Domingo de Resurrección (B)
Lecturas: Hch 10,34.37-43; S. 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9
Homilía del P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
¡Hemos resucitado con Cristo!
La verdad de la resurrección de Cristo es la más
importante de nuestra fe. Incluye otras: la verdad de que
Dios existe, la verdad de la Trinidad, la verdad de que Jesús
es el Hijo de Dios hecho hombre, de que ha muerto por
nuestros pecados, de que ha resucitado para nuestra
salvación, de que todo el que cree en Él ha resucitado con
Él y vive de Él.
“Porque me has visto, has creído –dijo a Tomás Jesús
en una aparición–. Dichosos los que crean sin haber visto”
(Jn 20,29). Somos nosotros los que no vieron, pero
creemos. Creemos que ha resucitado y que está vivo y que
vive cerca y dentro de nosotros.
Hemos reflexionado sobre ello cuando hemos
meditado los efectos del bautismo. Hoy lo hacemos de
nuevo y con más fuerza: “Ya que ustedes han resucitado
con Cristo ”; “sepultados con Él en el bautismo, también con
Él ustedes han resucitado por la fe en la acción de Dios, que
le resucitó de entre los muertos y a ustedes… los vivificó
juntamente con él y nos perdonó todos nuestros delitos”
(Col 2,12-13); porque “nosotros sabemos que hemos
pasado de la muerte a la vida” (1Jn 3,14) y “estando ya
reconciliados, seremos salvos por su vida ” (Ro 5,10), ya
que “todo el que vive y cree en mí –dice el Señor– no
morirá jamás” (Jn 11,26).
Aunque sea brevemente, meditemos sobre este
maravilla de la cercanía más aún de la presencia de Jesús
resucitado en nuestras vidas y en la vida de la Iglesia.
Porque también son palabras suyas: “Donde dos o tres se
reúnan en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt
18,20) y sobre todo: “Y sepan que yo estoy con ustedes
todos los días hasta el fin de los siglos” (Mt 28,20), dichas
precisamente tras la resurrección.
Nos cuesta creer. No nos extrañe. A los dos de
Emaús, que llegan entusiasmados por la aparición de Jesús
en su camino y se encuentran con una comunidad
igualmente entusiasta, porque “de verdad que ha resucitado
y se ha aparecido a Simón” (Lc 24,34), sin embargo no les
creyeron (Mc 16,13). Y se les aparece Jesús allí mismo y
todavía, algunos al menos, creen ver un espíritu (Lc 24,37).
No se trata de fórmulas poéticas. Es verdad que “ha
resucitado” y que también nosotros “hemos resucitado con
Cristo”, y que “nuestra vida es la de Cristo” y que
“comemos y bebemos con él después de su resurrección
(Hch 10,41). Él está resucitado en la Eucaristía; él preside
nuestras misas, él ofrece con nosotros su sacrificio por la
salvación del mundo; él inspira y sostiene al Papa y a los
obispos y sacerdotes en la predicación de su palabra; él nos
perdona y alimenta en la confesión y la comunión; él nos
inspira y da gusto en la meditación de su mensaje y
escucha, alienta y eleva nuestra oración; él nos da fuerza
para perdonar, para aceptar con humildad y corregir
nuestros defectos; él nos levanta y sostiene para seguir
cuando la cruz nos pesa demasiado.
El Señor nunca está lejos de nosotros. Si su luz y su
Espíritu parece que lo están, es porque nos falta la fe
necesaria, como a los discípulos en aquel día. Les ardía el
corazón y no se daban que la causa era que el Señor iba
con ellos y era quien les explicaba las escrituras (v. Lc
24,32). Si tuviéramos fe como un granito de mostaza en
que Cristo resucitado nos acompaña y está en la Iglesia,
todo cambiaría para nosotros. Una vez más recordemos: “El
justo vive de la fe” (Ga 3,11).
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Juan es buen ejemplo. Oída la noticia, corriendo fue
al sepulcro. Entró tras Pedro y examinó todo con cuidado.
“Vio y creyó”. ¿Qué importancia tiene Cristo en nuestra
vida? ¿Está pendiente de dónde está Cristo, de qué me
pide, de cuál es su voluntad, de qué le gusta que haga? ¿Te
das cuenta del mensaje de las cosas que te pasan en la
vida? ¿Le das las gracias por lo que te anima y estimula
para el bien y lo aprovechas? ¿Captas rápido lo que te
desvía de tus buenos propósitos y te esfuerzas por
superarlo?
Punto fundamental para vivir esta presencia de Cristo
resucitado es el de nuestra conciencia de miembros de la
Iglesia. Todas las apariciones de los evangelios tienen una
dimensión eclesial. Se realizan al grupo de discípulos y
creyentes o son para hacer regresar a él a los que se
alejan, como en el caso de los dos de Emaús. Santo Tomás
no estaba con los doce el domingo de resurrección y no
tuvo la experiencia de Jesús resucitado; pero permaneció
en el grupo y tuvo la gran suerte del perdón a su infidelidad
y del premio a su permanencia. Quien se separa de la
Iglesia, se separa de Cristo; quien permanece, lo encuentra.
Cristo es la cabeza y el cuerpo es la Iglesia. El
miembro que se separa del cuerpo de la Iglesia, pierde la
vida y se separa de Cristo. Vivamos en la fe de la Iglesia,
en la disciplina de la Iglesia, en el amor a la Iglesia.
Lo dicho vale a pesar de que el pecado también esté
presente en la Iglesia. A veces se olvida aquello de San
Pedro, de que el Demonio, como león rugiente, está
buscando a quién devorar (1P 5,8). Hasta en el Paraíso hizo
pecar el Demonio a Adán y Eva. Hasta el fin del mundo el
Reino de Dios será semejante a un campo en el que Dios
siembra trigo y el enemigo siembra cizaña (Mt 13,37ss).
Pero “el cielo y la tierra pasarán, pero la palabra de Cristo
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no pasará” (Mt 24,35) y esta palabra nos asegura a todos
que Cristo “está con sus discípulos hasta el fin de los siglos”
(Mt 28,20) y que “las puertas (el poder) del infierno no
prevalecerán contra la Iglesia” (Mt 16,18).
Cristo ha resucitado. Hemos resucitado con Cristo. La
fe en Cristo resucitado es la antorcha olímpica que nos
ilumina y da vida; la mostramos al mundo para que
también resucite.
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