IV Domingo de Cuaresma, Ciclo B
Segunda Lectura: Ef 2, 4-10
“El amor y la misericordia de dios son muy grandes, porque nosotros
estábamos muertos por nuestros pecados y él nos dio la vida con Cristo”
San Pablo en la segunda lectura de la carta a los Efesios nos dice que “Dios,
rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos
por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo” (Ef 2, 4-5). Para expresar esta
realidad de salvación, el Apóstol, además del término “misericordia”, utiliza también
la palabra “amor”, recogida y amplificada ulteriormente en la bellísima afirmación
que hemos escuchado en la página evangélica: “Tanto amó Dios al mundo, que
entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino
que tengan vida eterna” (Jn 3, 16).
Sabemos que ese amor por parte del Padre tuvo un desenlace dramático:
llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz. Si toda la misión y la vida de Jesús es
signo del amor de Dios, lo es de modo muy singular su muerte, en la que se
manifestó plenamente la ternura redentora de Dios. Por consiguiente, siempre,
pero especialmente en este tiempo cuaresmal, la cruz debe estar en el centro de
nuestra meditación; en ella contemplamos la gloria del Señor que resplandece en el
cuerpo martirizado de Jesús. Precisamente en esta entrega total de sí se manifiesta
la grandeza de Dios, que es amor.
Todo cristiano estamos llamado a comprender, vivir y testimoniar con
nuestra existencia la gloria del Crucificado. La cruz -la entrega de sí mismo del Hijo
de Dios- es, en definitiva, el ‘signo’ por excelencia que se nos ha dado para
comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios: todos hemos sido creados y
redimidos por un Dios que por amor inmoló a su Hijo único. Por eso, en la cruz “se
realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al
hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical” (Deus caritas est 12).
¡Cuántos, también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su
Iglesia, buscan la misericordia divina, y esperan un ‘signo’ que toque su mente y su
corazón! Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente suficiente. En él
podemos comprender la verdad de la vida y obtener la salvación. Este es el anuncio
central de la Iglesia, que no cambia a lo largo de los siglos. Por tanto, la fe cristiana
no es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta
experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de
actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor.
La misericordia del Señor se reveló de modo total y definitivo en el misterio
de la cruz: “A la humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el
poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece como don su
amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que
convierte los corazones y da la paz”… ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de
comprender y acoger la Misericordia divina!” (JP II Regina Caeli, n. 2: L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 8 de abril de 2005, p. 5).
Cristo nos revela a Dios que es Padre, revela a Dios “rico de misericordia”,
como leemos en san Pablo en la segunda lectura de hoy. Hagamos presente al
Padre en cuanto amor y misericordia (CEC 231; el ser mismo de Dios es Amor. Al
enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios
revela su secreto más íntimo (cf. 1 Cor 2,7-16; Ef 3,9-12); Él mismo es una eterna
comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar
en Él.
Comprendamos y acojamos el amor misericordioso de Dios; que este sea
nuestro compromiso, sobre todo en el seno de las familias y también en todos los
ámbitos del barrio; sigamos luchando por hacer de nuestra parroquia una
comunidad viva, dedicada a testimoniar el amor de Dios, Padre misericordioso,
amor que es el verdadero secreto de la alegría cristiana. A la Virgen le pedimos que
encienda en nuestro corazón la chispa de la gracia de Dios, ayudándonos a
transmitir al mundo el fuego de la Misericordia divina. Que María nos obtenga a
todos el don de la unidad y de la paz: la unidad de la fe, la unidad del espíritu y del
pensamiento, la unidad de las familias; la paz de los corazones.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)