Vigilia pascual, ciclo B.
Renovemos nuestro pacto bautismal.
Durante los cuarenta días del tiempo de preparación de la Pascua, nos hemos
preparado para celebrar, no solo esta Vigilia, sino la cincuentena de Pascua.
Imitemos a los primeros cristianos que pasaban la noche del Sábado Santo o de
Gloria meditando los pasajes más relevantes de la Historia de la salvación, para
disponerse a vivir, no de cualquier manera, sino cumpliendo la siguiente instrucción
de San Pablo:
"Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos" (EF. 5, 1).
¿Cómo podemos imitar a Dios? Santiago, -el primo hermano de Jesús-, nos
instruye, en los siguientes términos:
“Acercaos a Dios, y Dios se acercará a vosotros. ¡Limpiad vuestras manos,
pecadores! ¡Purificad vuestros corazones los que os portáis con doblez!” (ST. 4, 8).
¿Cómo podemos acercarnos a Dios?
Podemos acercarnos a Dios por medio de la oración, ya que la misma consiste en
hablar, tanto con Nuestro Padre común, como con aquellos de sus siervos que han
alcanzado la santidad.
Podemos acercarnos a Dios siendo caritativos, pues el amor de Dios no se reduce
a dar limosna, sino a compartir las dádivas espirituales y materiales que Nuestro
Santo Padre nos ha concedido.
Para acercarnos a Dios, no debemos pensar ni actuar como nos incita a hacerlo el
mundo ni como nos gustaría hacerlo a nosotros, pues debemos imitar al Dios Uno y
Trino.
¿Somos conscientes del gran precio que ha pagado Cristo para redimirnos? Si
nuestra respuesta a esta pregunta es afirmativa, debemos aprender el camino que
nos toca recorrer junto a Nuestro Salvador, porque, en lo que compete a nosotros,
nuestro pacto bautismal no se reduce exclusivamente a la adopción del compromiso
de orar cuando deseemos hacerlo, o de limitar nuestra fe a la asistencia a la
Eucaristía dominical. La oración es esencial para nuestra vivencia de la fe y el
Sacramento de la Eucaristía es el centro de nuestra vida de creyentes, pero, si no
nos comprometemos a vivir imitando el ejemplo que nos dejó Nuestro Señor
cuando vivió en Palestina, no podremos cumplir la voluntad de Nuestro Santo
Padre.
Jesús fue crucificado por y para los hombres del pasado, del presente y del
futuro. Todos estamos relacionados con la crucifixión del Unigénito de Dios.
¿Participamos de la cruz del Señor consolando a quienes sufren y ayudando a
quienes tienen carencias espirituales y materiales?
¿Colaboramos con quienes crucificaron a Jesús ignorando las ocasiones que
tenemos de hacer el bien?
¿Hemos compartido nuestro dolor con Jesús durante las horas de su Pasión
viviendo dignamente las dificultades que tenemos y haciéndoles soportables sus
pruebas a quienes sufren al mismo tiempo?
Aunque no fueron muchos los testigos de la resurrección de Lázaro, el citado
hecho se difundió, y muchos judíos fueron a Jerusalén a celebrar la Pascua,
pensando en la posibilidad de ver a Lázaro y a Jesús, no con la intención de
aumentar su fe en el Señor, sino para curiosear. No le pidamos milagros a Dios
para poder creer en El, y no esperemos que sean otros quienes cumplan la voluntad
de Nuestro Santo Padre antes de hacerlo nosotros, pues no debemos actuar para
complacer al mundo ni para ver cumplidos nuestros deseos, sino para obedecer a
Aquel cuya voluntad consiste en que alcancemos la plenitud de la felicidad.
¿Por qué creemos en Dios?
Cuando el Señor predicó el Evangelio en Palestina, se ganó a algunos de sus
seguidores, por el hecho de haberlos favorecido por medio de la realización de
prodigios tales como alimentarlos milagrosamente o devolverles la salud perdida.
Es grande nuestra tentación de pensar que necesitamos milagros para poder creer
en Dios, y no pensamos que, cuando los judíos le pidieron a Pilato que crucificara al
Señor, quizá había entre la multitud gente que había sido favorecida por Nuestro
Redentor. El mayor milagro que necesitamos para creer en Dios, es convivir como
discípulos de Jesús, como quienes creen que es posible crear un mundo en que
todos seamos hermanos, ejercitando los dones del Espíritu Santo, y teniendo el
deseo de obviar las experiencias que nos desanimen a la hora de alcanzar nuestra
ansiada meta.
Quizá nos sucede que no conocemos perfectamente a Dios. Tenemos algún
conocimiento de Dios, pero nos falta fe para desear conocerlo mejor. Quizá
celebramos la Eucaristía dominical por una tradición que desconocemos o porque
nuestros familiares y amigos lo hacen. Si no conocemos la respuesta a las
preguntas más importantes que nos podemos plantear en cualquier momento de
nuestra vida, no podremos creer en Dios, porque, aunque la fe y el amor son
ciegos, necesitan de respuestas para crecer.
Jesús murió porque tuvo enfrentamientos con quienes utilizaban la religión y la
miseria de muchos de sus hermanos de raza para enriquecerse. Hagamos el bien
con la intención de ser perfectos imitadores de Dios, y prediquemos el Evangelio
para que cada día seamos más los que creemos en el Dios Uno y Trino, pero no
pensemos en utilizar la religión para alcanzar nuestras metas personales,
especialmente, si el precio que debemos pagar para conseguir lo que queremos,
consiste en aprovecharnos de quienes sufren o tienen carencias espirituales o
materiales. Recordemos que Dios no debe cumplir nuestra voluntad, porque, ya que
El es más perfecto que nosotros, debemos ser quienes necesitamos ser purificados
quienes cumplamos su voluntad, que consiste en que alcancemos la plenitud de la
felicidad.
A lo largo de los años que he predicado el Evangelio en Internet, me he
encontrado con algunos hermanos laicos que han empezado su labor de
catequistas o de predicadores con gran entusiasmo, pero, apenas han tenido
dificultades, se han desanimado. Para todos es fácil seguir a Cristo si esperamos
que el Señor nos favorezca, pero, cuando el mundo nos contradice, no nos es fácil
mantenernos profesando la fe que nos caracteriza.
Podemos engañar a nuestros prójimos, pero no podemos engañar a Dios, ni
mentirnos a nosotros. Antes de renovar nuestro pacto bautismal, necesitamos
desear tener una gran experiencia de Dios, un gran deseo de sentirnos felices
cuando la vida nos sonría, y la disposición a no perder la fe y de mantenernos
cumpliendo la voluntad de Nuestro Santo Padre, cuando nos toque sufrir.
Recordemos cómo San Juan Apóstol y Evangelista acompañó a Jesús durante las
horas de su Pasión, y no huyó junto a sus compañeros, por temor a las represalias
que las autoridades podrían haber tomado contra él, por ser seguidor de Nuestro
Salvador. La juventud que muchos aprovechan para ceder ante los vicios o para
realizar actos de los que después probablemente han de arrepentirse, fue utilizada
por San Juan para convertirse en ejemplo de fe viva para todos nosotros,
especialmente para quienes, en medio de sus dificultades, pierden el arrojo del
citado Apóstol de Nuestro Señor que tanto nos llama la atención, lo cual debilita
mucho su fe.
Hemos sido vinculados a Cristo por medio del Bautismo, pero nuestra unión al
Señor no se mantiene por medio de un rito mágico, pues diariamente tenemos la
posibilidad de vivir unidos a Cristo y de rechazar a Nuestro Señor. Esta es la razón
por la que San Agustín decía:
"El que te creó sin ti, no te salvará sin ti".
"¿No sabéis que, al ser vinculados a Cristo por medio del bautismo, fuimos
también vinculados a su muerte?" (ROM. 6, 3).
San Pablo nos enseña que, si compartimos la muerte de Cristo, también seremos
resucitados de entre los muertos, para vivir eternamente. para vivir en la presencia
de Nuestro Santo Padre, necesitamos tener una vida nueva, más allá del pecado y
el dolor que caracteriza a la humanidad. No resucitaremos para morir nuevamente,
sino para tener una nueva vida.
"Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo, quedando asimilados a su muerte.
Por tanto, si Cristo venció a la muerte resucitando por el glorioso poder del Padre,
preciso es que también nosotros emprendamos una vida nueva. Injertados en
Cristo y partícipes de su muerte, hemos de compartir también su resurrección"
(ROM. 6, 4-5).
San Pedro nos enseña que no nos es posible serle fieles a Dios, si vivimos en
conformidad con las imposiciones que nos hace el mundo.
"Pedro les contestó: -Convertíos y que cada uno de vosotros se bautice en el
nombre de Jesucristo, a fin de obtener el perdón de vuestros pecados. Entonces
recibiréis, como don de Dios, el Espíritu Santo. Porque la promesa os corresponde a
vosotros y a vuestros hijos, e incluso a todos los extranjeros que reciban la llamada
del Señor, nuestro Dios. Con estas y otras muchas razones los instaba y animaba,
diciendo: -Poneos a salvo de este mundo corrompido" (HCH. 2, 38-40).
Durante los años que he predicado el Evangelio en Internet, he recibido correos
electrónicos de muchos de mis lectores quejándose por no encontrarle sentido a su
vida. En la Biblia se nos informa de que Dios nos ha creado para que alcancemos la
plenitud de la felicidad, dejándonos purificar por El, y viviendo en su presencia.
"Jesús respondió: -Lo que Dios espera de vosotros es que creáis en su enviado...
Y lo que el Padre desea es que yo no pierda a ninguno de los que él me ha
confiado, sino que los resucite en el último día" (JN. 6, 29. 39).
Nuestros hermanos protestantes piensan que para alcanzar la salvación solo nos
es necesario tener fe en Nuestro Santo Padre, pues las obras que llevamos a cabo
no nos sirven para acumular méritos a fin de poder vivir en el Reino de Dios.
Efectivamente, no seremos salvos en atención a nuestras buenas obras, pero el
hecho de hacer el bien, significa que creemos en Dios, y que por ello lo imitamos,
porque, San Pablo, les escribió a los cristianos de Efeso.
"Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos" (EF. 5, 1).
Quienes enseñan que las obras que realizamos no influyen en nuestra salvación
ni aun en el caso de que pequemos, interpretan erróneamente el siguiente versículo
de la Carta de San Pablo a los Romanos:
"Ahora, pues, ninguna condena pesa ya sobre aquellos que están injertados en
Cristo Jesús" (ROM. 8, 1).
Interpretar la Biblia fuera del contexto de todos los libros que componen dicha
biblioteca es una temeridad. Quienes hemos sido vinculados a Cristo por medio del
Bautismo sacramental no seremos rechazados por Dios, pero ello no impide que
tomemos la decisión de separarnos de Nuestro Padre común. Esta es la razón por la
que leemos en la Epístola a los Hebreos:
"Más bien exhortaos unos a otros, día tras día, mientras dura ese "hoy", para que
la seducción del pecado no endurezca vuestras conciencias. Porque las riquezas de
Cristo que ahora compartimos están condicionadas a que mantengamos firme hasta
el fin nuestra confianza del principio" (HEB. 3, 13-14).
No olvidemos las verdades que debemos creer, los mandamientos que debemos
cumplir, ni los medios que debemos emplear para santificarnos, los cuales son la
oración y los Sacramentos.
José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com