DOMINGO 3º CUARESMA (B)
Lecturas: Ex 17,3-7; S 94; Ro 5,1-2.5-8; Jn 4,5-42
Homilía por el P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.
Lavados de los pecados
El evangelio de hoy tiene una larga historia en la
Iglesia. Junto con los de los dos domingos próximos se
empleaban para culminar la catequesis prebautismal de los
catecúmenos, que recibirían el bautismo en la noche de la
vigilia pascual. En la liturgia actual, aunque sus domingos
propios son los del ciclo A, pueden emplearse todos los
años. Yo lo voy a hacer este año, porque pienso que es muy
importante para todos que tengamos conciencia del valor
del bautismo.
Tomando pie del agua de aquel pozo, del que bebiera
Jacob y dejara a sus descendientes, Jesús promete a
aquella mujer un agua mucho mejor, un “agua viva”, “un
manantial que salta –dice– hasta la vida eterna” y quita la
sed para siempre.
El agua como símbolo de la acción salvadora de Dios
tiene una primerísima presencia tanto en el Antiguo como
en el Nuevo Testamento. Con el agua del Diluvio Dios limpia
a la primera humanidad de su pecado generalizado y
establece un nuevo pacto de amistad con el hombre. Con el
agua salida de la roca, que representa a Cristo, apaga Dios
la sed de hombres y animales en el desierto. El agua del
mar Rojo es el instrumento para salvar a Israel, símbolo de
la Iglesia, de la esclavitud del Faraón, símbolo del Diablo. El
agua del Jordán, que quita la lepra al ministro del rey de
Siria, es símbolo del bautismo que limpia del pecado. El
agua del mar, en la que es echado Jonás para ser llevado a
librar del pecado a Nínive, es también signo del bautismo
liberador del pecado. El agua y bautismo del Bautista es
signo y anticipo del bautismo de Cristo. Jesús curará al
ciego con el agua de la piscina de Siloé. De su corazón
muerto brotan agua y sangre, símbolos del bautismo y la
eucaristía.
Recordemos que los sacramentos han sido todos idea
y decisión de Cristo. Son primero acciones de Cristo.
Cuando el sacerdote bautiza, absuelve en la confesión,
consagra, unge al enfermo, es Cristo quien bautiza,
absuelve, consagra y unge. Los sacramentos son también
un conjunto de signos sensibles, visibles y audibles, que
significan una gracia de Dios y realizan la gracia significada.
Por eso, porque la Iglesia no tiene en sí misma el poder de
dar la gracia sino sólo Dios, la Iglesia no ha inventado ni
puede inventar ningún sacramento. La Iglesia sólo puede
impartirlos y conservarlos. Eso sí; la Iglesia tiene la
garantía de Cristo de que los conservará siempre, porque se
los ha dado Cristo para servicio de todos los hombres hasta
el fin del mundo. Por eso una iglesia que no tenga alguno
de los sacramentos es claro que no es la Iglesia fundada
por Cristo.
Símbolo claro del bautismo es el del lavatorio. El
primer efecto del bautismo es la limpieza y perdón de los
pecados; y como el pecado es lo que separa de Cristo, el
bautismo une con Cristo. La unión con Cristo está
simbolizada en la inmersión en el agua y la subsiguiente
salida de ella, que está recordando la muerte de Cristo por
nuestros pecados, su sepultura en la tierra y su salida de
ella en la resurrección. La muerte por nuestros pecados y su
resurrección son los momentos y misterios cumbre de la
obra de Jesús. Tales misterios se hacen “nuestros” en el
sacramento del bautismo y obran en nosotros lo que
significan: la victoria de Cristo sobre el pecado y la
comunicación de la nueva vida de Cristo resucitado. Es un
nuevo nacimiento; porque recuerdan al Hijo, la segunda
persona de la Trinidad, aceptando hacerse hombre en el
seno de la Virgen María cuando dijo al Padre: “Tú no
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quieres (otros) sacrificios… entonces yo digo: ‘Aquí estoy,
para hacer tu voluntad’, Dios mío lo quiero y llevo tu ley en
mis entrañas” (S. 40,8s). Son palabras que apuntan a la
muerte en la cruz por nuestros pecados. Como se sumerge
el Hijo en el seno de María, se sumerge el bautizado en las
aguas, naciendo de nuevo esta vez en Cristo y para Cristo.
El neófito ha vuelto a nacer libre del pecado y unido a
Cristo, cuya vida es también la suya. Así en el bautismo
quedan totalmente borrados de la conciencia el pecado
original y todos los demás pecados que la persona haya
podido cometer hasta ese momento a lo largo de su vida. El
bautismo, pues, borra como el agua limpia todos los
pecados. No es el único efecto, porque, al quitarse el
obstáculo, Dios entra a tomar posesión y a habitar en
aquella morada que se ha hecho suya. Quitado el estorbo,
Dios entra como la luz en una habitación cuando se abren
las ventanas, el alma se dirige a Dios, como los ojos a la luz
al despertar, con gran deseo, como agua que salta en
cascada tratando de alcanzar el cielo. Pero todavía hay
más. Porque esa agua es también participación de la vida
de Dios, lo que nos convierte en hijos de Dios verdaderos,
con derecho a su herencia y partícipes de su Espíritu (v. Ro
8,16-17). Completaremos esta enseñanza los próximos
domingos.
Por eso la Iglesia manda que los padres cristianos
lleven a bautizar a sus hijos apenas nacidos. Entonces son
hechos ya hijos de Dios y templo del Espíritu Santo;
entonces, con la concupiscencia apenas crecida, la vida
divina de la gracia puede crecer con menos obstáculos.
Claro que esto exige a los padres el cuidado para que esa
vida sea protegida y desarrollada.
El bautismo es el sacramento más fundamental. Si
sin él se recibieren los demás serían nulos. Por eso quien ha
llegado ya al uso de razón (para la Iglesia a partir de los 7
años), debe recibir antes una catequesis esmerada del
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mensaje cristiano, aceptarlo con fe y arrepentirse y
convertirse de sus pecados.
En la preciosa liturgia de la Vigilia pascual
renovaremos las promesas del bautismo. Con la gracia de
Dios preparémonos para hacerlo muy agradecidos a Dios,
con gran aprecio de esas gracias, decisión de ser fieles,
dolor por las veces que en la vida faltamos y esperanza y
confianza en la ayuda de nuestro Padre para culminar sus
deseos con nuestra vida cristiana futura.
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