Comentario al evangelio del Domingo 11 de Marzo del 2012
Defender a Dios para defender al hombre
El Evangelio de hoy comienza con un gesto
sorprendente de Jesús. Algunos se pueden escandalizar de que el Mesías del amor y la mansedumbre se
deje llevar de repente por un arrebato de ira y de violencia. Otros, en cambio, celebran el gesto y lo
interpretan como un claro alegato a favor del uso legítimo de la violencia, incluso en defensa de
valores religiosos. Sin embargo, ni el texto ni el contexto permiten interpretar este episodio en términos
de ira, menos aún de violencia. No se trata de dirimir aquí el espinoso problema del uso legítimo de la
violencia: la doctrina de la Iglesia al respecto, pese a todas las dificultades específicas que hoy entraña
la cuestión, es clara y sigue siendo válida (cf Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2307-2317). Pero no
parece admisible que aquí se trate de una explosión de cólera, en la que Jesús no pudo controlarse; ni
tampoco puede hablarse de un acto de violencia en sentido estricto. Se trata más bien de un acto de
purificación del templo, cargado de simbolismo y de connotaciones para el mismo Jesús y para sus
seguidores.
El gesto de Jesús no es tampoco un alegato contra el comercio o las actividades financieras como tales.
El que se vendieran animales para la celebración de la Pascua, y el que hubiera cambistas de moneda
en un momento de gran afluencia de fieles de todas las partes del mundo no puede considerarse algo
anómalo. El problema estaba en que vendedores y cambistas habían invadido poco a poco el espacio
del Templo, es decir, habían ocupado el lugar reservado exclusivamente para Dios. Y al quitarle a Dios
su lugar propio, hacían esas actividades no sólo estériles (al perder su sentido religioso), sino
verdaderas profanaciones sacrílegas, que en eso consiste poner cualquier cosa, incluido a uno mismo,
en el lugar de Dios.
Con su gesto purificador, Jesús restablece el sentido verdadero de lo religioso, el templo como lugar de
encuentro con Dios, y la pureza de la Ley que ese templo y aquellos ritos, deformados por la idolatría
del dinero, representaban. Al defender el lugar sagrado, la posibilidad de encontrarse con Dios en la
casa de oración, al defender, en suma, la santidad de Dios, Jesús está purificando al mismo tiempo la
causa del hombre, que es la imagen de Dios.
El texto del Éxodo, en que Dios da al pueblo las diez Palabras, que expresan su santidad y su voluntad
de salvación para con el hombre, arrojan mucha luz sobre el pasaje evangélico. Dios se presenta como
un salvador y liberador incondicional: transmite su ley al pueblo, no como condición de la liberación,
sino después de haberlo liberado. Los primeros mandamientos proclaman la unicidad, santidad y celo
de Dios. Nada ni nadie puede ponerse en el lugar de Dios, ni usar su nombre para fines cualesquiera,
antes bien, el hombre debe reconocer e inclinarse ante este Dios que lo bendice y lo salva. Tras esos
primeros tres mandamientos, expresados con detalle y solemnidad, se desgranan con rapidez lacónica
las consecuencias de la fe y el verdadero culto: si el hombre reconoce a Dios, habrá de reconocer
necesariamente al hombre y, en primer lugar, a los que mejor representan al Dios creador para él: sus
propios padres. Después, como consecuencia necesaria de haber desterrado la idolatría (la divinización
de lo mundano, la absolutización de lo relativo) y de haber reconocido al único Dios, quedan
desterradas también la violencia homicida, la infidelidad, el robo, la mentira, la codicia y la envidia…
En suma, todo lo que envilece al hombre y empaña la obra de Dios. Vemos que defender la causa de
Dios es el mejor modo de defender la causa del hombre. Por el contrario, cuando cosas ajenas (el
dinero o el poder, la libertad, el bienestar y el placer, el saber, cosas en principio buenas si están donde
deben) ocupan el lugar de Dios, se desatan fuerzas diabólicas que desafían a Dios y producen aquello
que la santidad de Dios había prohibido y exorcizado: la muerte, la falsedad, la codicia, la soberbia… Y
el hombre, así encumbrado, acaba destruyéndose a sí mismo.
Es verdad que el hombre ha cometido y sigue cometiendo esas acciones abominables no sólo como
expresión de su debilidad y su propia maldad, sino incluso, con demasiada frecuencia, en el nombre de
Dios (o de otros valores que han querido ocupar su lugar). En todos estos casos, se tergiversa la imagen
de Dios, se abusa de su santo nombre y, por mucho que se pretenda lo contrario, no se le tributa el
culto debido. Pero es precisamente por esto por lo que el gesto de purificación de Jesús, incluso a
riesgo de entenderse mal (como un arrebato de ira), es imprescindible. Es preciso rescatar el espacio
propio de Dios, gracias al cual el hombre se descubre a sí mismo en su dignidad, descubre en los
demás la imagen de Dios y la exigencia del respeto y la benevolencia.
Comprendemos, a la luz de los mandamientos, que hay una profunda lógica en ese acto de purificación
que trasciende con mucho el episodio de los cambistas y los vendedores de palomas. La purificación
siempre es un proceso doloroso, difícil. En primer lugar, porque parte de una situación de impureza
que no siempre estamos dispuestos a reconocer, y exige renuncias para las que no siempre estamos
preparados. La necesidad nos purifica del apego a lo superfluo (tal vez aquí podríamos ver una
oportunidad positiva de la crisis que padecemos); la enfermedad nos purifica de la autosuficiencia, y
así sucesivamente. En segundo lugar, porque los medios purificadores nunca son livianos. Basta pensar
en la lejía o el fuego. La misma agua, que parece más inocente, cuando purifica de verdad no es
tampoco inane. De hecho, el agua del Bautismo es una participación en la muerte de Cristo. Y es de
esto mismo de lo que habla Jesús cuando, increpado por sus adversarios, justifica su acción: el
verdadero templo (del que el de Jerusalén es sólo figura provisional), el lugar de la plena comunicación
con Dios, en el que se puede orar en espíritu y verdad, es el mismo Cristo, su cuerpo. Y es ese
templo-cuerpo el que ha de ser purificado con la purificación de la muerte.
El Cristo crucificado, escándalo para los espíritus delicados, necedad para los entregados a los ídolos
de este mundo, es la fuente de una sabiduría que nos purifica definitivamente de todos los falsos dioses
y restituye nuestra dignidad. Porque el templo que ha de ser purificado es también el templo que somos
cada uno de nosotros y que, si lo miramos bien y sinceramente, también se ha ido llenando de animales
y cambistas, que le roban el espacio a Dios. No seremos unos canallas, vale; incluso podemos decir
que somos “buenas personas”. Pero, ¿estamos seguros de no haberle robado a Dios, poco o mucho, el
espacio que le pertenece sólo a Él? Porque, repitámoslo, nosotros mismos somos templos de Dios, en
los que habita, o quiere habitar el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús.
Si vivimos como olvidados de Dios, los cambistas de un género u otro irán invadiendo el terreno del
lugar sagrado. Y al hacerlo, iremos perdiendo sensibilidad no sólo para Dios, sino también para el bien
debido a los hombres, también templos e imágenes de Dios; abriremos espacios en los que intereses
mezquinos, egoísmos pequeños o grandes, iras y fobias enquistadas, dosis más o menos grandes de
odio, etc. (cada cuál que se examine) se irán adueñando de la escena.
Si todo esto es así, no sería malo que nos dejásemos sacudir por el látigo de Jesús, por el agua
bautismal de la purificación, por el fuego del Espíritu, por el sacramento de la reconciliación. Puede ser
que pasar por ese trago desbarate un poco nuestros enquistados esquemas, pero será un ejercicio
saludable de renovación y de profundización que nos ayudará a entrar en la lógica de esa sabiduría de
la cruz, de una muerte por amor que nos limpia de todos nuestros pecados, nos enseña que el sentido de
la vida y el verdadero culto a Dios está en la entrega generosa de la propia vida, y nos va preparando a
la plena participación (litúrgica dentro de unas semanas, existencial a lo largo de nuestra vida cristiana,
definitiva tras la purificación de la muerte) en la vida de la Resurrección que Jesús nos ha prometido y
ha conquistado ya para todos los que creen en Él y se dejan purificar por Él.
José María Vegas, cmf