Viernes Santo de la Pasión del Señor.
Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos" (Ap.
1,18)
Padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap .
Algunos padres de la Iglesia han encerrado en una imagen todo el misterio de la
redención. Imaginemos, decían, que tenga lugar en el estadio una lucha épica. Un
valiente ha enfrentado al cruel tirano que tenía esclavizada la ciudad, y con enorme
esfuerzo y sufrimiento, lo ha vencido. Tú estabas en las graderías, no has luchado,
ni te has esforzado ni te han herido. Pero si admiras al valiente, si te alegras con él
por su victoria, si le tejes coronas, provocas y agitas a la asamblea por él, si te
inclinas con alegría por el vencedor, le besas la cabeza y le das la mano, en
definitiva, si tanto deliras por él, hasta considerar como tuya su victoria, te digo
ciertamente que tú tendrás parte en el premio del vencedor.
Pero aún hay más: supongamos que el vencedor no tenga ninguna necesidad del
premio que ganó, pero quiera más que nada, ver honrado a su sostenedor y
considerar el premio por el que luchó, como la coronación del amigo. ¿En tal caso
aquel hombre no obtendrá quizás la corona, incluso si no ha luchado ni ha sido
herido? ¡Por supuesto que sí![1]
Así, dicen estos padres, sucede entre Cristo y nosotros. "Él, en la cruz, ha vencido a
su antiguo enemigo". "Nuestras espadas --exclama san Juan Crisóstomo--, no
están ensangrentadas, no estábamos en la lucha, no tenemos heridas, la batalla ni
siquiera la hemos visto, y he aquí que obtenemos la victoria. Suya fue la lucha,
nuestra la corona. Y visto que hemos ganado también nosotros, debemos imitar lo
que hacen los soldados en estos casos: con voces de alegría exaltamos la victoria,
entonamos himnos de alabanza al Señor"[2].
* * *
No se podría explicar de una manera mejor el significado de la liturgia que estamos
celebrando.
¿Pero lo que estamos haciendo es también eso una imagen, la representación de
una realidad del pasado, o es la misma realidad? ¡Las dos cosas! "Nosotros, --decía
san Agustín al pueblo--, sabemos y creemos con fe certera que Cristo murió una
sóla vez por nosotros [...]. Sabéis perfectamente que todo esto sucedió una sola
vez y sin embargo la solemnidad lo renueva periódicamente [...]. Verdad histórica y
solemnidad litúrgica no están en conflicto entre sí, como si la segunda fuera falsa y
sólo la primera correspondiera con la verdad. De aquello que la historia afirma que
ha sucedido, en realidad, una sola vez, la solemnidad a menudo lo renueva en los
corazones de los fieles".[3]
La liturgia "renueva" el evento: ¡Cuántas discusiones, durante cinco siglos, sobre el
significado de esta palabra, especialmente cuando se aplica al sacrificio de la cruz y
a la misa! Pablo VI utilizó un verbo que podría allanar el camino para un
entendimiento ecuménico sobre este tema: el verbo "representar", entendido en el
sentido fuerte de re-presentar, es decir, hacer nuevamente presente y operante el
hecho.[4]
Hay una diferencia sustancial entre la representación de la muerte de Cristo y
aquella, por ejemplo, de la muerte de Julio César en la tragedia homónima de
Shakespeare. Nadie atiende, siendo vivo, al aniversario de su muerte; Cristo sí,
porque Él ha resucitado. Sólo él puede decir, como lo hace en el Apocalipsis:
"Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos". (Ap. 1,18).
Debemos estar atentos en este día, al visitar los llamados "Repositorios" o al
participar en las procesiones del Cristo muerto, no merezcamos el reproche que
Cristo resucitado dirige a las pías mujeres en la mañana de Pascua: "¿Por qué
buscan entre los muertos al que está vivo?" (Lc. 24,5).
Es una afirmación osada, pero verdadera la de ciertos autores ortodoxos.
“La anamnesi , o sea el memorial litúrgico vuelve al evento más verdadero de lo que
sucedi histricamente la primera vez”. En otras palabras es más verdadero y real
para nosotros que lo revivimos “según el Espíritu” de lo que era para quienes lo
vivían “según la carne”, antes que el Espíritu Santo le revelara a la iglesia el
significado pleno.
Nosotros no estamos celebrando solamente un aniversario, sino un misterio. Y
nuevamente san Agustín explica la diferencia entre las dos cosas. La celebración
“como en un aniversario”, no pide otra cosa –dice– si no la de “indicar con una
solemnidad religiosa el día del ao en el que se fija el recuerdo de este hecho”; en
la celebracin como un misterio (“en sacramento”), “no solamente se conmemora
un hecho sino que se hace de tal manera que se entienda su significado y sea
acogido santamente”.[5]
Esto cambia todo. No se trata solamente de asistir a una representación, sino de
“acoger” el significado, de pasar de espectadores a actores. Nos toca a nosotros por
lo tanto elegir qué parte queremos representar en el drama, quién queremos ser: si
Pedro, Judas, Pilato, la muchedumbre, el Cirineo, Juan, María… Ninguno puede
quedarse neutral; no tomar posición es pretender una bien precisa: la de Pilatos
que se lava las manos, o la de la muchedumbre que desde lejos “estaba mirando”
(Lc 23,35). Si volviendo a casa esta noche alguien nos pregunta: “De dnde
vienes, dnde has estado?” respondamos al menos en nuestro corazn: “En el
Calvario!”.
Todo esto no se realiza automáticamente, solamente por el hecho de haber
participado de esta liturgia. Se trata, decía san Agustín, de “acoger” el significado
del misterio. Esto se realiza con la fe. No hay música si no existe un oído que
escuche, por más que la música de la orquesta toque fuerte; no hay gracia allá
donde no hay una fe que la acoja.
En una homilía pascual del siglo IV, el obispo pronunciaba estas palabras
extraordinariamente modernas y se diría existencialistas: “Para cada hombre, el
principio de la vida es aquel, a partir del cual Cristo fue inmolado por él. Pero Cristo
se ha inmolado por él en cuanto él reconoce la gracia y se vuelve consciente de la
vida que le ha dado aquella inmolacin”.[6]
Esto sucedió sacramentalmente en el bautismo, pero tiene que
suceder conscientemente y siempre de nuevo en la vida. Antes de morir debemos
tener el coraje y hacer un acto de audacia, casi un golpe de mano: apropiarse de la
victoria de Cristo. !Una apropiación indebida! Una cosa lamentablemente común en
la sociedad en la que vivimos, pero que con Jesús ésta no solamente no nos está
prohibida, sino que se nos recomienda. “Indebida” que significa que no nos es
debida, que no la hemos merecido nosotros, pero que nos es dada gratuitamente
por la fe.
Más bien vayamos a lo seguro, escuchemos a un doctor de la iglesia. “Yo –escribe
san Bernardo– lo que no puedo obtener por mi mismo, me lo apropio (literalmente,
!lo usurpo !) con confianza del costado traspasado del Señor, porque está lleno de
misericordia. Mi mérito por lo tanto es la misericordia de Dios. No soy pobre de
méritos mientras Él sea rico de misericordia. Pues si la misericordia del Señor es
mucha (Sal 119, 156), yo tendré abundancia de méritos. ¿Y que es de mi justicia?
Oh Señor, me acordaré solamente de tu justicia. De hecho esa es también la mía,
porque tú eres para mí justicia de parte de Dios”. (cf. 1 Cor 1, 30).[7]
¿Acaso este modo de concebir la santidad volvió a san Bernardo menos celoso de
las buenas obras, menos empeñado en adquirir la virtud? Quizás descuidaba la
mortificación de su cuerpo y de reducirlo a esclavitud (cf. 1 Cor 9,27), el apóstol
Pablo quien antes que todos y más que todos había hecho de esta apropiación de la
justicia de Cristo la finalidad de su vida y de su predicación (cf. Fil 3, 7-9).
En Roma, como en todas las ciudades grandes existen los que no tienen un techo.
Tienen un nombre en todos los idiomas: homeless , clochards , barboni, mendigos :
personas humanas que lo único que tienen son unos pocos trapos que visten y
algún objeto que llevan en bolsas de plástico.
Imaginemos que un día se difunde esta voz: en via Condotti (¡todos saben lo que
significa en Roma la via Condotti!), está la dueña de una boutique de lujo que, por
alguna razón desconocida, por interés o generosidad, invita a todos los mendigos
de la estación Termini a ir a su negocio, a dejar sus trapos sucios, a ducharse y
después a elegir el vestido que deseen entre los que están expuestos y llevárselos,
así, gratuitamente.
Todos dicen en su corazn: “Esta es una fábula, no sucederá nunca!”. Es verdad,
pero lo que no sucede nunca entre los hombres es lo que puede suceder cada día
entre los hombres y Dios, porque, ¡delante de Él, aquellos mendigos somos
nosotros! Esto es lo que sucede con una buena confesión: te despojas de tus trapos
sucios, los pecados; recibes el bao de la misericordia y te levantas “cubierto por
ropas de fiesta, envuelto en manto de victoria” (Is. 61, 10).
El publicano de la parábola que fue al templo a rezar dijo simplemente, pero desde
lo profundo de su corazn: “Oh Dios, ten piedad de mí, que soy pecador!”, y
“volvi a su casa justificado”. (Lc. 18,14), reconciliado, hecho nuevo, inocente.
Igual, si tenemos su fe y su arrepentimiento, podrán decirlo de nosotros volviendo
a casa después de esta liturgia.
* * *
Entre los personajes de la pasión con los cuales podemos identificarnos me doy
cuenta que he omitido uno, que más que todos espera a quien quiera seguir su
ejemplo: el buen ladrón. El buen ladrón confiesa completamente su pecado; le dice
a su compaero que insulta a Jesús: “Es que no temes a Dios, tú que sufres la
misma condena? Y nosotros con razón porque nos lo hemos merecido por nuestros
hechos; en cambio este, nada malo ha hecho” (Lc. 23, 40s.). El buen ladrón se
muestra como un excelente teólogo. Solamente Dios, de hecho, sufre
absolutamente como inocente; cada persona que sufre debe decir: “Yo sufro
justamente”, porque aunque si no es el responsable de la accin que le viene
imputada, no está enteramente libre de culpa. Solamente el dolor de los niños
inocentes se asemeja al de Dios y por esto es así misterioso y sagrado.
Cuántos delitos atroces se quedaron, en los últimos tiempos, sin un culpable,
¡Cuánto casos no resueltos! El buen ladrón lanza un llamado a los responsables:
hagan como yo, salgan al descubierto, confiesen su culpa; experimentareis también
vosotros la alegría que yo he sentido cuando escuché la palabra de Jesús: “Hoy
estarás conmigo en el paraíso!” (Lc 23,43).
Cuántos reos confesos pueden confirmar que fue así también con ellos: que
pasaron del infierno al paraíso el día que tuvieron el coraje de arrepentirse y
confesar su culpa. También yo he conocido a alguno. El paraíso prometido es la paz
de conciencia, la posibilidad de mirarse en el espejo y mirar a los propios hijos sin
necesidad de tener que despreciarse.
No lleváis a la tumba vuestro secreto; os procuraría una condena más temible que
aquella humana. Nuestro pueblo no es despiadado con quien se ha equivocado, si
reconoce el mal realizado, sinceramente, no solamente por conveniencia. Por el
contrario, está listo a apiadarse y acompañar al arrepentido en su camino de
redencin (que en todo caso se vuelve más breve). “Dios perdona muchas cosas,
por una obra buena”, dice Lucía en “Los Novios” de Alessandro Manzoni, al hombre
que la había raptado. Aún más, tenemos que decir, Él perdona muchas cosas
debido a un acto de arrepentimiento. Lo ha prometido solemnemente: “Aunque
fuesen sus pecados rojos como la grana, como nieve blanquearán; y así rojeasen
como el carmesí, como lana quedarán” (Is. 1, 18).
Volvamos ahora a hacer lo que hemos escuchado al inicio, que es nuestra tarea en
este día: con voces de júbilo exaltemos la victoria de la cruz, entonemos himnos de
alabanza al Señor. “ O Redemptor, sume carmen temet concinentium ”.[8] Y tú,
Redentor nuestro, acoge el canto que elevamos hasta ti.
Fuente: Zenit