III Domingo de Cuaresma, Ciclo B
Segunda Lectura: 1Cor 1, 22-25)
Predicamos a Cristo Crucificado, escándalo para los hombres, pero
sabiduría de Dios para los llamados.
(Cfr. Benedicto XVI, audiencia 29 de octubre de 2008)
Predicamos a Cristo Crucificado, escándalo para los hombres, pero sabiduría
de Dios para los llamados. La búsqueda de señales por parte de los judíos, y de
sabiduría por parte de los griegos, expresa la diferencia entre las posiciones
fundamentales de estas dos culturas. Ante esta realidad el Apóstol san Pablo nos
invita a contemplar, en la cruz de Cristo, la sabiduría de Dios que a través de ella
ha querido realizar su plan de salvación.
La cruz es escándalo y necedad para los que se pierden y fuerza de Dios para
los que se salvan. Lo afirma el Apóstol: “La predicación de la cruz es una necedad
para los que se pierden; mas para los que se salvan -para nosotros- es fuerza de
Dios. (…) Quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación.
Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros
predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los
gentiles” (1 Co 1, 18-23).
Las primeras comunidades cristianas, a las que san Pablo se dirige, saben
muy bien que Jesús ya ha resucitado y vive; el Apóstol quiere recordar, no sólo a
los Corintios o a los Gálatas, sino a todos nosotros, que el Resucitado sigue siendo
siempre Aquel que fue crucificado. El ‘escándalo’ y la ‘necedad’ de la cruz radican
precisamente en el hecho de que donde parece haber sólo fracaso, dolor, derrota,
precisamente allí está todo el poder del Amor ilimitado de Dios, porque la cruz es
expresión de amor y el amor es el verdadero poder que se revela precisamente en
esta aparente debilidad.
San Pablo hizo de la cruz el punto fundamental de su predicación, porque la
cruz revela “el poder de Dios” (cf. 1 Co 1, 24), que es diferente del poder humano,
pues revela su amor: “La necedad divina es más sabia que la sabiduría de los
hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres” (1 Co 1,
25). Nosotros, a siglos de distancia de san Pablo, vemos que en la historia ha
vencido la cruz y no la sabiduría que se opone a la cruz. El Crucificado es sabiduría,
porque manifiesta de verdad quién es Dios, es decir, poder de amor que llega hasta
la cruz para salvar al hombre. Dios se sirve de modos e instrumentos que a
nosotros, a primera vista, nos parecen sólo debilidad.
El Crucificado desvela, por una parte, la debilidad del hombre; y, por otra, el
verdadero poder de Dios, es decir, la gratuidad del amor: precisamente esta
gratuidad total del amor es la verdadera sabiduría. San Pablo lo experimentó
incluso en su carne, como lo testimonia en varios pasajes de su itinerario espiritual,
que se han convertido en puntos de referencia precisos para todo discípulo de
Jesús: “Él me dijo: ‘Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la
flaqueza’” (2 Co 12, 9); y también: “Ha escogido Dios lo débil del mundo para
confundir lo fuerte” (1 Co 1, 28). El Apóstol se identifica hasta tal punto con Cristo
que también él, aun en medio de numerosas pruebas, vive en la fe del Hijo de Dios
que lo amó y se entregó por sus pecados y por los de todos (cf. Ga 1, 4; 2, 20).
San Pablo nos presenta la doctrina sobre la cruz en dos afirmaciones
fundamentales: por una parte, Cristo, a quien Dios ha tratado como pecado en
nuestro favor (v.21), murió por todos (v. 14); por otra, Dios nos ha reconciliado
consigo, no imputándonos nuestras culpas (vv.18-20). Por este “ministerio de la
reconciliación” toda esclavitud ha sido ya rescatada (cf. 1 Co 6, 20; 7, 23). Aquí se
ve cómo todo esto es relevante para nuestra vida. También nosotros debemos
entrar en este “ministerio de la reconciliación”, que supone siempre la renuncia a la
propia superioridad y la elección de la necedad del amor.
San Pablo renunció a su propia vida entregándose totalmente al ministerio de
la reconciliación, de la cruz, que es salvación para todos nosotros. Y también
nosotros debemos saber hacer esto: podemos encontrar nuestra fuerza
precisamente en la humildad del amor y nuestra sabiduría en la debilidad de
renunciar para entrar así en la fuerza de Dios. Todos debemos formar nuestra vida
según esta verdadera sabiduría: no vivir para nosotros mismos, sino vivir en la fe
en el Dios del que todos podemos decir: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí”.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)