III Domingo de Pascua, Ciclo B
La misión de los testigos del Resucitado
La aparición de Jesús Resucitado a los discípulos en Jerusalén, según la versión de
Lucas, constituye el centro del mensaje de este tercer domingo de Pascua (Lc
24,35-48). Este texto es el último de las tres partes del capítulo 24 de san Lucas,
capítulo que constituye, sin duda, una de las páginas más bellas y densas de la
Biblia tanto por su composición literaria como por su contenido teológico, y al
mismo tiempo refleja una multiplicidad de testimonios de fe de la comunidad
cristiana primitiva, elaborados con una maestría sin igual por el evangelista, al
servicio del mensaje central del Evangelio que nos anuncia que Jesús vive (Lc
24,23).
Al igual que el relato de los discípulos de Emaús también éste es un texto
eucarístico, pues el mensaje se concentra en presentarnos a Jesús vivo y
resucitado, en medio de los suyos, compartiendo una comida, para transmitirles el
mensaje pascual por excelencia, el mensaje de paz y de alegría que transformó y
transforma a los testigos de este encuentro en mensajeros de la conversión y del
perdón desde Jerusalén hasta los confines de la tierra. Pero esta aparición a la
comunidad tiene tres aspectos esenciales: la demostración reiterada de la identidad
que existe entre el Resucitado y el Crucificado, la Comida eucarística como señal de
esa identidad y de la presencia real del que vive ya para siempre, y la Palabra de
las Escrituras que interpreta el modo inequívoco de esa presencia mediante la
paradoja de la Pasión del Mesías, Justo sufriente, en cuyo cuerpo se concita todo
sufrimiento humano y toda víctima inocente de la barbarie de esta historia. De esta
presencia misteriosa fueron testigos los discípulos y somos nosotros ahora. En el
texto de los Hechos (cf. 3,14; 7,52 y 22,14) aparece el título cristológico del Justo
(dikaios) aplicado a Jesús Se trata de un título mesiánico utilizado por Mateo y
Lucas para mostrar la inocencia de Jesús en el proceso que sufrió hasta la muerte
(Lc 23,47; Mt 27,19; cf. Mt 27,4.24) y en los discursos de Pedro, Esteban y Pablo
de los Hechos de los Apóstoles.
En plena misión continental de América todo este mensaje puede avivar la
conciencia de la Iglesia misionera. La misión, pues, consiste, como dice Pedro en el
discurso de los Hechos de los Apóstoles (Hech 3,13-19), en anunciar a Jesús, el
Santo y el Justo, en proclamar su resurrección y en acreditar su presencia viva a
través del testimonio permanente de muchos creyentes mediante la conversión del
corazón, el perdón de los pecados y la esperanza viva y gozosa que comunica el
Espíritu. Pero no puede pasar desapercibido el componente de denuncia que
conlleva el anuncio misionero. En efecto, anunciar a Cristo crucificado es denunciar
a los que lo crucificaron, y proclamar la victoria del Justo e inocente que fue
resucitado por Dios es sostener que hay una verdad y una justicia, la de Dios, que
no está sometida al dictamen de los que tienen el poder en este mundo y siguen
amenazando a los desposeídos y asesinando víctimas, como hicieron con Jesús.
Con este espíritu es importante tomar conciencia de que es inherente a la misión de
la Iglesia asumir como propias las causas de los últimos en cualquier parte del
mundo, y por tanto, es bueno solidarizarse con todos los sufren las consecuencias
de las injusticias. En el momento presente podemos pensar tanto en las situaciones
múltiples que atentan contra la dignidad y la libertad humana y contra los derechos
fundamentales de la persona en los países latinoamericanos y africanos, así como
en la creciente crisis económica en España y en Europa que va dejando un lastre de
dolor escandaloso especialmente reflejado en el número de desempleados forzosos
y en la situación de desahucios obligados de familias enteras de las viviendas que
habitan y cuyas hipotecas no pueden pagar. Anunciar a Cristo Resucitado es
anunciar al Justo, vencedor del mal, del pecado y de la injusticia y ponerse de parte
de las víctimas, de todos los que sufren.
La identificación del Resucitado con el Crucificado revela que la presencia real del
que ha vencido la muerte se hace patente en toda persona que lleva las señales del
sufrimiento en su propio cuerpo. Entre las víctimas y crucificados de nuestro mundo
ocupan un lugar preeminente los empobrecidos de nuestra tierra. El destino del
Mesías es el mismo que el de todos los crucificados y de todas las víctimas de la
injusticia humana. Es este profundo vínculo fraterno de Jesús con los sufrientes del
mundo, y no cualquier otra manifestación poderosa o espectacular, el que hace
posible todavía hoy la presencia del Señor resucitado en la historia humana. De ahí
que ellos, los sufrientes y los pobres sean lugar teológico por excelencia para
iluminar la Palabra de Dios y abrir el entendimiento de los discípulos. Por eso la
Sagrada Escritura es el otro lugar teológico donde el misterio de la Pasión se
desvela y desde el cual se debe hacer la memoria y la interpretación de todo
sufrimiento humano. Finalmente la comida Eucarística del pescado es el signo que
evidencia en la comunión fraterna la presencia gozosa del Resucitado. Con todas
estas señales de la presencia y de la identidad del crucificado y resucitado, en la
Palabra, en la Eucaristía y en el rostro de los dolientes de este mundo, la Iglesia se
reviste del dinamismo de lo alto para llevar a cabo su misión universal de anuncio
del amor de Dios, de denuncia del mal en todas sus formas, de conversión y de
perdón, de paz y de alegría.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura