Ciclo B. III Domingo de Cuaresma
Mario Yépez, C.M.
Se habla con mucha facilidad de indignación. Todos parecemos tener motivos
suficientes para indignarnos. Y siempre en función del otro. Hasta llegamos a
indignarnos porque los demás no se indignan. ¿Y Dios? Pues parece que él no
puede indignarse. Hablar del misterio de Dios siempre nos ha sido difícil, por lo que
hemos recurrido a proyectar nuestros propios conceptos aunque reconociendo que
no los puede abarcar. Siempre lo sobrepasa. Pero, ¿acaso no podemos proyectar
también en Dios la indignación? Llegaríamos a la conclusión que es el único que
tendría el derecho de hacerlo.
Debemos tener cuidado cuando pretendamos elevar un juicio crítico hacia los
demás. Nunca nos hemos puesto a pensar si yo estuviera viviendo la misma
situación que aquel que se siente indignado. Desde mi situación particular es muy
fácil cuestionar. Pero si los papeles fueran inversos, otro sería nuestro
pensamiento. Esto es tan verdad como el que le demos el crédito del derecho a
indignarse a Dios. Él sí se puso en nuestra situación. Jesús vivió dentro de un
ambiente de incomprensión y fue desde esa realidad de ser un marginado más
desde donde buscó la manera de restablecer la relación con Dios.
De esta manera, aquel momento de indignación ante lo que veía en el Templo de
Jerusalén es colocado por el evangelista Juan como punto de partida de su
manifestación pública a diferencia de los otros evangelistas. Aquello “nuevo” que
trajo con el vino de Caná, en la Galilea de los gentiles, se expresa duramente en la
Jerusalén de las purificaciones con agua y sacrificios rituales que solo están
conduciendo a marginar y separar más al hombre con Dios y al hombre con su
hermano. Y aquí entra a tallar nuevamente la imagen de lo “sagrado”, de aquello
que hoy en día parece que ya no tiene sentido. Esta es la indignación totalmente
clara que se respira en torno a los pasajes que leemos este tercer domingo de
cuaresma. ¿Qué es lo sagrado? Si leemos desde la perspectiva de Cristo el
Decálogo que nos presenta el escrito del Éxodo llegaremos a la conclusión de que
no tenemos algo más sagrado que una relación en dos orientaciones: con Dios y
con el hermano. Esto es lo sagrado en la vida del creyente. Tiene la obligación de
cuidar esta doble relación y esto se convertiría en el mayor motivo de su
indignación si viera que alguien pueda transgredirla. Por eso para Pablo,
anticipándose a lo que se vendría, expone esta confesión de fe que raya la locura y
el escándalo: creó en Cristo y, éste, crucificado. Dios ha tomado rostro humano
para devolverle a su estado primigenio; pero parece que no coincidimos con ello,
porque seguimos obsesionados en crear un mundo a nuestra medida. Nos cuesta
ver el rostro de Dios en el otro. Jesús vino al mundo para que podamos ver a Dios
desde lo más cerca posible, desde nuestro propio rostro, de nuestra propia realidad,
pero nuestra reacción es construir un marco de relación donde todo gira en nuestra
soberbia e interés. El templo de nuestra vida y de nuestra historia se haya más que
resquebrajado y aún a pesar de ello, nos aferramos a tal situación. Buscamos
signos, deseamos sabiduría, pero no somos capaces de buscar la sacralidad del ser
humano y parece que nos resulta mejor desfigurarlo siendo difícil considerarlo ya
así un signo y mucho menos un camino de sabiduría. Es verdad que este tiempo de
cuaresma nos invita a recapacitar, a reconocer nuestro pecado, a reconocer que
somos débiles; pero también nos debe llevar a renovar convicciones y a aceptar la
propuesta de Jesús intentando desde lo práctico a destruir, si es preciso, nuestra
vana seguridad y para poder dejarnos resucitar por él.
Si estamos tan indignados de verdad, levantemos la cabeza ante nuestra salvación
que llega desde un rostro sufriente, desde una mirada tímida, desde una faz
desanimada por las preocupaciones diarias. Déjate abrasar por la pasión de la
novedad que trae Jesús, no de tus pareceres o apreciaciones. “Ponte en el zapato
del otro”, demórate un poco más en juzgar, y al menos siéntete parte de la creíble
indignación de Dios que no puede soportar ver cómo estamos destruyendo esta
creación y está buscando todos los medios posibles para que reaccionemos. Por eso
la Ley de Dios está más allá de un código de conveniencia, de una cuestión de
convergencias de opiniones. El punto de partida no puede estar en lo externo a mí,
sino en lo interior, en lo que me mueve a actuar. Por eso, la ley del Señor es
perfecta y es descanso del alma.
Seguimos en el desierto cuaresmal, en este tiempo de gracia. Siempre me he
puesto a pensar que en medio de tantos pecados que cometemos es evidente que
no merecemos levantar la cabeza ante el misterio de lo divino; pero las cosas son
tan sorprendentes para nosotros en esta relación con Dios, que es Él quien nos pide
que levantemos la cabeza para que aprendamos a descubrirle en la insignificancia
del rostro humano la inmensidad del misterio divino. Tú y yo somos sagrados,
debemos serlo desde Jesús. Si el distinguir las cosas sagradas ha sido una impronta
en la historia de la humanidad, ¿no podemos llegar a considerar sumamente
sagrado nuestra propia naturaleza humana y cuidarla como se cuidan los objetos
sagrados? ¿No habla nuestra existencia de Dios? Si somos el culmen de esta
creación salida de la mano de Dios, ¿no podemos considerarnos sagrado? A ver si
podemos intentar mirar al crucificado e ir más allá de sus llagas y heridas y
entender la plenitud del sacrificio de Jesús por nosotros. Quizá en ello, podamos
descubrir más y mejores razones para reconciliarnos con él.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)