Homilías Domingo Tercero de Pascua (Ciclo B)
+ Lectura del santo Evangelio según san Lucas
En aquel tiempo contaban los discípulos lo que les había acontecido en el
camino y cómo reconocieron a Jesús en el partir el pan. Mientras hablaban,
se presentó Jesús en medio de sus discípulos y les dijo: - Paz a vosotros.
Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo: -¿Por
qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis
manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un
fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.
Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer
por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: - ¿Tenéis ahí algo que comer?
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de
ellos. Y les dijo: -Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que
todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí,
tenía que cumplirse.
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y
añadió: -Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los
muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el
perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.
Palabra del Señor
Homilías
(A)
¿Por qué vamos a Misa los domingos?
¿Por inercia? ¿Por herencia? ¿Por si acaso...?
Sería interesante que hiciéramos una encuesta entre los que “van a Misa”.
O, sencillamente, que nos interrogáramos con sinceridad cada uno de
nosotros mismos, para averiguar los auténticos motivos de nuestra
asistencia y depurarlos. Caminamos hacia un tipo de sociedad en la que
cada vez en menos medida se impondrá lo religioso por motivos
sociológicos. Interesa, pues, tener buenos y auténticos motivos.
Pensemos cómo preparamos un encuentro con una persona querida. Si la
cita está concertada con antelación, soñamos con ella, imaginamos cómo va
a ser la primera palabra, el primer gesto. Repasamos cuanto queremos
decir. Y es frecuente que para el encuentro llevemos un regalo, como
expresión de lo que queremos compartir. Y es que vamos a un encuentro
que nos interesa, nos ilusiona y nos importa.
A nuestra reunin del domingo, “a la Misa”, ¿por qué vamos los cristianos?
Pues debiéramos de ir, por ejemplo:
Porque es una reunión con los hermanos, donde vamos a ver en común
cómo marchan las cosas comunes y en donde vamos a examinarnos
seriamente de aquello que constituye la mejor y mayor asignatura del
cristianismo: el amor.
Porque es una reunión en la que, aun cuando sea brevemente, vamos a
saborear con tranquilidad y sosiego la riqueza insondable de la palabra de
Dios, que marca la ruta a seguir toda la semana.
Porque es una reunión en la que debe ponerse de relieve cuáles son los
problemas fundamentales de nuestra comunidad; de aquella más próxima a
nosotros y de aquella otra, grande e inmensa, que se extiende por todo el
mundo.
Porque es una reunión en la que todos debiéramos ver cómo la Iglesia debe
contestar hoy, al hombre de hoy, para que éste le entienda. Cómo debe la
Iglesia de hoy hablar al hombre del taller, de la fábrica, la oficina, la
universidad...
Porque es una reunión convocada por Cristo y Cristo no es un fantasma,
sino un ser vivo que está en medio de nosotros, y que nos mira, y que nos
habla, y que nos espera.
Por esto y por muchas otras razones debiéramos los cristianos ir a Misa.
Claro que inevitablemente debemos reconocer que esa reunión viva y
palpitante apenas tiene nada que ver con la mayoría de las Misas que se
celebran, esas Misas en las que nadie se conoce, en las que nadie comparte
nada, en las que la Palabra de Dios es, con demasiada frecuencia, una sarta
de cosas mal ensambladas y peor dichas, que apenas calan en aquéllos que,
mientras dura el “sermn”, se aburren soberanamente en los bancos y
desean con todas sus fuerzas que acabe pronto (y no les falta razón).
Pero, aun reconociendo que ello es así, los cristianos debemos ir a Misa no
por cumplir, ni porque lo hicieron nuestros padres, ni porque, si no vamos,
nos queda un sentimiento de culpabilidad. Hay que buscar otros motivos,
aun cuando muchas de las Misas que conocemos no los justifiquen.
A pesar de todo, algo haremos si hoy nos interrogamos y... que cada palo
aguante su vela, y que cada uno modifique y cambie su intención en la
medida que esté a su alcance. Lo importante es que cada uno de nosotros
tenga auténticos y buenos motivos para acudir gozosamente a la reunión
que Cristo convoca, seguro de encontrarle allí para compartir con nosotros
el pescado y el fuego.
(B)
Se ha señalado, con razón, que los relatos pascuales nos describen con
frecuencia el encuentro del Resucitado con los suyos en el marco de una
comida.
Sin duda, el relato más significativo es el de los discípulos de Emaús.
Aquellos caminantes cansados que acogen al compañero desconocido de
viaje, y se sientan juntos a cenar, descubren al resucitado “al partir el pan”,
término con que las primeras comunidades designaban a la Eucaristía.
Sin duda, la Eucaristía es lugar privilegiado para que los creyentes abramos
“los ojos de la fe”, y nos encontremos con el Seor Resucitado que alimenta
y fortalece nuestras vidas, con su mismo cuerpo y sangre.
Los cristianos hemos olvidado, con frecuencia, que sólo a partir de la
resurrección, podemos captar en toda su hondura, el verdadero misterio de
la presencia de Cristo en la Eucaristía.
Es el Resucitado quien se hace presente en medio de nosotros, ofreciéndose
sacramentalmente como pan de vida. Y la comunión, no es sino la
anticipación sacramental de nuestro encuentro definitivo con el Señor
Resucitado. El valor y la fuerza de la Eucaristía nos viene del Resucitado que
continúa ofreciéndonos su vida, entregada ya por nosotros en la cruz.
De ahí, que la Eucaristía debiera ser para los creyentes, principio de vida e
impulso de un estilo nuevo de resucitados. Y si no es así, debemos
preguntarnos si no estaremos traicionándola con nuestra mediocridad de
vida cristiana.
Las comunidades cristianas debemos hacer un esfuerzo serio por revitalizar
la Eucaristía dominical. No se puede vivir plenamente la adhesión al
Resucitado, sin reunirnos el día del Señor a celebrar la Eucaristía, unidos a
toda la comunidad creyente. Un creyente no puede vivir “sin el domingo”.
Una comunidad no puede crecer sin alimentarse de la Cena del Señor.
Necesitamos comulgar con Cristo Resucitado, pues todavía estamos lejos de
identificarnos con su estilo nuevo de vida. Y desde Cristo necesitamos
realizar la comunión entre nosotros, pues estamos demasiado divididos y
enfrentados unos con otros.
No se trata sólo de cuidar nuestra participación viva en la liturgia
eucarística, negando luego con nuestra vida lo que celebramos en el
sacramento. Partir el pan, no es sólo una celebración cultual, sino un estilo
de vivir compartiendo, en solidaridad con tantos necesitados de justicia,
defensa y amor. No olvidemos que comulgamos con Cristo cuando nos
solidarizamos con los más pequeños de los suyos.
Así pues, reconocer a Cristo en la Eucaristía, supone un compromiso en la
línea de la Vida Nueva inaugurada por Él..
Si unos cristianos no están en actitud de caridad y apertura hacia los
demás, no pueden celebrar tranquilamente la Eucaristía.
¿Qué diría el resucitado de muchas de nuestras Eucaristías, de muchas
comunidades cristianas, que se reúnen para celebrar la Misa, pero no se
preocupan para nada de las necesidades del hermano, de las injusticias y
situaciones de discriminación...?
Nos diría que no hemos entendido lo que es la Eucaristía. Aunque las
celebremos con cantos, flores y palabras bonitas, si falta la caridad con el
hermano, mal podremos reconocer a Cristo, en su gesto de entrega por los
hermanos.
La Eucaristía nos ha de llevar del “Partir el Pan” al “repartir nuestro pan”.
Aquí en la celebración de la Eucaristía, cuando partimos el pan, adquirimos
el compromiso de repartir nuestro pan, nuestro tiempo, nuestros bienes con
los demás. Y en estos gestos se mide la sinceridad de lo que aquí estamos
celebrando.
La Eucaristía, es también un compromiso de crear comunión entre nosotros
y con todos los hermanos... y hasta tenemos en ella un gesto de paz, ¿pero
este gesto es realmente un signo o es una comedia? Una de las quejas más
comunes contra la Misa es ésta: gente que asiste a la Eucaristía y se pone
en primera fila, y luego son los primeros en faltar a la caridad o en hacer la
vida imposible a los demás. ¿Puede compaginarse la Eucaristía con la
injusticia?
No es que haya que esperar a que no haya injusticias en el mundo, para
celebrar la Eucaristía. Pero ¿podemos en verdad empezarla sin el propósito
firme de trabajar para que no las haya?
Por una parte, congregarnos para la Eucaristía es signo de que ya nos unen
muchas cosas: la misma fe, buscamos la misma luz de su Palabra;
participamos de las mismas esperanzas y en las mismas dificultades.
¡Compartimos tantas cosas con los demás, aunque no les conozcamos!...
Pero debe ser, también, signo de que queremos progresar en esa
fraternidad universal. Que estamos dispuestos a trabajar en serio por
nuestra reconciliación y la de todos. No nos puede dejar tan tranquilos el
que falte la caridad y la justicia a nuestro alrededor. El podéis ir en paz, no
significa que todo está bien, que la Eucaristía bendice nuestras situaciones.
Al revés. El habernos encontrado para escuchar la misma Palabra y
participar del Pan y el Vino, debe darnos estímulo para ponernos a trabajar
y corregir nuestra despreocupación ante los problemas del hermano.
Así pues, queridos hermanos, la Eucaristía es mucho más que una
celebración cultual. Es un compromiso y un estímulo. Más que mirar al
pasado nos invita a mirar al futuro, porque hay una tarea enorme que
siempre está empezando: que este mundo nuestro pase decididamente a la
nueva vida de Cristo Resucitado, vida que significa justicia, caridad,
reconciliación y paz.
Y todavía, esto está muy lejos de haberse conseguido.
Pidamos, hoy, a Cristo Resucitado, el coraje para seguir afanosamente en
ese empeño, y que sepamos encontrar la fuerza para nuestra tarea, en la
Eucaristía, en el partir el pan...
(C)
“Paz a vosotros...”
En las apariciones de Cristo resucitado esta frase se repite constantemente.
Es como un regalo espléndido que Cristo quiere dejar a los suyos para que
éstos lo vayan transmitiendo de generación en generación.
Después de tanta zozobra, miedo, escondite, inquietud y duda, el gran
regalo de Cristo a los suyos se resume en una palabra. PAZ.
Es el gran ideal del hombre y gran ausente de nuestro mundo.
El hombre actual apenas vive en paz. Aparece permanentemente agitado,
alienado, frustrado, decepcionado. En actitud acechante, desconfiado,
hastiado y desequilibrado. Aparece, en un palabra, sin paz. Y aparece así
porque su armonía interior se ha desorganizado, porque persigue valores y
realidades que no son tan importantes como aparecen y en cuya
consecución está dejando parte de su vida interior...
Los resultados de esa pérdida de paz personal no pueden ser más funestos:
el hombre no está satisfecho de sí mismo, no vive contento, no disfruta con
las pequeñas cosas de cada día.
Y junto a la pérdida de esa paz individual nuestro mundo conoce desde
antiguo la pérdida de la paz colectiva. Hoy, el mundo suspira por la paz y
ella se aleja del horizonte del modo más lamentable. Y todo porque
predomina el egoísmo sobre el amor, la intransigencia sobre la
comprensión, el odio sobre la misericordia, la injusticia sobre la justicia. Y
todo porque el hombre no quiere ver en el hombre a su hermano sino a su
enemigo.
Por eso resulta tan entrañable y alentador el gran regalo de Cristo a los
suyos: la Paz. Es curioso que si hemos hecho alguna experiencia de vivir
con un poquito de sinceridad el cristianismo, hayamos experimentado que
la paz se hacía presente en nuestra vida. Es curioso que si hemos dejado de
tener como valores fundamentales el dinero, el poder, el prestigio y un
largo etcétera de posibilidades semejantes hayamos experimentado que la
paz nos invadía. Es curioso que si nos hemos comprometido en el trabajo
atento y carioso con el “otro”, hemos puesto a su disposicin lo que somos
y lo que tenemos, hayamos experimentado que la paz se colaba en nuestro
interior y que la armonía se restablecía en nuestro ser. Es curioso que
cuando hemos dejado de contemplar al prójimo como un enemigo en
potencia para catalogarlo como un hermano haya desaparecido ese
aguijoneamiento permanente que se instala en lo más profundo de nuestro
ser en ocasiones. Es curioso que cuando hemos pretendido vivir un poquito
como cristianos hayamos descubierto que no entendemos cómo el hombre
pueda estar permanentemente inquieto, alienado, frustrado y traumatizado.
Y es curioso que sabiendo todo esto no nos decidimos de verdad a aceptar
con toda generosidad el regalo de Cristo en su Pascua: la Paz, y hacer
traslado de ésta al mundo, que la espera con toda impaciencia, harto ya de
tanta mentira como escucha y de tanta tomadura de pelo como se reparte
con toda seriedad por los cuatro puntos cardinales del planeta, al que los
cristianos estamos llamados a cambiar y convertirlo en un sitio habitable,
donde los hombres puedan sentirse orgullosos de serlo y estén convencidos
de que la vida es algo que merece vivirse con toda la ilusión del mundo.