Domingo III de Cuaresma del ciclo B.
Meditación de JN. 2, 13-25.
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Texto evangélico.
"Estaba cerca la pascua de los judíos. y subió Jesús a Jerusalén, y halló en el
templo a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas allí sentados.
Y haciendo un azote de cuerdas, echó del templo fuera a todos, y las ovejas y los
bueyes; y esparció las monedas de los cambistas, y volcó las mesas; y dijo a los
que vendían palomas: Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de mi Padre casa
de mercado.
Entonces se acordaron sus discípulos que está escrito: El celo de tu casa me
consume.
Y los judíos respondieron y le dijeron: ¿Qué señal nos muestras, ya que haces
esto?
Respondió Jesús y les dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.
Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años fue edificado este templo, ¡y tú
en tres días lo levantarás?
Mas él hablaba del templo de su cuerpo. Por tanto, cuando resucitó de entre los
muertos, sus discípulos se acordaron que había dicho esto; y creyeron la Escritura y
la palabra que Jesús había dicho.
Estando en Jerusalén en la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en su nombre,
viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía
a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él
sabía lo que había en el hombre" (JN. 2, 13-25).
Meditación del texto evangélico.
Introducción.
¿Qué imagen tenemos de la Iglesia?
¿Cómo creemos que deberían de pensar y proceder los miembros de la institución
fundada por Jesucristo?
Cuando Jesús vivió en Palestina, la gran mayoría de sus hermanos de raza,
mantenían la creencia de que Dios no les amaba por lo que representaban para El,
sino que los aceptaba, en la medida que se adaptaban al cumplimiento de la Ley de
Moisés, y se sometían al cumplimiento de la voluntad de quienes lideraban las
instituciones religiosas de Israel.
Dado que los judíos necesitaban experimentar un nivel de pureza que no podían
lograr por sus medios para relacionarse con Dios, quienes sufrían por cualquier
causa, podían sentirse rechazados por Yahveh. Sabemos que muchos líderes
religiosos abusan del miedo de sus adeptos a la condenación eterna, para
asegurarse la sumisión de los mismos, y la percepción de sus infaltables
contribuciones económicas.
Santiago, -el primo hermano de Jesús, y primer Obispo de Jerusalén-, escribió en
su Carta Católica:
"Hablad y actuad como hombres que van a ser juzgados (por Nuestro Señor al
final de los tiempos) por una ley de libertad" (ST. 2, 12).
Los preceptos religiosos tienen el fin de hacernos desear alcanzar la purificación y
la santificación, para que estemos preparados para vivir en la presencia de Nuestro
Santo Padre. Cuando Jesús vivió en Palestina, los fariseos, -los fundamentalistas
que presionaban al pueblo humilde para que cumpliera la Ley mosaica al pie de la
letra-, hacían que sus oyentes vivieran bajo un exagerado temor a Yahveh, que les
impedía crecer personalmente.
Jesús no rechazó la Ley de Moisés. Nuestro Señor humanizó la visión de la Ley
que tenían sus hermanos de raza. Hay casos en que los judíos podían sentirse
contrariados a la hora de elegir entre dos preceptos, sin saber cuál de ellos debían
cumplir, con tal de agradar a Dios. Un ejemplo de ello es San José. Cuando el
Patrón de la Iglesia Universal supo que su prometida estaba embarazada, puesto
que él no era padre de Jesús, pudo haberla denunciado para que fuera lapidada
porque ello era lo que ordenaba la Ley, aunque, al mismo tiempo, también existía
un precepto que obligaba amar al prójimo. Independientemente del mandamiento
que San José cumpliera, -bajo la visión legalista de los judíos-, tenía garantizado el
hecho de que Dios no podría sentirse satisfecho con él nunca, por haber dejado uno
de sus mandamientos sin cumplir.
Los mandamientos religiosos tienen la misión de hacernos desear la purificación y
la santificación, pero, si no los interpretamos en su justa medida, pueden causarnos
más perjuicios que beneficios.
Jesús fue crucificado, porque, su concepto de cómo debería regirse su Iglesia,
chocó frontalmente con las creencias sectarias de sus hermanos de raza. Al meditar
el pasaje de las bodas de Caná (JN. 2, 1-11), vemos cómo el maestro de
ceremonias le reprochó al novio el hecho de que hubiera dejado el mejor vino para
última hora, incumpliendo la costumbre que caracterizaba a quienes se vinculaban
en matrimonio, de dejar el vino de peor calidad, para repartirlo cuando sus
invitados estuvieran embriagados.
El maestro de ceremonias tenía una buena posición religiosa, y, por causa de su
buena situación económica, jamás hubiera comprendido que para Jesús el vino
simboliza el amor y la alegría que debe caracterizar a los cónyuges.
El novio que aparece en el pasaje de las bodas de Caná no sabía que Jesús le
había regalado aquel vino tan generoso que repartió a última hora entre sus
invitados, un vino que tiene un significado especial para nosotros, pues indica que,
ante los ojos de Dios, faltaba poco tiempo para que el Judaísmo dejara de ser la
religión de su pueblo, el cual, lentamente, iba a empezar a hacerse cristiano. Este
hecho tenía que ser simbolizado por las bodas de Caná, porque, la relación que
mantenemos con Nuestro Señor, es equiparada con un banquete de bodas, según
se ve en los dos Testamentos, en que se divide la Biblia.
Mientras que para los judíos, el cumplimiento de la Ley de Moisés, y la
vinculación a sus instituciones, era el camino que debían recorrer, quienes quisieran
ser salvos, Jesús les dio a entender que la salvación no la puede conceder ninguna
institución, pues la misma depende de que tengamos fe en El, y de que le dejemos
que, por medio de la efusión de los dones del Espíritu Santo, nos comunique su
vida divina. Los cristianos creemos que seremos salvos porque amamos a Dios y
tenemos fe en El, y que, nuestra participación tanto en la celebración de los ritos
como en las obras pastorales de la Iglesia, nos ayudará a desear ser salvos, y a
disponernos espiritualmente, a vivir en la presencia del Dios Uno y Trino.
Para Jesús, no existen más intermediarios entre Dios y sus creyentes, que el
amor y la fe incondicionales. Jesús les insistió mucho a sus Apóstoles que sirvieran
a Dios en sus prójimos los hombres humildemente, sin aspirar a ninguna
recompensa humana, porque Dios es generoso y no deja sin recompensa a sus
siervos, y porque, nuestra mayor prioridad, a la hora de hacer el bien, es la
conversión de nuestros prójimos los hombres.
Al no considerar que los preceptos religiosos son ataduras imposibles de soportar,
porque muchos de ellos no pueden ser cumplidos perfectamente, ya que somos
más imperfectos que Dios, podemos comprobar que, la experiencia de la vivencia
del amor de nuestro Santo Padre, nos devuelve la dignidad que nos corresponde
como hijos de Dios, que nos quieren arrebatar quienes les sacan partido al
fundamentalismo religioso.
Si Jesús, al adaptar su enseñanza a nuestro nivel de comprensión y aceptación de
la misma, nos devuelve la dignidad de hijos de Dios que perdimos cuando nuestros
ancestros cometieron el pecado original, ello nos ayuda a tener un alto nivel de
autoestima, lo cual nos vincula a Dios, no por causa del miedo a la condenación
eterna, sino porque nos sentimos amados, y queremos corresponderle, sirviéndolo
en nuestros prójimos los hombres.
La mentalidad de los judíos era inaceptable para Jesús, porque, para Nuestro
Señor, -cuya visión es correcta, porque es Dios-, Nuestro Santo Padre, no nos ama
por la perfección con que cumplimos sus Mandamientos, sino porque, en virtud de
la Pasión, muerte y Resurrección del Mesías, somos sus hijos. Cumplir los preceptos
religiosos, es un signo de que le agradecemos a Dios el bien que nos ha hecho,
pero no puede ser la condición indispensable de que depende nuestra salvación.
Bajo la mentalidad de los judíos, los pecadores se sentían despreciables, porque
habían incumplido sus preceptos religiosos. Bajo la mentalidad de Jesús, el
incumplimiento de los Mandamientos de Dios se vuelve repugnante para nosotros,
porque, al sentirnos amados, deseamos corresponder a tan gran amor, y sabemos
que, siempre que deseemos vivir en la presencia de Nuestro Padre común, El nos
espera con los brazos abiertos.
En el pasaje evangélico de las bodas de Caná mencionado anteriormente, Nuestra
Santa Madre representa al Israel fiel a Dios, a los creyentes que, a pesar de las
circunstancias históricas que vivían, y de la presión que ejercían sobre ellos los
líderes de las instituciones religiosas, no habían permitido que su fe fuera
adulterada. Nuestra fe debe ser firme, como lo fue la seguridad de María, de que
Jesús no iba a dejar que los recién casados de Caná quedaran mal ante sus
invitados, por carecer de vino.
En las bodas de Caná, sirvieron el vino de peor calidad, antes que el vino del
Señor, lo cual indica que el Judaísmo, -la Alianza imperfecta, porque los creyentes
no podían cumplir perfectamente la Ley de Moisés-, iba a ser sustituida por la
Alianza perfecta, -el Nuevo Testamento, la Pasión, muerte y Resurrección de
Nuestro Salvador, y la fundación de la Iglesia Universal-.
Los judíos creían que el Templo de Jerusalén era la morada de Dios, y por ello lo
convirtieron en el centro religioso y político nacional, desvirtuando el significado
que Dios quiso que tuviera, porque acabó siendo símbolo de la afirmación del poder
de los líderes institucionales, frente al pueblo humilde.
La doctrina de Jesús constituyó una gran revolución, porque Nuestro Señor
enseñó que el verdadero templo donde mora dios, es el corazón de sus creyentes.
Esta fue la razón por la que Nuestro Salvador le dijo a la mujer samaritana que se
dejó evangelizar, junto al pozo que había sido del Patriarca Jacob:
"está llegando el momento, mejor dicho, ha llegado ya, en que los hombres que
rinden verdadero culto al Padre se lo rindan en espíritu y en verdad. Estos son, en
efecto, los adoradores que el Padre quiere. Dios es espíritu, y quienes le rinden
culto deben hacerlo en espíritu y en verdad" (JN. 4, 23-24).
Si somos los nuevos templos de Dios, debemos estar dispuestos a permitir que el
Señor se muestre a nuestros prójimos los hombres por nuestro medio. Dios es feliz
cuando le tributamos culto, y cuando le servimos en nuestros prójimos los
hombres. Alabemos a Dios, porque, valiéndose de nuestra pequeñez, nos hace
grandes a la medida que aprendemos a ser humildes, y nos concede la satisfacción
de contribuir a la instauración de su Reino entre nosotros.
Si somos templos de Dios, debemos regocijarnos, al comprobar que se cumplen
las siguientes palabras del Señor en nosotros:
""El Reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: "Vedlo aquí o allá", porque
el Reino de Dios ya está entre vosotros"" (CF. LC. 17, 20-21).
Si el Reino de Dios está entre nosotros, ¿por qué no lo sentimos?
No sentimos la cercanía del Reino de Dios, porque "es semejante a un grano de
mostaza, que tomó un hombre y lo puso en su jardín, y creció hasta hacerse árbol,
y las aves del cielo anidaron en sus ramas" (LC. 13, 19).
Si les exigimos a los religiosos y laicos que sirven al Señor en los hombres que
sean pluscuamperfectos, y no nos esforzamos por conseguir ser mejores personas,
tampoco podremos percibir la cercanía del Reino de Dios a nosotros.
Si les prestamos una atención excesiva a los sucesos que consideramos adversos
que acaecen en el mundo, no podremos pensar en quienes sirven a Dios en sus
hijos los hombres y oran por la humanidad gratuitamente, sin esperar recompensa
humana alguna por el bien que hacen.
1. La Pascua del Señor, y la pascua de los judíos.
"Estaba cerca la pascua de los judíos; y subió Jesús a Jerusalén" (JN. 2, 13).
La Pascua debía ser el recuerdo del paso del ángel exterminador por las tierras de
Egipto, asesinando a los primogénitos de los esclavizadores, y concediéndole la
libertad al pueblo de Yahveh, para que le rindiera culto en el desierto, purificarlo, y
concederle la tierra prometida.
Si en el Antiguo Testamento se menciona la Pascua de Yahveh, ¿por qué nos
habla San Juan de la pascua de los judíos?
Los judíos mencionados por el Santo Apóstol de Nuestro Señor, no representan a
la totalidad de los hermanos de raza de Jesús, sino a los líderes institucionales y a
sus partidarios, que habían desvirtuado el sentido de la Pascua liberadora de
Yahveh, convirtiéndola en una ocasión para comerciar.
2. ¿Nos servimos de la religión para servir a Dios en nuestros prójimos, o para
lograr la realización de nuestros intereses?
"Y halló en el templo a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los
cambistas allí sentados. Y haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a
todos, y las ovejas y los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas, y volcó
las mesas; y dijo a los que vendían palomas: Quitad de aquí esto, y no hagáis de la
casa de mi Padre casa de mercado" (JN. 2, 14-16).
Para los judíos, el hecho de contribuir a la realización de las obras del templo, era
un privilegio, y las autoridades político-religiosas se aprovechaban de ello, por
ejemplo, permitiendo que quienes no querían cuidar a sus padres ancianos se
viesen libres de tal responsabilidad mediante el pago de un impuesto, y vendiendo
a un excesivo precio los corderos pascuales, sin los cuales no se podía celebrar la
Pascua, porque no convenía llevarlos a la ciudad santa desde cualquier parte del
mundo o del país.
Se ha especulado mucho sobre el hecho referente a la utilización de un azote de
cuerdas por parte de Jesús, para sacar del templo a los comerciantes y a sus
animales. Llama la atención el hecho de que Jesús tiró las monedas de los
cambistas, reprochándoles a las autoridades que amaban más el dinero que a
Yahveh y a su pueblo.
Jesús utilizó un azote de cuerdas para lograr su propósito de devolverle al templo
su utilidad de casa de oración, pero no azotó a nadie, pues, dicho azote, era un
símbolo del Mesías que esperaban quienes no permitieron que su fe fuera
adulterada.
Los judíos eran exageradamente nacionalistas. Los extranjeros no podían visitar
todas las instancias del Templo en que ellos podían entrar, y solo podían comprar lo
necesario para celebrar la Pascua con sus siclos del Templo. Como es fácil suponer,
la conversión de las monedas griegas (dracmas) a siclos, estaba muy bien cotizada
(dos dracmas equivalían a medio siclo).
Dado que los judíos no podían comprar en el templo con monedas extranjeras, el
Señor tiró el dinero de los cambistas, indicando que no deben existir prejuicios
sociales, raciales ni culturales entre los miembros de su Iglesia.
Jesús no quería que el Templo fuese mantenido por medio de la recaudación de
impuestos de carácter obligatorio. En LC. 8, 1-3, comprobamos que Jesús recibía
donaciones voluntarias, pero el Señor detestaba que los líderes religiosos les
impusiesen cargas económicas a sus adeptos.
Las palomas se usaban para realizar sacrificios expiatorios, principalmente, por
los pobres, por causa del bajo precio de las mismas. El Judaísmo prometía
falsamente la reconciliación con Dios por medio de la realización de sacrificios que
tenían su valor económico, tal como hacen actualmente con sus adeptos, muchos
líderes religiosos, prometiéndoles alcanzar la salvación, a cambio de realizar ciertas
prácticas.
Jesús sabía que el Dios de los líderes religiosos de su tiempo no era Yahveh, sino
la realización de sus intereses personales, por medio de la explotación de la gente
humilde.
La expulsión de los comerciantes del templo, no solo significa que Jesús quería
devolverle a la Casa de Yahveh su uso de casa de adoración y de oración, sino que
quería liberar a los fieles creyentes de Yahveh de la religiosidad falsa que les
imponían sus líderes religiosos. La conversión del Judaísmo al Cristianismo, supuso
un nuevo éxodo para quienes aceptaron a Nuestro Salvador como enviado de Dios.
En la parábola del Buen Pastor, el pueblo es representado por las ovejas. Jesús
sacó a las ovejas del Templo, indicando su deseo de liberar a sus hermanos de raza
de la religiosidad que les impusieron sus líderes, pensando exclusivamente en su
bienestar económico. Recordemos las siguientes palabras de Nuestro Salvador:
"Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, así como el
Padre me conoce, y yo conozco al Padre; y pongo mi vida por las ovejas" (JN. 10,
14-15).
Efectivamente, al intentar devolverle al templo el uso para el que Dios quiso que
fuera construido, Jesús perdió su vida para hacer que sus ovejas creyeran en El, y,
aunque aparentemente fracasó, porque los judíos siguieron utilizando la Casa de
Dios para llevar a cabo sus fines, después de resucitar y de ascender al cielo,
Nuestro Redentor vio su propósito realizado, por obra y gracia del Espíritu Santo, y
por mediación de sus Apóstoles, y los colaboradores de los mismos.
Jesús actuó en el Templo de Jerusalén, cumpliendo el siguiente pasaje del libro
de Zacarías:
"He aquí que viene el Día de Yahveh en que serán repartidos tus despojos en
medio de ti... Y será Yahveh rey sobre toda la tierra: ¡el día aquel será único
Yahveh y único su nombre!... Y toda olla, en Jerusalén y Judá, estará consagrada a
Yahveh Sebaot (el Dios de los ejércitos); todos los que quieran sacrificar vendrán a
tomar de ellas, y en ellas cocerán; y no habrá más comerciante en la Casa de
Yahveh Sebaot el día aquel" (ZAC. 14, 1. 9, 21).
El Judaísmo dejó de ser la religión oficial de los creyentes en Dios a partir del día
en que Jesús murió, y, varias décadas más tarde, Jerusalén fue castigada por el
empeño de sus autoridades de rechazar al Mesías. Apenas los legionarios de Tito y
Vespasiano entraron en la ciudad santa, incendiaron el Templo, con la seguridad de
que ello debilitaría a sus adversarios moralmente. Los fariseos lograron organizarse
y conservar su religión después de ser derrotados por los romanos, y Dios favoreció
al Cristianismo, que no dejó de extenderse por el Imperio, a pesar de las
persecuciones de que eran víctimas los creyentes en Jesús.
En el día del Mesías, -el tiempo en que Jesús como Hombre reine, porque, al ser
Dios, siempre ha sido Rey-, no existirá una religión basada en la explotación de una
gran muchedumbre por parte de algunos privilegiados. Este es el significado de que
todos los judíos podrán sacrificarle víctimas a Dios sin que necesiten comprarlas.
Mientras que los judíos ni siquiera se atrevían a pronunciar el Nombre de Dios
con tal de no ofenderlo, Jesús lo llamaba "Padre", indicándoles a sus creyentes que
podían acercarse a El con plena confianza. El temor reverente a Dios nos hace
respetarlo, pero el temor al castigo nos impide verlo como Padre, y nos hace pensar
en El como Juez temible y terrible, carente de compasión.
Dios es Amor y Justicia, pero su justicia no es incompatible con su amor, porque
no debe concebirse como una venganza humana, sino como la purificación del
pecado.
3. El celo de tu casa me consume.
"Entonces se acordaron sus discípulos que está escrito: El celo de tu casa me
consume" (JN. 2, 17).
Cuando Jesús fue despreciado por los líderes religiosos y sus partidarios, se
cumplió en Nuestro Señor, el siguiente pasaje del Salmo 69:
"Extraño he sido para mis hermanos,
y desconocido para los hijos de mi madre.
Porque me consumió el celo de tu casa;
y los denuestos de los que te vituperaban cayeron sobre mí" (SAL. 69, 8-9).
Las palabras de Jesús que estamos meditando, referentes a su celo para que no
fuera adulterada la fe de quienes aún creían en Yahveh, les recordaron a los futuros
Apóstoles de Nuestro Salvador, el episodio en que Nuestro Santo Padre se le
manifestó al Profeta Elías, el cuál le respondió:
""Ardo en celo por Yahveh, Dios Sebaot (Dios de los ejércitos), porque los
israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y han pasado a
espada a tus profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para quitármela" (1 RE. 19,
10).
La reina Jezabel instituyó el culto a Baal en Israel, e intentó exterminar el
Judaísmo. Elías fue el único Profeta de Yahveh que sobrevivió a la cruel
persecución, el cual, por mandar asesinar a los 450 profetas baalitas, fue
perseguido con gran furia. Los israelitas abandonaron el culto a Yahveh y se fueron
tras los baales, y Elías quedó solo en el país, para enfrentar aquella trágica
situación.
San Juan, en el texto que estamos considerando, ve en Elías una imagen de
Jesús, que, al intentar impedir el comercio de que se lucraban los líderes religiosos
de su país, logró que los tales empezaran a buscar la forma de asesinarlo.
¿Nos consume a nosotros el celo por estudiar la Palabra de Dios y los documentos
de la Iglesia, poner en práctica lo aprendido en nuestras horas de formación
sirviendo a Nuestro Santo Padre en sus hijos, orar y predicar el Evangelio?
Las palabras del Señor que estamos considerando, -"el celo de tu casa me
consume"-, podían interpretarse como el inicio de una violenta lucha de Jesús
contra sus adversarios, para devolverle a la Casa de Dios su uso original.
¿Luchamos contra nuestros defectos como si de ello dependieran nuestras plenas
purificación y posterior santificación?
4. Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.
"Y los judíos respondieron y le dijeron: ¿Qué señal nos muestras, ya que haces
esto?
Respondió Jesús y les dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.
Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años fue edificado este templo, ¡y tú
en tres días lo levantarás?
Mas él hablaba del templo de su cuerpo. Por tanto, cuando resucitó de entre los
muertos, sus discípulos se acordaron que había dicho esto; y creyeron la Escritura y
la palabra que Jesús había dicho" (JN. 2, 18-22).
Para conocer tanto la bondad como la maldad de la gente, no hay nada mejor,
que verla reaccionar, cuando se ve afectada, en el terreno económico. Las
autoridades del Templo, al ver cómo Jesús expulsó de la Casa de Dios a los
vendedores de animales y cambistas, se enfrentaron al Señor.
Mientras que para Jesús la utilidad del Templo consistía en ser una casa
destinada al culto divino, -consistente en alabar a Dios, orar y hacer sacrificios
rituales-, las autoridades de Palestina habían hecho del Judaísmo una religión
adaptada a la consecución de la realización de sus intereses, lo cual las disponía a
utilizar todos los medios que estuvieran a su alcance, con tal de lograr su propósito.
La confrontación entre ambas partes se hacía inevitable.
Mientras que Jesús concebía el Templo como un símbolo de la presencia activa de
Dios en medio de su pueblo, las autoridades religiosas hicieron del Judaísmo una
secta en que, para agradar a Dios, había que cumplir una Ley que resultaba ser una
carga insoportable, -lo cual hacía que nunca se pudiera agradar al Creador-, y
contribuir a la realización de sus intereses personales, con la excusa de
engrandecer el Templo, que Herodes empezó a edificar entre los años dieciocho y
diecinueve antes de Cristo, para confabularse con los judíos.
Ya que las autoridades religiosas de Palestina hicieron del Templo de Jerusalén un
lugar de culto a sí mismas, Jesús, unido a sus creyentes, se convirtió en el nuevo
Templo de Dios. Esta es la causa por la que escribió San Pablo en una de sus
Cartas, las siguientes palabras:
"Vosotros formáis el cuerpo de Cristo, y cada uno por separado constituye un
miembro" (1 COR. 12, 27).
Los cristianos, unidos a Jesús, constituimos el Cuerpo Místico de Cristo, e
individualmente, todos tenemos una misión que llevar a cabo, para alabar a Dios.
San Juan escribió en el prólogo de su Evangelio, las siguientes palabras,
referentes al rechazo de Jesús por parte de muchos de sus hermanos de raza, y a
la redención de la humanidad, llevada a cabo por Nuestro Salvador:
"A lo suyo vino (vino a salvar a los hombres), y los suyos no le recibieron. Mas a
todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser
hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de
carne (por deseo de ningún hombre), ni de voluntad de varón, sino de Dios" (JN. 1,
11-13).
Las palabras que Jesús les dijo a sus opositores, fueron utilizadas por los falsos
testigos que intervinieron en su proceso para acusarlo de querer destruir el Templo,
-es decir, de intentar adulterar su forma de vivir el Judaísmo, que era considerada
como la religión verdadera por las autoridades de Palestina y sus colaboradores-, y
también fueron usadas por quienes, después de ver al Mesías desangrándose en la
cruz, se mofaron de El.
A las autoridades de Palestina no les incumbía tanto el hecho de que Jesús se
proclamara Hijo de Dios, -lo cual les valió para acusarlo de blasfemia para poder
asesinarlo, porque, al creer que Dios es espiritual, pensaban que no puede tener
descendientes-, como el hecho de que Jesús intentara cambiar el sistema de
creencias de sus adeptos, pues ello repercutiría negativamente en su economía.
Al asesinar a Jesús, los judíos destruyeron el verdadero Templo de Dios, pero el
Mesías lo reedificó en tres días, -es decir, el Señor venció a la muerte, y consiguió
llevar a cabo su propósito-. El intento de los judíos de tener un templo sin Dios fue
vano, porque Jesús consiguió llevar a cabo su obra redentora, y hacer de sus
creyentes miembros de la verdadera morada de Dios, que es su Cuerpo Místico.
Los judíos comprendieron que Jesús quería reconstruir el Templo de una manera
milagrosa, pero, el Señor, siendo consciente de que lo que hizo con los vendedores
y cambistas le sirvió para firmar su sentencia de muerte, quiso hacer que sus
creyentes empezaran a sentir que eran miembros de su Cuerpo Místico, por obra y
gracia de su Santo Espíritu.
Jesús, nos dice:
"Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. el que cree en mí, como dice la
Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían
de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo,
porque Jesús no había sido aún glorificado (y aún estaba entre sus fieles
seguidores)" (CF. JN. 7, 37-39).
Después de que Jesús resucitó de entre los muertos, sus discípulos pudieron
interpretar correctamente el pasaje del Evangelio de San Juan que estamos
considerando. Este hecho nos hace reflexionar sobre la necesidad que tenemos de
meditar la Palabra de Dios siempre que nos sea posible hacerlo, con tal de no
estancarnos en unas creencias de las que, quizá algún día, podemos descubrir que
no son exactamente, las que Dios quiere que alberguemos en nuestros corazones.
Una vez que Jesús empezó a ser estrechamente vigilado por las autoridades de
Palestina a consecuencia de la actuación que llevó a cabo en el Templo
jerosolimitano, sus discípulos necesitaron tener mucho valor para modificar sus
creencias, y seguir al Maestro renunciando a sus familiares y posesiones, estando
siempre abiertos a la revisión de su ideología, con tal de intentar ser mejores
creyentes en Yahveh. ¡Qué lección tan admirable nos dejaron los amigos de Jesús
para que los imitemos!.
No solo los judíos, sino también muchos cristianos, han llegado a creer que, para
que la gloria de Dios se manifieste en un templo, es necesario que el mismo abunde
en riquezas. Los fundamentalistas se valen de los sentimientos de culpabilidad e
indignidad de sus adeptos para sometérselos y asegurarse la recepción de sus
indispensables aportaciones económicas, pues, el desconocimiento de la Palabra de
Dios, y la soledad que caracteriza a muchos, puede hacernos ignorar que, la
verdadera riqueza que Dios desea, -sin obviar la riqueza material-, es que le
dejemos que haga de nosotros miembros del Cuerpo Místico de Cristo, por obra y
gracia de su Santo Espíritu.
Los templos son casas de Dios, en el sentido de que se utilizan para rendirle culto
al Señor, pero, los auténticos templos de Dios, somos nosotros. Esta es la causa
por la que San Pablo les escribió a los cristianos de Galacia:
"Ya no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí. Mi vida en este mundo
consiste en creer en el Hijo de Dios, que me amó y entregó su vida por mí" (GAL. 2,
20).
Cuando reflexiono sobre la realidad de que somos miembros de Cristo, recibo
correos electrónicos de quienes me reprochan que escribo poco con respecto al
pecado. Estoy persuadido de que conseguiremos más conversiones dando a conocer
al Dios Amor que al Dios Juez carente de piedad. Además, San Pablo nos instruye,
al decirnos:
"Cuanto más creció el pecado, tanto más abundante fue la gracia de Dios" (CF.
ROM. 5, 20).
Hemos meditado tanto sobre el pecado, -especialmente en el tiempo de
Cuaresma-, que hemos llegado a creer que contradecimos a Dios como si fuéramos
ordenadores manipulados por las fuerzas del mal, sin poder evitarlo, y hemos
olvidado que Nuestro Santo Padre nos ama a todos sus hijos, porque, en cualquier
momento de la vida, podemos ser pródigos a la hora de desobedecer a quien tanto
nos ama, y podemos ser siervos orgullosos como el hermano mayor del hijo
pródigo, que, por asistir a las celebraciones litúrgicas, o hacer alguna obra de
caridad, podemos sentir que tenemos derecho a ser salvos, no porque Dios nos
ama, sino porque lo hemos comprado con nuestra forma de actuar.
5. Jesús conoce nuestros pensamientos.
"Estando en Jerusalén en la fiesta de la pascua, muchos creyeron en su nombre,
viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía
a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él
sabía lo que había en el hombre" (JN: 2, 23-25).
A veces pensamos que, si Dios hiciera milagros, nos sería fácil creer en El. San
Juan, en el Evangelio que estamos considerando, nos dice que Jesús realizó
prodigios en la fiesta de Pascua, y muchos creyeron en El, pero el Señor sabía que
no podía confiar en ellos, porque lo miraban fascinados por sus milagros, pero no
estaban dispuestos a ser sus seguidores.
Estamos vivos, tenemos familia, amigos y trabajo. Si comparamos nuestra
situación con la de quienes padecen inimaginablemente, ¿qué milagro necesitamos
para tener fe en Dios?