Domingo II de Pascua del ciclo B.
¿Influye la Resurrección de Jesús en nuestra vida?
Meditación de JN. 20, 19-31.
"Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando las
puertas cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por miedo de los
judíos, vino Jesús, y puesto en medio, les dijo: Paz a vosotros" (JN. 20, 19).
Jesús resucitó el primer día de la semana. Este hecho es significativo, porque, la
hora en que Nuestro Señor venció a la muerte, simboliza el momento en que
Nuestro Santo Padre empezó a renovarnos. Si Jesús padeció, nosotros también
seremos capaces de sobrellevar el sufrimiento con dignidad, pues, si tenemos fe en
el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, ello será posible para nosotros. Si Jesús venció
a la muerte, cuando llegue el momento oportuno, también venceremos a la muerte.
Los discípulos de Nuestro Señor estaban reunidos en la noche del primer día de la
semana. A los seguidores de Jesús les costaba creer en la Resurrección de Nuestro
Salvador. Como aún no habían recibido el Espíritu Santo, creían en Jesús como en
un amigo muy estimado, pero eran incapaces de aceptar al Mesías, tal como
Nuestro Señor requiere que lo hagamos todos cuantos afirmamos creer en El.
Para creer que Jesús ha resucitado de entre los muertos, no es necesario
contemplar su tumba vacía, pues, algunos que vieron vacío el sepulcro del Señor,
creyeron que habían robado el cadáver del Salvador de la humanidad.
Para creer que Jesús ha resucitado, no necesitamos ver milagros, porque, cuando
el Señor vivió en Palestina, llevó a cabo muchos signos, y fueron pocos los que
creyeron que El es el Mesías de Dios.
Para creer que Jesús ha resucitado, nos es necesario aceptar el Evangelio sin
rebatirlo, vivir la doctrina predicada por Nuestro Señor, y esforzarnos en aumentar
el número de creyentes, tanto con nuestra predicación, como con el buen ejemplo
de cristianos comprometidos, con la plena instauración del Reino de Dios, entre
nosotros.
Quizá no creemos que Jesús ha resucitado de entre los muertos, porque no
tenemos suficiente fe en el Señor. Quizá pensamos que Jesús fue un gran hombre,
que su solidaridad fue digna de imitar, pero no podemos -o no queremos- aceptarlo
como Dios, porque el Cristianismo no se reduce a una ideología, pues es una forma
de vivir.
Los Apóstoles del Mesías estaban reunidos durante la noche, y tenían las puertas
cerradas, por miedo a las represalias que las autoridades judías podían tomar
contra ellos. No es descartable el hecho de que hayamos decidido aceptar la parte
de la doctrina de Jesús que nos interese, si lo único que nos importa de nuestra
religión es tomar los elementos necesarios de la misma, para crearnos un dios a
nuestra imagen y semejanza. Posiblemente decimos que tenemos fe, pero no
hacemos nada, ni para fortalecer nuestra creencia en Dios, ni para favorecer a
Nuestro Santo Padre en sus hijos los hombres, porque no amamos a Dios como
para dar la cara por la difusión del Evangelio.
Dios no puede adaptarse a nosotros, pues, siendo El el mayor ejemplo de amor a
imitar, debemos ser nosotros quienes cumplamos su voluntad. No podemos ser
cristianos a medias. No podemos aceptar las creencias de nuestra religión que nos
interesen para creer que Jesús ha vencido a la muerte.
Jesús se les apareció a sus amigos, a pesar de que estaban cerradas las puertas
del lugar en que estaban reunidos. El Cuerpo de Nuestro Señor Resucitado es como
el nuestro, pero tiene propiedades espirituales, lo cual se demuestra, por su
capacidad de hacerse presente en cualquier lugar, aunque estén cerradas las
puertas que acceden al mismo.
Jesús Resucitado se les apareció a sus discípulos, y se puso en medio del grupo
de sus amigos. Este hecho me sugiere el pensamiento de que debemos dejar que la
doctrina predicada por Nuestro Salvador sea el centro de nuestra vida. Para vivir
plenamente el cumplimiento de la voluntad de Dios, no solo debemos consagrar
nuestros esfuerzos a la consecución del alcance de las metas que nos proponemos,
pues también hemos de hacerlo, para servir a Dios en nuestros prójimos,
intentando solventar las carencias de nuestros hermanos los hombres. Si
sustituimos la forma de pensar y actuar que tenemos por la forma de pensar y
proceder de Cristo, podremos cumplir la voluntad de Nuestro Santo Padre, que
consiste en que alcancemos la plenitud de la dicha, viviendo en su presencia.
Nuestro Señor les deseó y transmitió su paz a sus amigos. Recordemos que no
podemos vivir como buenos hijos de Dios, si no nos esforzamos por vivir en paz, y,
en cuanto depende de nosotros, por recuperar el amor, la confianza y el respeto, de
aquellos con quienes dejamos de mantener buenas relaciones. La paz cristiana no
es compatible con el rencor y la desconfianza. No podemos cumplir la voluntad de
Nuestro Santo Padre, si no somos capaces de vencer la turbación, ni de controlar
las pasiones que se oponen al ejercicio de la citada virtud.
No podemos alcanzar la paz cristiana por nuestro medio, pero podemos recibir la
misma, porque es una virtud divina, que nos concede el Espíritu Santo, si nos
esforzamos en vencer las pasiones que se oponen a ella. Recordemos las siguientes
palabras de San Agustín:
"El que te creó sin ti, no te salvará sin ti".
El Espíritu Santo no deja de asistirnos, pero, al mismo tiempo que nos infunde
sus dones, es necesario que ejercitemos los mismos, con tal de no perderlos. Dado
que Dios nos ha creado libres, no nos puede salvar si no lo dejamos santificarnos,
así pues, este es el sentido en que nos es necesario hacer el bien para ser salvos.
Viviremos en la presencia de Nuestro Padre común porque Nuestro Criador nos
ama, pero, si no cumplimos su voluntad, ello significa que lo rechazamos.
"Y cuando les hubo dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y los discípulos
se regocijaron viendo al Señor" (JN. 20, 20).
Jesús Resucitado no se nos ha aparecido, pero, por la fe que profesamos, lo
recibimos en la Eucaristía, y lo vemos sufriendo con quienes lloran, y gozándose
con quienes son felices, de hecho, si no vemos al Señor en nuestros prójimos los
hombres, ello significa que la fe que tenemos en Dios no es plena. Tal como Jesús
evangelizó a quienes fueron sus Apóstoles, y, después de resucitar de entre los
muertos, comenzó a formarlos nuevamente, haciéndoles recuperar la fe perdida,
debemos estar dispuestos a seguir creciendo espiritualmente, mediante la vivencia
de nuestro ciclo vital de formación, acción y oración. No podremos cumplir la
voluntad de dios perfectamente valiéndonos de nuestros medios, pero, en cada
ocasión que erremos, el Señor nos ayudará a seguir recorriendo el camino de la
salvación.
"Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así
también yo os envío" (JN. 20, 21).
La aceptación de la Resurrección de Jesús, impulsó a los Apóstoles de Nuestro
Señor, a considerar la posibilidad, de reemprender su actividad evangelizadora.
La Resurrección de Jesús, no es un acontecimiento que celebramos anualmente
porque forma parte de una tradición muy antigua, sino nuestro punto de apoyo,
para cumplir la voluntad de Nuestro Santo Padre.
Tal como los Apóstoles de Jesús fueron instruidos por el Señor durante los
primeros cuarenta días de Pascua para reanudar su actividad evangelizadora, y
enseñados a actuar bajo las inspiraciones del Espíritu Santo, debemos imitar a tales
siervos de Nuestro Salvador, formándonos mediante el estudio constante de la
biblia y los documentos de la Iglesia, haciendo el bien para ejercitar los dones que
hemos recibido del Espíritu Santo, y dedicándole tiempo a la oración, porque, si no
oramos, ello significa que no creemos en Dios.
Jesús nos envía a predicar y hacer el bien de la misma forma que Nuestro Santo
Padre lo envió a Palestina a evangelizarnos y redimirnos, pero, ¿cómo podremos
cumplir la voluntad de Dios perfectamente?
"Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo" (JN. 20, 22).
No podemos cumplir la voluntad de dios perfectamente por causa de nuestra
imperfección, pero, si nos dejamos impulsar por el Espíritu Santo, sí podremos
hacerlo, en conformidad con el nivel de perfección que alcancemos.
Dejémonos impulsar por el Espíritu Santo imitando la ciega obediencia de los
niños pequeños que no cuestionan la autoridad de sus padres. Dios no quiere
salvarnos sin que colaboremos en tan ardua empresa, y desea que le ayudemos a
salvar al mundo. Esta es la razón que nos hace pensar que, si queremos que
nuestra cruz sea llevadera, es bueno que carguemos con las cruces de nuestros
prójimos, porque ello nos ayuda a no desanimarnos, al pensar que hay en el mundo
quienes sufren más que nosotros, lo cual nos hace pensar que no debemos perder
el tiempo quejándonos, porque tenemos muchas actividades que realizar.
Jesús depositó una gran confianza en sus Apóstoles, cuando instituyó el
Sacramento de la Penitencia.
"A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los
retuviereis, les son retenidos" (JN. 20, 23).
Dios perdona nuestros pecados, por medio de sus ministros. La confesión ante
nuestros sacerdotes nos ayuda a concienciarnos de la gravedad del pecado, y a
comprometernos a vivir cumpliendo la voluntad de Nuestro Santo Padre.
Recordemos las siguientes palabras de San Pablo:
"De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas
pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios, quien nos
reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; que
Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a
los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación.
Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio
de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios" (2 COR. 5,
17-20).
Dado que Jesús sabe que nuestra fe es débil para comunicarnos con Dios, y que
corremos el peligro de crearnos una divinidad a nuestra imagen y semejanza, el
Señor ha instituido el Sacramento de la Penitencia, para que no nos desviemos del
cumplimiento de la voluntad de Nuestro Santo Padre. Dios nos perdona los pecados
que cometemos, pero, para que ello suceda, es necesario que nos comprometamos
a enmendar los errores que cometemos, y a corregir las conductas inadecuadas.
"De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo
lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo" (MT. 18, 18).
Cuando nos confesamos, los sacerdotes no nos perdonan los pecados que
cometemos en su nombre, sino en el Nombre de Dios, pues son intermediarios ante
Nuestro Santo Padre y nosotros. Hacer esta afirmación, significa que los sacerdotes
no nos remiten los pecados por sí mismos, porque es Dios quien actúa por
mediación de sus ministros, ya que sabe que nos cuesta percatarnos de su
presencia en nuestra vida, por causa de la debilidad de nuestra fe.
Los poderes de atar y desatar que Jesús les transmitió a sus ministros, son la
potestad que los tales tienen de posibilitarnos el hecho de realizarnos cumpliendo la
voluntad de Nuestro Santo Padre, y de prohibirnos llevar a cabo las obras que
atentan contra la santificación de nuestra alma.
Quienes no aceptan el hecho de que nos confesemos ante los sacerdotes de
Cristo, pueden utilizar el siguiente pasaje bíblico, para apoyar su razonamiento:
"así dice Yahveh:
Maldito sea aquel que fía en hombre,
y hace de la carne su apoyo,
y de Yahveh se aparta en su corazón" (JER. 17, 5).
Quienes rechazan la confesión sacramental, pueden valerse del citado extracto de
la Profecía de Jeremías, para afirmar que son malditos quienes creen que se les
remiten sus pecados por medio de los sacerdotes, dado que no son los tales
quienes deben perdonarles sus transgresiones en el cumplimiento de la Ley divina,
sino Dios. Se puede llegar a este razonamiento, por medio de una instrucción
bíblica insuficiente, o a través de la manipulación consciente de la biblia, pues,
quienes nos acusan de contradecir a Dios a quienes somos receptores del
Sacramento de la Penitencia, omiten de su consideración, este otro versículo de
Jeremías:
"Bendito sea quel que fía en Yahveh,
pues no defraudará Yahveh su confianza" (JER. 17, 7).
La meditación de los dos versículos de Jeremías correcta, nos induce a pensar
que el citado Profeta consideraba malditos a quienes desconfiaban de Dios, y vivían
inspirados en sus razonamientos humanos. La meditación de ambos extractos
bíblicos separados carece de sentido porque la biblia no se contradice a sí misma,
pero, quienes la desconocen, o son partidarios de manipularla para alcanzar sus
objetivos, pueden ser inducidos al engaño, o mentir conscientemente.
En el mismo capítulo de Jeremías del que estamos considerando algunos
versículos, se describe implícitamente la razón por la que necesitamos confesarnos.
"El corazón es lo más retorcido;
no tiene arreglo: ¿quién lo conoce?
Yo, Yahveh, exploro el corazón,
pruebo los riñones,
para dar a cada cual según su camino,
según el fruto de sus obras" (JER. 17, 9-10).
En el precursorado de San Juan Bautista, se anunció la futura institución del
Sacramento de la Penitencia, por parte de Jesús, Nuestro Señor.
"Bautizaba Juan en el desierto, y predicaba el bautismo de arrepentimiento para
perdón de pecados. Y salían a él toda la provincia de Judea, y todos los de
Jerusalén; y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados" (MC.
1, 4-5).
San Juan Bautista confesaba a quienes bautizaba, pero no tenía el poder que
Jesús les dio a sus Apóstoles, para perdonar pecados, en Nombre de Dios.
El Sacramento de la Penitencia no es un invento de la Iglesia.
"Y muchos de los que habían creído venían, confesando y dando cuenta de sus
hechos" (HCH. 19, 18).
Si quienes se confesaban en Efeso le hubieran pedido a Dios perdón
secretamente, no hubieran recurrido a la Reconciliación sacramental, porque lo
hubieran estimado innecesario.
En la Carta bíblica de Santiago, también se nos habla de los Sacramentos de la
Penitencia y la Extremaunción.
"¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren
por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al
enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiere cometido pecados, le serán
perdonados. Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para
que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho" (ST. 5, 14-16).
Notemos cómo Santiago les escribió a sus lectores que los Sacramentos no
habían de ser administrados por laicos, sino por presbíteros, por causa de su
dedicación al cumplimiento de la voluntad del Señor, y de su gran formación, que
aventaja el conocimiento de los seglares.
Los Sacramentos son signos, porque nos permiten captar sus efectos, por medio
de la fe que profesamos, de hecho, no podemos captar los frutos sacramentales,
valiéndonos del conocimiento científico.
Quienes conocemos a Dios, lo hemos aceptado, y hemos sido bautizados, solo
tenemos un medio para que se nos perdonen los pecados, el cual es el Sacramento
de la Penitencia, que también es llamado Sacramento de la conversión, porque,
cuando nos arrepentimos sinceramente de haber pecado, realiza
sacramentalmente, nuestro retorno a la presencia de Nuestro Santo Padre. Esta es
la razón por la que leemos en la Carta bíblica a los Hebreos:
"Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento
de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda
expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios"
(HEB. 10, 26-27).
Si después de haber sido redimidos por Cristo pecamos deliberadamente, ¿qué ha
de hacer Dios para perdonarnos, si rechazamos el sacrificio de Jesús?
Aunque la recepción del Bautismo significa que adoptamos el compromiso de
esforzarnos en ser purificados, el hecho de ser imperfectos, es indicativo de que no
estaremos exentos de pecar. Si nos arrepentimos sinceramente de pecar, Dios nos
perdonará siempre, a pesar de que cometamos los mismos fallos muchas veces.
Dado que el Sacramento de la Confesión es el único medio de que disponemos
para alcanzar el perdón divino, ello significa que nuestros pecados mortales -o
graves- no nos serán retenidos si los confesamos, a menos que no podamos recibir
este Sacramento, y anticipemos la recepción del perdón de Dios, por medio de la
realización de un acto de contrición perfecta, acompañado del propósito de
confesarnos, en cuanto nos sea posible hacerlo. La contrición perfecta significa que
hemos de sentir rechazo hacia el pecado, no por causa del miedo a ser condenados,
ni por el daño ocasionado por nuestras obras, sino por cuanto hemos ofendido a
Dios, quien es la personificación de la bondad infinita. No pretendo afirmar que
debemos aborrecer el mal solo pensando que ofende a Dios sin importarnos el daño
que podemos causar, sino que la ofensa a Dios debe ser nuestra primera prioridad
que ha de inducirnos a suplicar su perdón.
A lo largo de los años que he predicado el Evangelio en Internet, me he
encontrado con algunos de mis lectores que no han querido confesarse, temiendo
que sus confesores no les concedan el perdón divino. Los confesores solo nos
retienen los pecados durante el tiempo que no nos hayan dispuestos a
enmendarnos, porque dios no puede estar relacionado con la impureza. Si tenemos
el propósito de corregirnos aunque fallemos en nuestro empeño de ser santificados
con el paso del tiempo, seremos perdonados por dios, porque Nuestro Santo Padre
comprende que actuamos intentando superar nuestra humana debilidad, que es
tendente a hacernos fracasar muchas veces, lo cual nos sirve para comprobar la
fuerza con que intentamos superarnos en cada ocasión que erramos.
Después de confesarnos, en cuanto nos sea posible, debemos reparar el daño que
hemos hecho, además de cumplir la penitencia que nos imponga nuestro confesor.
"Pero Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús
vino. Le dijeron, pues, los otros discípulos: Al Señor hemos visto. El les dijo: Si no
viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los
clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré" (JN. 20, 24-25).
Cuando el padre de San Juan Bautista supo que su mujer concibiría y daría a luz
a su hijo, le preguntó al ángel que le hizo tal revelación:
"¿En qué conoceré esto? Porque yo soy viejo, y mi mujer es de edad avanzada"
(CF. LC. 1, 18).
Zacarías no creyó al ángel que se le manifestó, pues le preguntó: ¿Cómo es
posible que sea verdad lo que me has dicho, si tanto mi mujer como yo somos
ancianos? Es curioso constatar cómo Zacarías, después de haber ejercido el
sacerdocio durante muchos años, no tenía fe en Dios, y cómo María, -la Madre de
Jesús-, sin tener una buena instrucción religiosa, creía fielmente en Yahveh, pues
ella le dijo a San Gabriel, en el episodio de la Anunciación:
"¿Cómo será esto? pues no conozco varón" (CF. LC. 1, 34).
Mientras Zacarías le dijo al ángel de su revelación: Lo que me dices no puede ser
cierto, Nuestra Santa Madre, le dijo a San Gabriel: ¿Cómo será posible que yo
pueda ser madre, sin haberme relacionado con ningún hombre?
Zacarías se negó a creer en Dios, y, Nuestra Santa Madre, sin comprender el
designio divino, se arriesgó a creer en Yahveh, porque, el hecho de tener un Hijo,
estando comprometida en matrimonio con San José, podía costarle la vida, si, el
actual Patrón de nuestra Santa Madre la Iglesia, no quería reconocer al Niño como
Hijo.
Si Jesús accedió a reavivar la fe de Santo Tomás, ello sucedió porque Nuestro
Señor sabía que su Apóstol no negaba su Resurrección exigiéndole pruebas a Dios
bajo la creencia de que las mismas no se le podrían aportar nunca, sino porque
había sufrido, y necesitaba conocer a fondo la realidad, para poder aceptarla.
Jesús les dijo a los oyentes de su discurso escatológico:
"Mirad que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo
soy el Cristo; y a muchos engañarán" (MT. 24, 4-5).
El deseo de Santo Tomás de estar seguro de que Jesús había resucitado no es
pecaminoso. También nosotros debemos estar seguros de a quién creemos y de lo
que creemos, pues, San Juan Apóstol y Evangelista, escribió en su primera Carta:
"Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios;
porque muchos falsos profetas han salido por el mundo" (1 JN. 4, 1).
Quizá nos sucede que asistimos a la celebración de la Eucaristía dominical por
tradición y rutina, y no conocemos la fe que afirmamos que profesamos. Tal
desconocimiento y la carencia de predicadores que tenemos que consuelen a
quienes sufren, es el terreno excelente que encuentran muchos detractores de
nuestra fe, que, si no consiguen llevarse a nuestros hermanos a su terreno, hacen
que pierdan su débil fe en Dios, y que vaguen por el mundo sin encontrarle sentido
a su existencia. Si fuéramos conscientes de la gravedad que supone el
desconocimiento de la Palabra de Dios, empezaríamos a comprender la razón por la
que tanto la biblia como los documentos de la Iglesia hacen tanto hincapié en el
hecho de que conozcamos y amemos a dios, y vivamos cumpliendo su santa
voluntad, incesantemente.
"Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás.
Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, y se puso en medio y les dijo: Paz a
vosotros. Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu
mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente" (JN. 20, 26-27).
De la misma manera que Santo Tomás creyó que Jesús había resucitado de entre
los muertos al tocar las heridas de Jesús, deberíamos avivar nuestra fe, por medio
del estudio de la biblia y los documentos de la Iglesia, el ejercicio de los dones del
Espíritu Santo, y la incesante práctica de la oración.
"Si, pues, habéis resucitado con Cristo, -nos dice San Pablo-, buscad las cosas de
arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de
arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida
con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros
también seréis manifestados con él en gloria... Y todo lo que hacéis, sea de palabra
o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre
por medio de él" (COL. 3, 1-4. 17).
"Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío! Jesús le dijo:
Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y
creyeron" (JN. 20, 28-29).
Aunque las palabras que Santo Tomás le dijo a Jesús constituyen una jaculatoria
muy útil para aumentar nuestra fe en los ratos de contemplación, para Nuestro
Salvador, es más digna de mérito la fe de quienes no le hemos visto, que la
credulidad de quienes pudieron tocar su Cuerpo resucitado.
"Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las
cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que
Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre"
(JN. 20, 30-31).
Concluyamos esta meditación, pidiéndole a Nuestro Padre común, que el Espíritu
Santo siga infundiéndonos sus dones, para que, el cumplimiento de su voluntad,
mantenga encendida la llama de nuestra fe, hasta que concluya la plena
instauración de su Reino de amor y paz, entre nosotros. Que así sea.
José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com