Ciclo B. III Domingo de Cuaresma
Julio Suescun, C.M.
Destruid este templo y…
Las lecturas de hoy proponen un cambio de mentalidad sobre la religión, sobre las
relaciones que el hombre ha de mantener con Dios. La religión cristiana no nace del
miedo a una fuerza superior, sobre humana, ni se cumple como sometimiento a
una serie de preceptos insoportables que nos esclavizan. No está puesta al servicio
de los intereses mercantilistas del hombre. Nace del amor y está al servicio del plan
salvador de Dios para toda la humanidad.
Los hombres del Antiguo Testamento entendieron que el Dios de la alianza les había
dado por medio de Moisés una ley, el decálogo, en el que las dos tablas les
recordaban los deberes para con Dios, en la primera tabla, y los deberes para con
el prójimo, en la segunda. Lo entendemos mejor los hombres del Nuevo
Testamento cuando oímos a Jesús decir que los dos mandamientos del amor
compendian toda la ley y los profetas. Además San Juan escribió que en realidad
se trata de un solo mandamiento, porque a Dios no se le puede amar sin amar al
hermano.
Los judíos, sobre todo desde la salida de la esclavitud de Egipto, siempre pensaron
en dedicar a Dios un lugar en el que encontrarse con Él, darle culto, expresarle su
amor, darle gracias y pedirle perdón por haber quebrantado su ley. Primero fue «la
tienda del encuentro», con un espacio reservado, en exclusiva, al sumo sacerdote;
luego construyeron «el templo» con espacios más amplios para el pueblo, pero
quedando excluidos de ellos los gentiles, que no pertenecían al pueblo de Dios. La
purificación del templo que emprende Jesús va más allá de retirar los puestos de
los comerciantes, que después de todo prestaban un servicio al culto al
proporcionar los animales para los sacrificios y facilitar la moneda para las compras.
Lo que anuncia Jesús es la necesidad de otro templo, de otro espacio para vivir las
relaciones con Dios y para vivirlas de otro modo. Así que “destruid este templo y en
tres día lo levantaré”.
El nuevo templo del que habla Jesús, es su propio cuerpo resucitado, su Iglesia que
“es en Cristo como sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con
Dios y de la unidad de todo el género humano” (Vaticano II, GS,42). “Cuando se
levantó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho”
(Evang). En este nuevo templo, el Cuerpo de Cristo resucitado, cada uno de sus
miembros, cada cristiano, es a su vez templo del Espíritu Santo. Animado por el
Espíritu, el cristiano viene a ser instrumento de la gracia de Dios, cada uno según el
don recibido del Espíritu. Y todos juntos llevan adelante a obra de Dios en la Iglesia.
Este signo se manifiesta en debilidad. También Cristo crucificado, escándalo para
los judíos y necedad para los griegos, es para los llamados fuerza de Dios y
sabiduría de Dios (2ª lect).
En los templos materiales se reúne la familia de los hijos de Dios. Lo que se
recuerda, se vive y se celebra en ellos, ha de hacerse acción salvadora de Dios al
servicio de la nueva fraternidad que hay que conseguir. Aun siendo importantes
obras de arte, los templos materiales no sirven si en ellos no se reúne la familia de
los hijos de Dios, la asamblea de los llamados, la Iglesia convocada para ser
presencia de Cristo resucitado que continúa realizando en el mundo la salvación de
los hombres.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)