntad de Dios, sino también en el
sentido de que procede en nosotros del Espíritu de Dios que nos ha sido dado. A
partir de la Encarnación, ha sido dado el Espíritu Santo verdaderamente; es, en los
fieles, un agua que brota en vida eterna (Jn.4,14) y los constituye en hijos de Dios,
capaces de poseerle de verdad por el conocimiento y el amor. Ya no se trata sólo
de una presencia, sino de una inhabitación de Dios en los fieles. Cada uno
personalmente y todos en conjunto, en su misma unidad, son el templo de Dios,
porque son el Cuerpo de Cristo, animado y unido por su Espíritu. Así es el templo
de Dios en los tiempos mesiánicos. Pero en este templo espiritual, tal como existe
en la trama de la historia del mundo, lo carnal continúa todavía no sólo presente,
sino dominador y obsesionante. Cuando todo haya sido purificado, cuando todo sea
gracia, cuando la parte de Dios aparezca de tal modo victoriosa que “Dios sea todo
en todos”, cuando todo proceda de su Espíritu, entonces el Cuerpo de Cristo será
establecido para siempre, con su Cabeza, en la casa de Dios… Es Cristo quien, en
definitiva, es el único templo verdadero de Dios. “Nadie sube al cielo, sino el que
bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo” (Jn.3,13) (Y, M. Congar, El
misterio del templo, Barcelona 1964, 264-265.275-276, passim).
Cuaresma, tiempo de purificación del Templo
La Cuaresma siempre tiene una doble dimensión, como la conversión: una
dimensión “noética”, cambio de la mente o del corazón, y una dimensión “ascética”,
cambio en la vida práctica o conducta. La conversión, en este caso, pide al creyente
asumir que Cristo destruyó el Templo de piedra y todo su culto de víctimas y
ofrendas materiales, abriendo el templo a las dimensiones y espacios amplios de la
vida, donde el culto a Dios es vivir según su voluntad, como hizo el mismo Cristo,
que vivió y exhortó a vivir “en espíritu y en verdad”, haciendo siempre la voluntad
del Padre. Su vida la consumó, como dice el P. Schilebeck, “en el acto supremo de
todo culto, y lo hizo al aire libre: en el Calvario”. Todo un símbolo para sus
seguidores que, pasando a la dimensión práctica de la Cuaresma, hemos de
entender y vivir que el culto verdadero y agradable a Dios es la propia vida, como
dice Pablo a los romanos (Ro. 12,1). Purificar el templo exige tener en cuenta estos
principios y vivir en consecuencia. Todo lo que somos, todo lo que hacemos, los
compromisos profesionales, sociales y políticos, el respeto a las personas, etc., todo
es parte de nuestro culto a Dios “en espíritu y en verdad”, en el gran templo donde
se desarrollan nuestras vidas.
Hasta tal punto esto es así, que lo que llamamos “el culto” y se desarrolla dentro de
nuestros templos, iglesias y capillas, recibe su sentido “sacramental” en tanto en
cuanto va respaldado por la vida real. De no ser así, las realidades que se dan en
este culto, serían puros ritos, con referencia ciertamente a Jesucristo Resucitado,
pero sin ninguna referencia a la vida de los que celebran dicha liturgia. Estarían
vacíos de contenido y no servirían para lo que fueron establecidos: para el
encuentro salvífico y pascual con el Resucitado, que ha de empapar y transformar
toda nuestra vida.
Eucaristía y nuevo Templo
“Haced esto en memoria mía”, nos dijo Jesús. Más que memoria, quiso decir
memorial. El memorial añade a la memoria la presencia de lo recordado. Memorial
de la Nueva Alianza, del Nuevo Templo, del Culto Nuevo, de la Novedad en que nos
ha introducido ya y que consumará cuando vuelva para entregar al Padre los cielos
nuevos y la nueva tierra. ¡Si supiéramos en qué Misterio vivimos! Seguramente que
lo celebraríamos “con temor y temblor” y viviríamos en una constante alabanza y
acción de gracias a Dios que ha hecho a favor nuestro semejantes maravillas. María
sí lo sabía y, extasiada y agradecida, lo cantó en el Magnificat.
Fr. Marcos Ruiz Arbeloa
Convento de Sto. Tomás (Ávila)
Con permiso de dominicos.org