Domingo de Ramos
El Hijo de Dios, anonadado hasta la cruz
El Domingo de Ramos al comienzo de la semana Santa ofrece dos motivos
fundamentales para la celebración de la comunidad cristiana: la manifestación
mesiánica de Jesús en las inmediaciones de Jerusalén (Mc 11,1-11) y el gran relato
bíblico de la Pasión (Mc 14-15), ambos tomados este año del evangelio de Marcos.
En el primer relato, lejos de las categorías de triunfalismo y de exaltación del poder
del supuesto mesías esperado por Israel, el evangelio de Marcos presenta a Jesús
como Señor y como Mesías, pero de manera sorprendente. La soberanía de Jesús
es la de la humildad y la sencillez. Su grandeza es la de ser servidor de los otros y
su autoridad la del que va a ser crucificado para revelarnos dónde y cómo podemos
encontrarnos con Dios en esta tierra. Este Jesús, anonadado y humillado
hasta la cruz, rompe los esquemas humanos de representación mesiánica y divina.
El Señor humilde en Jerusalén
En Marcos no hay una “entrada triunfal en Jerusalén”, sino una confrontacin
mesiánica de Jesús, más bien dramática, con la ciudad, que le conducirá a la cruz,
tras un conflicto de muerte. El señorío real de Jesús queda patente ante sus
discípulos, que realizan su mandato de proporcionar un pollino para la realización
de un gesto mesiánico simbólico de carácter profético (cf. Zac 9,9). La dignidad
mesiánica se muestra al sentarse Jesús sobre el pollino. Éste es un animal digno y
majestuoso, pero a la vez sencillo, humilde y pacífico. El pollino no es tratado aquí
como un animal de carga, sino como el que sirve para realzar la figura de Jesús.
Pero no se trata de un caballo, poderoso y violento, como corresponde a los reyes
de la tierra. Asimismo la manifestación popular entusiasta no consiste en un desfile
militar sino en una alegría espontánea de seguidores, que esperan al que viene en
nombre del Señor, pero sin entender bien en qué consiste su mesianismo. El grito
de “Hosanna” significa “Seor, sálvanos”. En esa multitud puede quedar
representada la humanidad de los humildes y sencillos que, lejos del poder
establecido, anhelan la llegada del Señor y Salvador. Sin embargo, la segunda
aclamación deja entrever la incomprensión de la multitud acerca de la identidad de
Jesús. Su confusión está en creer en el reino del padre David, reduciendo así la
comprensión del Reino de Dios a una cuestión de poder político. La multitud sabe
que desea y espera la salvación, pero no entiende el modo concreto en que ésta se
va a manifestar a través de la persona de Jesús. Jesús es una vez más
incomprendido, como antes lo había sido ante Pedro, el apóstol.
En realidad la escena no transcurre en Jerusalén sino en el monte que está enfrente
de Jerusalén, más exactamente frente al templo. Y en confrontación con el templo
es como se plantea el mesianismo de Jesús, el cual después entra en el templo y se
marcha inmediatamente tras ver lo que allí estaba pasando.
El revelador relato de la Pasión
El relato de la Pasión revela la tensión dramática de todo el Evangelio. Sus temas
fundamentales son la identidad de Jesús como Hijo de Dios y el templo, cuyo velo,
desgarrado en dos tras la muerte de Jesús, muestra la ineficacia y caducidad de
dicha institución religiosa para seguir representando el espacio de la presencia de
Dios en esta tierra. Ambos temas están presentes en la acusación de Jesús ante el
sanedrín, en las burlas ante la cruz y en la muerte de Jesús. Las palabras del
centurión pagano al pie de la cruz constituyen la revelación más solemne de todo el
evangelio de Marcos y su objetivo primordial: “Verdaderamente este hombre era
Hijo de Dios” (Mc 15,39). Aquel hombre extranjero debió quedar impresionado por
el tipo de muerte de Jesús. Su declaración reveladora de la identidad profunda de
Jesús, planteada y sugerida a lo largo de todo el Evangelio, surge tras fijarse en la
forma de morir Jesús. No le impacta ninguna otra circunstancia, sino sólo el ver que
había expirado así. El modo de la muerte se convierte en algo verdaderamente
revelador y relevante para comprender los dos temas principales de la Pasión,
anteriormente señalados. Por tanto ¿Cómo murió según Marcos?
Jesús murió en la cruz y seguramente por asfixia. En esas condiciones produce un
gran impacto el hecho de que Jesús, ya sin fuerzas, casi sin aliento y
exhausto, “gritara con voz potente”: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” (Mt 27,45; Mc 15,43). Esto no es una palabra, es un grito potente.
Es un grito desgarrador. Expresa un sentimiento de abandono, de rebeldía y casi de
desesperación. En estas circunstancias es muy difícil sentirse hijo y es muy difícil
invocar a Dios como Padre si éste tiene que ver directamente con este modo de
muerte. Jesús vive la incertidumbre y el fracaso en el momento definitivo y estalla
en un grito que suena a rebeldía y desconsuelo. Es la interpelación radical del
hombre a Dios. No se entiende la muerte, ni mucho menos la forma concreta de
esta muerte. Por eso Jesús lo dice en su lengua materna, en arameo, y así lo
registra Marcos, el primer evangelista que lo puso por escrito: “Eloí Eloí, lammá
sabactaní”. Lleva el sello de la más viva autenticidad. La materna es la lengua de
los sentimientos, de las emociones y de las experiencias más fuertes. Aunque sea
una expresión conocida del comienzo del Salmo 22,2, aquí no se cita el Salmo
entero, sino que se habla a Dios, se le grita a Dios y se le cuestiona al mismo Dios,
con esas palabras del Salmo.
La traducción griega del evangelista Marcos de aquellas palabras arameas trastoca
un poco la pregunta sobre el porqué y permite abrir un interrogante mayor que
abarque no sólo la causa y el porqué del abandono de Dios, sino también el destino
último de Jesús: “Dios mío, Dios mío ¿a qué me has abandonado?”, que es como
decir: ¿A qué estoy abocado? ¿Dónde acabará esta experiencia de abandono
radical, esta soledad tan profunda y este destino fatal? El hombre Jesús, que muere
sin respuesta, es la expresión más trágica de la humanidad en toda su crudeza. En
este grito de abandono, de soledad y de tristeza inmensa, muy próxima a la
desesperación, Jesús es el más solidario y universal de los seres humanos, es el
más cercano a toda persona en sus últimas preguntas. Aquí, más tarde o más
temprano, coincidimos creyentes y no creyentes, gentes de todas las razas, pueblos
y lenguas. La coincidencia se ve no desde la resolución de la pregunta, sino desde
el planteamiento de la misma. Esta frase es la palabra más universal frente a la
muerte como abismo y muestra la más radical incomprensión de la muerte y
especialmente de la muerte injusta. ¡Quién de nosotros no ha dicho alguna vez algo
semejante a: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!”.
La pregunta de Jesús se dirige a un interlocutor y tiene un destinatario, y aunque
éste calle, Jesús sabe que está ahí. La fe no sólo no apaga la pregunta sino que da
importancia a aquél a quien va dirigida. Es importante tener la firme esperanza de
que alguien pueda responder y, algún día o de algún modo, la responderá. Cuando
nosotros nos la planteemos pensemos que este hombre Jesús, el Hijo de Dios, pasó
por la mismísima experiencia y se planteó gritando esa cuestión. Tal vez sintamos
su compañía y su extrema solidaridad con todo ser humano y experimentemos el
abrazo que Jesús da a toda persona en la más trágica situación de la vida. ¿No será
esta profunda solidaridad de Jesús con la limitación humana el misterio que
encierra ese grito sin que se resuelva en una respuesta?
Saber que hay un tú en la pregunta de Jesús no garantiza una respuesta, pero
desde la ausencia, desde el silencio y desde el abismo, se vislumbra una esperanza.
Como reproducía un judío en el gueto de Varsovia: “Creo en el sol, aunque no
brille, creo en el amor, aunque yo no lo sienta, creo en Dios, aunque yo no pueda
verlo”. El dolor inmerecido, la muerte violenta e injusta han provocado la más
desconcertante de las revelaciones. La pasión hasta la entrega de la vida por amor
ha revelado algo que de Dios no sabíamos todavía, ha revelado que Dios es este
Jesús, anonadado y ninguneado en la cruz.
El cambio de mentalidad y del corazón, al que nos apela Marcos al comienzo de su
Evangelio (Mc 1,15), es decir, la auténtica metanoia , consiste en percibir,
comprender y asumir que Jesús es el Dios que no hizo alarde de su categoría
divina, sino que despojándose de su rango, seanonadó , y se hizo siervo de todos
hasta la entrega de su vida en la muerte, y además, en una muerte de cruz (cfr. Flp
2, 5-8). El rebajamiento hasta el extremo del todo-poderoso que se ha hecho
un todo-nada, tal como ha sido mostrado por Pablo en este maravilloso himno de
Filipenses convulsiona todas las precomprensiones de Dios, que en Jesús crucificado
revela lo inaudito del Evangelio: Jesús no es el Mesías ni el Dios del poder, sino el
del servicio; el crucificado no es el Mesías ni el Dios del éxito, sino el de la entrega
en el silencio; el abandonado por todos no es el Mesías ni el Dios del triunfo, sino el
de la humildad en su amor universal. Este Hombre, Jesús, es el Señor y el Hijo de
Dios. Y en él y por medio de él Dios se hace presente de forma paradójica en los
últimos de la historia, en los ninguneados de la vida, en los que no cuentan, en
todos los crucificados, especialmente como víctimas de las injusticias, corrupciones,
desidias e insidias humanas.
El paso decisivo para convertirse en discípulo de Jesús y participar en su Reino, no
será otro que reconocer en este hombre, Jesús, al Hijo de Dios, cuando, como el
centurión, contemplemos su muerte en la cruz. Ahora se confirma lo que hace
varios domingos celebrábamos, que el cuerpo de Cristo Crucificado es el nuevo y
definitivo templo de Dios en el mundo, que él es otro templo, en calidad y en
especie, y no una reforma ni una purificación del antiguo, porque el viejo templo ha
sido desgarrado en dos, de arriba abajo, y a este nuevo templo tienen acceso todos
los seres humanos, como aquel centurión extranjero y no sólo el sumo sacerdote de
Jerusalén. Sólo con esta reorientación de la mirada hacia Jesús en la cruz y, con él,
hacia todas las víctimas de la injusticia y los sufrientes de este mundo, se producirá
en nosotros la auténtica conversión y el verdadero cambio de mentalidad y de
comprensión del Mesías que nos pedía el evangelio al principio de la Cuaresma.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura