III Domingo de Pascua, Ciclo B
¿ASOMBRADOS O ATÓNITOS?
Padre Pedrojosé Ynaraja
Quedémonos, por ahora, en atónitos, y será suficiente. Todos vosotros, mis
queridos jóvenes lectores, sabéis, que si uno ha recibido una triste noticia
impactante y ha permanecido rumiándola en su interior, si al cabo de un tiempo se
entera de que no era tal su gravedad, no por ello, de inmediato, se pondrá a cantar
y bailar, olvidando de repente, el mal rato que pasó.
Algo de esto les ocurriría a los Apóstoles. Pese a que uno solo de ellos, el jovencito
Juan, había sido testigo de la muerte del Señor, y Pedro, seguramente, quedó
desolado, cuando le miró el Maestro, como si un tsunami de gran magnitud le
hubiera invadido su corazón, la amargura de ambos la contagiarían a los demás. Así
que, por muy convincentes que resultaran los encuentros con Jesús, no acabaría de
desaparecer la angustia que aquellos tres días de muerte y sepultura habían vivido.
Usando un ejemplo actual, sabréis que, pese a suprimir un archivo, o formatear un
soporte, todavía queda latente, en la mayoría de los casos, la huella de un
documento.
La resurrección no es lo mismo que la resucitación. En el primer caso, se trata de
abandonar la cárcel de los dos barrotes, el espacio y el tiempo y las limitaciones
que supone lo que llamamos materia o biología, para existir libre de estas ataduras
o condicionamientos físicos. Os confieso que me preocupa mucho saber algo de lo
que es el cuerpo humano y cada vez me resulta más difícil tener alguna noción
segura. Os lo digo porque pienso que más que saber qué es, conocemos su
comportamiento en la realidad histórica, e identificamos su existir al observar cómo
realiza las funciones peculiares, sea el dormir, comer, caminar, sus ademanes al
hablar…
La resucitación es otra cosa. Tenemos noticia evangélica de algunos casos.
Ejemplos son la joven a la que se dirige con aquellas palabras: talita Kumi (chica
levántate), uno de los raros casos en que los evangelistas nos han trasmitido las
mismísimas palabras del Señor. El hijo de la viuda de Naín y, el más espectacular y
comprometido caso, el de su amigo Lázaro. Todos ellos volvieron a la vida histórica
y fallecerían posteriormente, empezando entonces la realidad trascendente de la
eternidad.
Que quede claro que en el caso de Jesús, su cadáver no conoció la corrupción, no
revivió, existe libre de ataduras físicas en la Trascendencia que llamamos Cielo u
otra vida. ¡Ha resucitado, afirmamos!
Se aparecía y le reconocían con bastante seguridad, cosa que les dejaba atónitos,
pero no acababan de creérselo y continuaban con sus faenas profesionales
anteriores a haber conocido al Maestro, faltándoles coraje y entusiasmo.
Paradójicamente, no fue este el caso de María Magdalena, ni, evidentemente, el de
María su madre, pese a que en esta ocasión no se nos hable de ello. ¡excepcionales,
como casi siempre, las mujeres!
El Señor quería que de atónitos pasasen al asombro y pese a que parezca que son
sinónimos, hay bastante diferencia. En el relato que aparece en el evangelio de la
misa de hoy, para estimular a los apóstoles, se dispone a darles una muestra de
que no se trata de un encuentro fantasmagórico sino humano y les pide alimento,
para que le vean que come, una función típicamente de los seres vivos que pueblan
la tierra (¡vete a saber cual pueda ser la de otros seres de otros cuerpos celestes y
de otras épocas, si es que han existido!) Pues bien, le ofrecen un alimento típico de
su tierra, la baja Galilea, el pescado. Probablemente lo llevarían en su zurrón y
sazonado con sal, procedimiento que se efectuaba especialmente en Mágdala y con
tal primor, que sus exportaciones llegaban hasta la misma Roma. Por si no me he
explicado bien, acudiré a un ejemplo que todavía perdura y que seguramente
conoceréis todos: los arenques comunes, el bacalao seco o los arenques nórdicos.
Le dieron un trozo y se lo comió, cosa que los fantasmas, caso de que existieran,
no harían.
Os confío, mis queridos jóvenes lectores, que los que habitualmente nos reunimos
para celebrar la misa en la iglesia parroquial, vamos el día 1 de mayo a una ermita
de la que soy capellán, celebramos misa y después asamos pescados entero, del
tamaño del que tendrían los del tiempo de Jesús y lo comemos alegremente, en
memoria del Señor. Os decía que en el caso del relato de este domingo estaría
conservado en salazón, pero como en otro relato de San Juan, nos cuenta el
evangelio que junto a la orilla del lago se encontró con unos cuantos de ellos y
compartió lo que tenía suyo, cocinado a la brasa, con algunos ejemplares fruto de
la prodigiosa pesca, a nuestro yantar, le llamamos comida de resucitado y nos sabe
a gloria.
No soy partidario de acudir a restaurante cuando no estoy de viaje, pero estando
en casa, acompañando a una conversación de amigos, el que bebamos un té
beduino, mate en honor de costumbres hispanoamericanas, humus como se come
en Tierra Santa o migas como las preparaba mi madre, cualquiera de estos gestos,
ayuda a que el ambiente goce de tintes amigables, creando también un reflejo
condicional, que facilitará la confianza en futuros encuentros.
Acompaña al gesto de comer el pescado del relato evangélico, la demostración de
que lo que le ocurrió estaba preparado y anunciado en textos proféticos. Es una
lección de filosofía de la historia. En una cátedra podría ser aburrida, contada por
un amigo, en un tal ambiente, se recibe con interés. Tanto tuvieron y tanto les
gustó, que nos lo confiaron por escrito.