III DOMINGO DE CUARESMA, CICLO B
COHERENCIA
Padre Pedrojosé Ynaraja
Seguramente que a vosotros, mis queridos jóvenes lectores, gente de hoy, tal vez
algunos simpatizantes y militantes de la no violencia activa, el episodio que narra el
evangelio de la misa de hoy, os puede parecer injusto y cruel y desearíais que, si el
hecho ocurrió como se describe y os imagináis, hubiera sido mejor que, como
tantos otros, los autores sagrados lo hubieran omitido. Qué penséis de esta
manera, lo encontraré bastante lógico, si no sabéis retroceder en el tiempo y juzgar
los hechos, de acuerdo con la mentalidad de entonces y sus criterios de conducta,
por ello me voy a entretener en daros algunas explicaciones.
En primer lugar, cuando nos referimos al Templo de Jerusalén, resulta
generalmente confusa la idea que podamos sacar de cómo era. Se me ocurre,
expresándome según realidades de hoy, deciros que lo más genuino el cogollo, era
un conjunto de edificios centrales, estrechamente unidos, con patios que llamamos
atrios y dependencias dedicadas al culto, adoración y sacrificios. A almacenaje de
leña y aceite para estos menesteres. Lugar de reconocimiento de personas
presuntamente curadas de lepra y custodia de las limosnas y viviendas para los
servidores ministeriales, tanto levitas como sacerdotes. Generalmente, al referirnos
a este lugar, le llamamos santuario, ya que en él, en lugar insigne, estaba el recinto
llamado “Santo de los santos” o Santísimo, cuya vaciedad absoluta era la mejor
imagen de un Dios, el único, el revelado al pueblo escogido, que era todo Él
espiritual. A este complejo de habitáculos y pasillos, solo podían acceder los judíos
y, en algunos rincones su permanencia estaba reservada exclusivamente a los
varones. A su alrededor había una enorme explanada, que gozaba de ciertos
privilegios religiosos. Creo yo que, en lenguaje universitario, más que atrio de los
gentiles, que es su genuino nombre, deberíamos llamarlo campus, esta expresión
de origen inglés y procedencia latina, que hoy es conocida en todo el mundo, sin
traducirla. Allí acudían los rabinos, que sentados en simples poyos, enseñaban
dialogando, a los discípulos que se disponían a su alrededor, reposando en el suelo.
También, por la misma superficie y sin cobijarse en soportales, cosa que sí hacían
los que acudían a enseñar o aprender, pululaban mercaderes, que facilitaban el
cambio de la moneda extranjera por la propia del lugar, la única admitida en
ofrendas. Otros abastecían de victimas para ofrecer en sacrificio, etc. Lo que
empezó como un servicio, degeneró con el tiempo y, para algunos, en exclusivo
mercado en provecho propio, profanando la santidad del perímetro bien acotado.
Esta profanación, este jugar con lo, de alguna manera, divino, para negociar, es lo
que era una mancha que el Señor quiso limpiar. Y lo hace con mesura. Con dominio
de sí mismo, sin dejarse esclavizar por ninguna inclinación vengativa o de soberbia.
El improvisado látigo, y la materia de la que se sirvió el Maestro, ya era muestra de
su prudencia. Observaréis que nadie se queja de sus modales. Lo que le preguntan
es con qué autoridad ejerce este oficio de inspección, algo así como si le pidieran el
carnet de guadia-vigilante. Añádasele que a los pequeños comerciantes, a los que
no podían ofrecer otra cosa que pichones o tórtolas, no los toca, únicamente les
dice que abandonen el lugar.
Obraba por coherencia. Israel había recibido una ley que por su calidad le distinguía
de otros pueblos. En algunos extremos era rigurosa. Recuérdese el aforismo
romano “dura lex, sed lex” para asegurar la convivencia pacífica entre partes. El
hombre que es incongruente, para lograr sus arteros propósitos, se acomoda y
premia o condena, no según unos criterios justos y objetivos, sino arrimándose al
sol que más calienta, como se dice vulgarmente. De esta manera queda bien,
escala en categoría social o, simplemente, no se complica la vida.
Dios no engaña, aunque su proceder resulte misterioso, decía, aunque no con estas
exactas palabras, Einstein. De Dios nos podemos fiar y, si en algún momento nos
creemos traicionados, con toda humildad, en virtud del bautismo recibido, exigirle
ayuda y alguna explicación que nos resulte comprensible.
Observad también que, al ser interrogado, responde con explicaciones que, aunque
en aquel momento no entiendan, mas tarde si comprenderán. Le hablan de un
templo hecho de piedras, una maravilla que años después será destruida y que, lo
poco que quede, se desmoronará, al menos como consecuencia de la entropía. Él
habla y se refiere al Templo que es su Cuerpo, templo que alberga su divinidad.
Este podrá yacer inmóvil en el sepulcro un día, pero será cosa pasajera. La
Resurrección no permite que se derrumbe nunca su Ser Trascendente.
San Juan nos dice de paso, el estado de ánimo que le invadía al Señor, cuando
estaba en Jerusalén. No se dejaba engañar, pese a que su bondad y su quehacer,
deslumbrase a los que junto a Él estaban. Le podían aclamar por un momento, pero
no comprometerse con Él y su doctrina. Tal vez sea esta nuestra actitud, mis
queridos jóvenes lectores. Pensadlo bien un momento.
Padre Pedrojosé Ynaraja