Ciclo B. IV Domingo de Cuaresma
Julio Suescun, C.M.
Dios envió a su Hijo al mundo para salvarlo
Hoy leemos en el evangelio, parte de una conversación que Jesús sostuvo con
Nicodemo. Este era un personaje notable, un fariseo jefe de los judíos.
Seguramente venía dando vueltas en su cabeza a lo que se decía, y tal vez él
mismo había visto, sobre Jesús. Nadie, confiesa, puede hacer los signos que tu
haces, si Dios no está con él (Jn.3,2). Ardía en deseos de hacer muchas preguntas
a Jesús. Le retenía el miedo a ser tachado de traidor a la causa farisea. Y así, para
que no lo vieran, vino a ver a Jesús de noche. La conversación recayó en seguida
sobre la necesidad de renacer a una nueva vida. Jesús le hace una revelación:
“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree
en él tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que el mundo se salve por él”. No es difícil adivinar el efecto que
la conversación con Jesús tuvo en Nicodemo, pero no tenemos datos que confirmen
nuestras suposiciones. Sí sabemos que con otro discípulo oculto, llamado José de
Arimatea, participó en las tareas del entierro de Jesús (Jn. 20,39).
Esta revelación hecha en la conversación de Jesús con Nicodemo, es de interés para
todos los hombres de todos los tiempos y lugares. Dios quiere la salvación de
todos, no su condenación. La prueba de ello es que entregó a su Hijo. Una entrega
que es fruto de su amor a nosotros, no de nuestros méritos. Lamentablemente esta
verdad deja indiferentes a muchos hombres de hoy. Engreídos en su poder, con el
que supuestamente dominan el mundo, piensan que Dios y toda su acción
salvadora son conceptos del pasado, propios de culturas poco evolucionadas. El
hombre moderno cree bastarse a sí mismo y no necesita de Dios para su salvación.
Incluso algunos creyentes piensan que en este mundo no hay más salvación que la
que pueden conseguir con sus propios medios. Lo demás pertenece, si acaso, al
mundo de un «más allá» que ven siempre lejano e impreciso.
Sin embargo San Pablo nos habla de la salvación, de nuestra vida con Cristo, como
de una realidad presente, que hemos conseguido no por nuestros méritos, sino por
puro amor y misericordia de Dios. Y Jesús habla a Nicodemo de una vida nueva,
que no puede ser entendida materialmente, porque ningún hombre adulto puede
volver al vientre de su madre y renacer, sino como vida por el Espíritu que adquiere
el que cree en Cristo. A esta vida renacimos en nuestro bautismo. Es una vida
eterna, porque es la misma vida de Dios que permanece para siempre. Pero es una
vida que disfrutamos ya en el presente, como anticipo y prenda de la vida futura,
cuando se transforme nuestra vida temporal.
Esta fe permite una reinterpretación de todo el acontecer histórico que nos
descubre la voluntad de Dios que nos salva. Los judíos vivían una situación difícil y
desencantada. El autor del Libro de las Crónicas interpreta el destierro como castigo
de Dios. Pero cuando llegó la hora de la restauración del pueblo, Dios se sirvió de
un rey pagano, Ciro. También los creyentes cristianos podemos ver en el acontecer
de la historia, cualquiera que sea su signo, la mano providente de Dios que nos
salva. Y a la luz de esta fe nuestra participación en este acontecer de la vida se
hace urgencia por el crecimiento y manifestación del reino en todos los hombres. El
Concilio Vaticano II escribió que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la
edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al
contrario, les impone como deber el hacerlo (GS.n.34).
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)