EL DOMINGO DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA B
(Jeremías 31:31-34; Hebreos 5:7-9; Juan 12:20-33)
El viejo yace en la cama hospitalaria. No dice nada. Tampoco responde a preguntas
con cabeza o los ojos. Su familia tiene que decidir si o no tendrá puesta una sonda
de alimentacin. Pero a lo mejor él sabe que, como Jesús en el evangelio hoy, “ha
llegado la hora”. Solamente le queda hacer las últimas preparaciones para la
muerte. Es experiencia que la gran mayoría de nosotros tendremos un día. Pues,
sea este año, en veinte años, o en el siglo próximo, como en el caso de los
recientes nacidos, todos vamos a morir.
“Seor, quisiéramos ver a Jesús” dicen los griegos en el principio de la lectura.
Querremos dar eco a esta frase en la última hora. Más que todo queremos ver cara
a cara a quien hemos llamado “nuestro Seor” desde la niez. Hasta ahora slo
hemos leído sus palabras y visto su reflexión en dibujos. Ahora anhelamos que se
cumpla la profecía de Jesús, “…donde yo esté, también esté mi servidor”.
Sin embargo, no estamos calmados en la agonía. Más bien, sentimos la misma
perturbacin de Jesús cuando exclama, “Tengo miedo”. En nuestros casos
reconocemos nuestros pecados que somos varios. En cuestiones de los apetitos,
hemos silenciado la conciencia para seguir el instinto como bestias. En situaciones
de responsabilidad, hemos mentido para evitar la culpa de nuestras indiscreciones.
Y en cuanto a los necesitados, les hemos pistado las esperanzas en nuestro apuro.
¿Cómo va a juzgarnos el Señor – preguntamos a nosotros mismo – por todos estos
delitos? Aún más inquietante persiste la duda que no vaya a ser juicio después la
muerte, que la religión haya sido sólo un juego para mantener el respeto de los
demás.
De algún modo agarramos la fe que pone detrás de nosotros las dudas. Hacemos la
nuestra la oracin de Jesús, “Padre, dale gloria a tu nombre”. Eso es, por el nombre
de Dios que nuestros pecados sean perdonados y nuestras almas aceptadas en la
vida eterna. No somos los únicos pecadores ni los más grandes. Más al caso, Dios
desde siempre se ha revelado a Sí mismo como pura misericordia a aquellos que Le
vuelvan con corazón sincero. Él es como la baya que les da refugio a todos los
barcos con el buen sentido a dirigirse a ella en la tormenta.
Al menos podemos decir que hemos tratado de servirlo. Asistíamos en la misa
dominical, cuidábamos a nuestros niños, y aportábamos las caridades. Cada vez
más procurábamos mostrar mayor prontitud en nuestra entrega. Nos ofrecimos a
nosotros como ministros en la parroquia. Aun declaramos el amor para Dios ante
los blasfemos. Ahora, en nuestros últimos momentos, queremos seguirlo a la vida
eterna. Con todo corazn deseamos ver cumplidas sus palabras, “El que quiera
servirme, que me siga”.
También rezamos en las últimas horas por nuestros niños y las generaciones
futuras. En la lectura Jesús predice, “Cuando sea levantado atraeré a todos hacia
mí”. Está refiriéndose al misterio pascual en que él será levantado tanto en la cruz
como en la resurrección. Queremos que nuestras muertes atraigan a nuestros
conocidos no a nosotros sino a él. No nos importa ahora que reciban títulos
universitarios o que ganen millones, sino que sean gente generosa, fiel, y
compasiva. Somos como el sabio poeta que al nacimiento de su hija le escribió
deseándole la belleza pero no aquel tipo que pierda la bondad.
Ahora la genta está rayando las calles de México. Quieren ver al papa. Sí, tienen
miedo de los narcotraficantes pero lo ponen detrás de ellos. Aunque han visto a
Benedicto XVI en fotos, ya van a verlo cara a cara. Con el mismo corazón queremos
ver el rostro de Jesús en la muerte. Queremos ver el rostro de Jesús.
Padre Carmelo Mele, O.P .