Comentario al evangelio del Domingo 18 de Marzo del 2012
A la luz por la cruz
La primera lectura que abre el mensaje de la Palabra
no parece tener una relación clara con el evangelio. Podría entenderse en el sentido del refrán:
“después de la tempestad, viene la calma”; es decir, tras el castigo del exilio, viene la reconciliación y
la vuelta a casa; o, mirando ya directamente al Evangelio, después de la noche llega la luz: a través de
la Cruz (a la que el Hijo del hombre tiene que ser elevado, como la serpiente en el desierto), se
vislumbra ya la luz de la resurrección.
La luz es, de hecho, el tema central del cuarto domingo de Cuaresma (en el ciclo A, que es el que
marca la pauta, se lee el texto del Ciego de Nacimiento). Y de la luz habla Jesús en su conversación
con Nicodemo.
Nicodemo, es bueno recordarlo, fue a ver a Jesús “de noche” (v. 2). Nicodemo es un discípulo
“nocturno”, que rehúye la luz. Es un discípulo “en secreto, por miedo a los judíos” (Jn 19, 38-39), de
esos que “no lo confesaban, para no ser excluidos de la Sinagoga” (Jn 12, 42).
La noche es aquí una situación vital, no un tiempo del día. La noche sirve para esconderse, como
sucede con los que obran perversamente, que detestan la luz, porque los denuncia y pone al descubierto
sus malas obras. Pero también puede servir sencillamente para no arriesgar, para vivir una vida
tranquila, para sí, sin complicaciones. En la noche de la que se habla aquí viven también buenas
personas, como Nicodemo, que mira a Jesús con simpatía, como alguien que viene de Dios, que se
acerca a Él (aunque de noche), lo reconoce como maestro y admira sus obras extraordinarias. Sin
embargo, no da el paso de la fe, de la confesión, del seguimiento. Eso exige salir a luz, arriesgar,
adoptar un modo de vida que te la complica, te pide arriesgar tu estatus social (que, en este caso, es
religioso, en el nuestro puede ser otro, social, político, laboral…), tu prestigio, el buen nombre que te
has labrado; o, quien sabe, tal vez romper con algún otro aspecto inconfesable de la propia vida.
De hecho, la obra buena de la que Jesús habla y que nos acerca a la luz es, ante todo, la confesión de
Jesús como Mesías, y, en consecuencia, la adopción de su modo de vida. Y entonces, inevitablemente,
aparece en el horizonte la cruz. La cruz, tal como se plantea en el evangelio de hoy, en relación con el
creyente temeroso y apocado, nocturno, con Nicodemo, es, efectivamente, la capacidad de arriesgar
las seguridades (sociales, convencionales, incluso religiosas) que son propias de las “buenas personas”,
pero que prefieren creer para sí, de noche, sin confesar públicamente, sin molestar al entorno hostil, en
una palabra, sin aceptar la cruz de Jesús.
El evangelio de hoy, en que encaminamos la recta final de la Cuaresma, nos interroga por la calidad de
nuestra confesión de fe. Puede ser que seamos, también nosotros, creyentes nocturnos, que prefieren la
oscuridad a la luz, aunque nuestras obras no sean perversas. La perversidad de que habla Jesús,
recordémoslo una vez más, es ante todo la ausencia de confesión y testimonio, la falta de valor para
salir a la luz.
La tentación de la noche es permanente, propia de todo tiempo. También en épocas muy cristianas era
difícil dar la cara y confesar hasta la aceptación de la cruz. La época de Jesús era hiperreligiosa.
También lo era, y en sentido cristiano, la de Francisco de Asís o la de Teresa de Jesús. Para ellos, salir
a la luz supuso riesgos, renuncias e incomprensiones. Hoy en día, en nuestro entorno, también hay
dificultades específicas. No vivimos tiempos de persecución violenta (aunque no debemos olvidar, que
hay quienes sí que la padecen, en India o Nigeria, por ejemplo, por el mero hecho de ser cristianos, en
otros lugares, más o menos oficialmente cristianos, por defender causas justas). Pero hoy en el mundo
occidental, cada vez con más claridad, ser cristiano se está convirtiendo en una postura políticamente
incorrecta, mal vista, objeto de una tolerancia desganada y desdeñosa, ya que choca con muchos de los
estándares dominantes en múltiples campos (desde luego en materia sexual, matrimonial, bioética, pero
también en otros). Por eso, también nosotros sentimos la tentación de vivir una fe “a lo Nicodemo”, en
la noche, sin luz ni taquígrafos, en nuestro fuero interno (con la idea esa tan peregrina de que la fe es
“una opción personal”, como si lo personal no tuviera relevancia pública), sin tocar temas
problemáticos (y sacando pecho en los que se atraen el aplauso de lo políticamente correcto), sin
molestar mucho al entorno, en el fondo sin dar testimonio explícito a la luz del día, en una palabra, sin
Cruz.
Pero en la Cruz está Cristo. De eso nos habla hoy la Palabra: un cristianismo sin confesión, sin luz y
sin cruz es, al final, un cristianismo sin Cristo, moralina para espíritus delicados.
Se nos llama hoy, pues, a salir a la luz confesando. No es una luz que Dios nos envíe para
condenarnos, juzgarnos o ponernos en evidencia: “Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al
mundo”; estamos hechos para la luz; y esa luz (de la fe confesada) nos da vida, nos regenera, nos da
fuerzas para realizar “obras según Dios”.
¿Qué obras son esas?
La Cruz de la que nos habla Jesús y que nos hace ya vislumbrar la luz es la manifestación de un amor
inmenso del Padre (“tanto amó Dios al mundo…”), que nos entrega a su Hijo para que nadie perezca,
para que tengamos vida en abundancia, una vida plena, que eso significa vida eterna y que, como con
tanta fuerza dice hoy san Pablo, está ya operando entre nosotros (fijémonos en que usa tiempos en
presente y en pretérito perfecto)
Volvamos brevemente a la primera lectura. Si esa relación entre la situación de penuria (tempestad,
exilio, etc.) con el “happy end” resulta problemática en relación con la compresión del Evangelio, es
porque no se trata de algo automático, como el refrán citado puede dar a entender. No se trata de una
“nueva era” que adviene por combinaciones de estrellas. El Dios que “tanto amó al mundo hasta
entregar a su Hijo” es un Dios dialogal, que no fuerza nuestra libertad. Nos llama a tomar postura, a ir
a verle a plena luz, a hacer la buena obra de confesar a Jesús: “la obra de Dios es que creáis en quien él
ha enviado” (Jn 6, 29). Eso puede llamarse, por ejemplo, participar en la Eucaristía los domingos,
defender sin vergüenza valores cristianos, no tener miedo de confesar que lo somos. Si no lo hacemos
así, estaremos, no sólo permaneciendo en la oscuridad, sino también ocultándoles la luz a otros:
podemos plantearnos el testimonio que estamos dando a los propios hijos: nuestra fe escondida en el
fuero interno puede convertirse en ellos en total ausencia de fe, de luz y de esperanza; podemos estar
ocultando a “las edades (generaciones) futuras la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con
nosotros en Cristo Jesús”, de la que Pablo nos habla hoy con vehemencia.
Es evidente que la fe debe llevar a las buenas obras de ayuda y solidaridad. Eso es una constante de la
verdadera fe. Pero, puesto que esas obras gozan de buena prensa en nuestros días (es uno de los rasgos
positivos del tiempo en que vivimos), y puesto que lo que está en crisis es la raíz explícitamente
religiosa que hace posible esas obras, tal vez Dios nos esté llamando, en estos tiempos aciagos para la
fe, a la buena obra de una confesión explícita, que, sin miedo a las consecuencias, abandone la noche y
salga a la luz.
José María Vegas, cmf