Ciclo B. II Domingo de Pascua o Domingo de la Divina Misericordia, Ciclo B.
Julio Suescun, C.M.
No seas incrédulo, sino creyente (Jn. 20,19-31)
La octava de Pascua que hoy termina, es como un gran día que se prolonga desde
el amanecer del día de la Resurrección del Señor hasta el encuentro con Jesús
vivo, al caer de la tarde. En ella se nos invita a recorrer el camino que media entre
la incredulidad y la fe.
Aquel primer día de la semana parece que históricamente fue muy ajetreado.
Comenzó con el sobresalto por los sucesos acaecidos en torno al sepulcro: El
cadáver de Jesús no se encontraba allí, pero todo estaba en orden; las mujeres
hablaban de visiones de ángeles que decían que Jesús estaba vivo, que era inútil
buscarle entre los muertos, pero que a él no lo habían visto; la Magdalena, que se
había quedado llorando junto al sepulcro, viene diciendo que ha visto al Señor que
llamándole por su nombre le ha dado un encargo para los discípulos; algunos, no
haciendo caso de las mujeres, se habían marchado desconsolados a la finca de
Emaús. Ahora, al atardecer, están casi todos en casa, con las puertas bien
cerradas por miedo a los judíos. No fueran a hacer con ellos lo que acababan de
hacer con Jesús. Pedro ya había experimentado este miedo, cuando calentándose
al fuego en el atrio de la casa del Sumo Sacerdote, negó a Jesús ante la acusación
de una criada. Parece que a pesar de haber transcurrido casi completamente el día,
todavía no se ha hecho claridad en los corazones de los discípulos. Algunos no
creen en la resurrección de Jesús. Han de recorrer el camino desde la incredulidad a
la fe.
De repente entra Jesús y puesto en medio, les tranquiliza deseándoles la paz; les
muestra sus manos y el costado; efectivamente se trata del crucificado, que ahora
está delante de ellos, vivo. Se llenaron de alegría al ver al Señor. Por fin todo
estaba claro, se habían disipado las tinieblas de la duda y de la incredulidad. Ahora
Jesús continúa en ellos la misión de perdón y salvación que el Padre le confiara:
Como me envió el Padre, así os envío yo. Y soplando sobre ellos, les comunicó el
Espíritu para el perdón de los pecados. Aquel poder, que los fariseos reconocían
propio y exclusivo de Dios, y que Jesús demostró que le pertenecía por naturaleza,
lo comparte ahora con los suyos.
Uno de los que permanecían todavía en la noche, era Tomás. No estaba con todos
cuando vino Jesús. El todavía no lo ha visto. Por eso cuando llega a casa y
encuentra el gozoso alboroto de los que dicen que han visto al Señor, reclama: A
mi, que me lo demuestren, que me dejen meter mi dedo en el agujero de sus
clavos y mi mano en su costado para ver si de verdad se trata de Jesús a quien yo
vi clavado en la cruz. Jesús accede a la exigencia de Tomas. A los ocho días,
estando Tomás en la reunión con todos, Jesús vuelve a presentarse de la misma
manera e invita a Tomás a tocar su cuerpo. Pero ya no hace falta tocar nada. Ante
Jesús vivo, Tomás hace su profesión de fe: Señor mío y Dios mío. Tomás está
viendo al crucificado, pero su fe le está descubriendo en él a su Dios y Señor. Y es
que la visión de la fe alcanza una realidad que no pueden alcanzar los sentidos.
Las palabras que dirige Jesús a Tomás nos consuelan a los creyentes de todos los
tiempos: Dichosos los que crean sin haber visto. No es necesario ver con los ojos
de la cara para creer en Cristo Resucitado. La fe nos conduce hasta él desde los
signos sacramentales de su presencia. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea
en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el
mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies
eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando
alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando
se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente, por
último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde
están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos”.
(Vaticano II,SC.) Y no podemos olvidar el encuentro con él en la persona de los
pequeños, de los necesitados, pues cada vez que lo hicisteis con estos mis
hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt.25,40). Y así, por la práctica del
culto cristiano y el ejercicio de la caridad, podemos pasar de la incredulidad a la fe.
El olvido de estas mismas prácticas nos mantiene en la incredulidad o nos lleva a
ella.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)