La Ascensión B
Homilías
(A)
LES ACOMPAÑARÁN ESTOS SIGNOS
En el Evangelio de hoy aparece con nitidez el gran mandato de Jesús de ir
al mundo entero a proclamar el Evangelio. Esta proclamación no es una
mera predicación de un mensaje, sino, al mismo tiempo, la realización de
unos signos. La Iglesia, para evangelizar bien, tiene que hacer claros gestos
a favor de la humanidad, especialmente de la humanidad oprimida,
explotada... La palabra tiene que ir refrendada por el hacer. Hoy , “a los que
crean les acompañarán estos signos” :
. «Que el dolor no nos sea indiferente»: De entrada ponernos en la
orilla de los débiles. No podemos pasar dando un rodeo a los grandes
sufrimientos de la humanidad, conmovernos por las lágrimas de los pobres,
hacer nuestras las situaciones de exclusión, amparar y abrazar a quien
camina en soledad, tocar las llagas de la vida para curarlas... No temer ser
“abogados de pobres)”, de causas perdidas. Con una visión de futuro y de
fe, no son causas tan perdidas. Apuntar hacia el origen de tanto mal sin
dejar de socorrer al herido. Saber que el futuro será distinto en la medida
en que nos adhiramos, de hecho, a la práctica de la justicia. Si no hacemos
este signo, el anuncio de la Buena Noticia no será escuchado y con razón.
. La persona como bien innegociable: Una mirada profunda al interior de
la persona se hace imprescindible en épocas como la
nuestra, tendentes a la más inmediata deshumanización. Si algo forma
parte del mensaje evangélico es que la persona es el bien a preservar de
forma incuestionable. Un sistema que usa a las personas como piezas de
recambio en la máquina productiva es
intrínsecamente perverso e inaceptable desde el lado de la humanidad y de
la fe. Una sociedad que destroza personas no puede ser de recibo, sin más.
Los escándalos financieros que establecen desigualdades monstruosas entre
los humanos han de ser calificados públicamente como una falta de
vergüenza. Asumir el tema de la dignidad humana, con todas las
consecuencias, es uno de los signos más claros que debe acompañar hoy
nuestra proclamación del Evangelio.
. Participar en la construcción de la sociedad : El anuncio de la Buena
Noticia pasa por el signo de activar la ciudadanía. Tener conciencia de que
el Reino de Dios, se retrasa cuando me afilio a la injusticia o a la pasividad.
No apearnos de este mundo, por muchas que sean sus incoherencias y
contradicciones; asumir la certeza de que estamos en él para hacerlo más
humano y habitable. Creer en la capacidad política del amor, de la fuerza
interior como herramienta para el cambio social.
Organizarse en colectivos que no solamente hagan más
rentable «los recursos», sino que desvelen otras formas más humanas y
fraternas de vivir. Fortalecer el espíritu de «centinelas» para leer
críticamente lo que nos transmiten los medios de comunicación. Fomentar
la reflexión que derive en tomas de posturas comunes.
. No renunciar a los sueños: Soñar con «la otra Iglesia posible» al
servicio de «otro Mundo posible». Para ello, no temer, apoyados en el
Evangelio y confiados en la Resurrección de Jesús, emprender caminos de
novedad social, más allá de nuestras limitaciones del momento. Nada va a
cambiar, nadie cede nada en situaciones de crisis, si no hay denuncia de la
realidad, presión popular y pacto democrático. Irse acostumbrando a vivir
en la intemperie, fuera de los sistemas que nos «amparan» y nos
adormecen para no soñar. Tener el valor de cuestionar lo incuestionable o,
al menos, no hacer el juego a los poderosos. Correr riesgos por defender la
utopía. Mientras haya personas que sueñen en común, un futuro distinto de
la humanidad es posible.
La ascensión de Jesús nos revela que la plenitud solamente la alcanzamos al
final y ese final es un proyecto inmediato de acción, un quehacer, una tarea
sin dilación, una pasión: «¿qué hacéis mirando el cielo?», «volverá», por el
momento «quedaos en la ciudad», después, «id al mundo entero y
proclamad el Evangelio» y «el Señor confirmaba la Palabra con los signos
que los acompañaban».
(B)
Muchos cristianos están equivocados con respecto al mensaje de la fiesta de
hoy: No es la glorificación de Jesús, sino el envío solemne de sus discípulos
a continuar su tarea.
“Id al mundo entero, curad enfermos, liberad a los
poseídos...Proclamad la Buena Noticia...
Jesús envía a continuar su tarea y dirige este envío a todos sus discípulos
en la persona de los apóstoles. Esto quiere decir que Jesús, al enviar a
aquel puñado de primeros discípulos, nos envía a ti, a mí, a tu familia, a tu
grupo cristiano, a la comunidad. En los doce está representada la Iglesia de
todos los tiempos. Y esto entraña un gran mensaje. Esto significa que para
nosotros la vida es misión.
Jesús nos envía a continuar su tarea: construir el Reino, una sociedad
mejor, más humana. Él ya ha cumplido; ahora nos toca luchar a nosotros.
Pero no se ausenta ni nos abandona. Empeña su palabra: “Con vosotros me
quedo hasta el fin del mundo”.
Cuando Pedro y Juan curan a un paralítico, testimonian: “No lo hemos
hecho con nuestro poder, sino con el poder de Jesús de Nazaret, al que Dios
ha resucitado”. Lo mismo dirá San Pablo cuando cura a un lisiado: “No he
sido yo el que ha actuado, sino la gracia de Dios conmigo”.
Esto significa que, al ser enviados Cristo nos acompaña: Con vosotros me
quedo, no para estar como testigo mudo, sino para actuar “en” vosotros,
“con” vosotros y “por” vosotros.
¿Tenemos fe viva en esa presencia actuante y dinámica de Jesús en
nosotros?
El relato de la ascensión nos recuerda que, a partir de su muerte y
glorificación, nosotros somos su repuesto. Jesús no puede actuar sino a
través de nosotros. No tiene más lengua que la nuestra para anunciar la
Buena Noticia, sembrar esperanza, propiciar la reconciliación, alentar al
deprimido, consolar al triste, orientar al extraviado, defender al difamado...
Si los que hemos de prestarle nuestra lengua, no lo hacemos, Cristo, por
nuestra culpa, será mudo. Jesús no tiene más manos para construir una
sociedad mejor, para hacer de samaritano con los malheridos de nuestro
entorno, ni para acariciar a los niños o abrazarles, que nuestras manos. Si
nosotros nos negamos a prestárselas para la acción, lo convertimos en
manco.
No son necesarias situaciones extremas para ser mediación de Jesús, para
que él actúe en nosotros. Cuando con nuestra colaboración echamos una
mano para que nuestra familia, nuestro entorno laboral, nuestra comunidad
de vecinos funcionen mejor, cuando nos prestamos a ejercer la función de
catequista o de animador litúrgico, cuando cogemos en nuestros brazos al
abuelo parapléjico para costarlo, nos estamos prestando para que Cristo
actúe a través de nosotros. Jesús no tiene más corazón para crear amistad,
para suscitar comunión, para provocar alegría y confianza que nuestro
propio corazón. Si nos negamos a prestarle nuestro corazón para amar, él
aparecerá como un ausente, como un personaje perdido en la historia.
Aquellos a los que quería haber satisfecho su ansia de amar y ser amados,
se quedarán hambrientos de afecto, insatisfechos interiormente.
Esto implica un gran honor . No sólo los sacerdotes somos los mediadores de
Cristo; lo somos todos y en todos los quehaceres. Hemos sido consagrados
en el Bautismo y la Confirmación para ser mediadores de Jesús.
Y, por otra parte, esto supone una gran responsabilidad , ya que podemos
impedir o facilitar la actividad del Señor. También a nosotros, como
a María, el Señor nos pregunta si accedemos a que se encarne en nosotros
y actúe a través de nosotros.
(C)
Un viejo relato de la Ascensión recogido por los Hechos de los Apóstoles
termina con un episodio muy significativo. Los discípulos quedan con la
mirada fija en el cielo donde ha desaparecido el Señor. Entonces se
presentan dos varones vestidos de blanco que les dicen: “Galileos, ¿qué
hacéis ahí plantados mirando al cielo?”.
Probablemente, el relato trata de corregir la actitud equivocada de algunos
creyentes. No es el momento de permanecer pasivos mirando al cielo, sino
de comprometerse activamente en la construcción del reino de Dios, con la
esperanza puesta en el Señor que un día volverá.
A los cristianos se nos ha acusado muchas veces, y con razón, de estar
demasiado atentos al cielo futuro, y poco comprometidos en la tierra
presente.
Hoy quizás las cosas han cambiado. No sabría decir si acertamos a
comprometernos más responsablemente en la construcción de un mundo
más humano. Pero, ciertamente, son bastantes los cristianos que han
dejado de mirar al cielo.
Las consecuencias pueden ser graves. Olvidar el cielo no conduce
automáticamente a preocuparse con mayor responsabilidad de la tierra.
Ignorar a Dios que nos espera y nos acompaña hacia la meta final, no da
una mayor eficacia a nuestra acción social y política. No recordar nunca la
felicidad a la que estamos llamados, no acrecienta nuestra fuerza para el
compromiso diario.
Por otra parte, obsesionados por el logro inmediato de bienestar, atraídos
por pequeñas y variadas esperanzas, atrapados en la rueda del trabajo y el
consumo, quizás necesitamos que alguien nos
grite: “Creyentes, ¿qué hacéis en la tierra sin mirar nunca al cielo?”.
Los hombres hemos acortado demasiado el horizonte de nuestra vida. Nos
contentamos con esperanzas demasiado pequeñas. Se diría que hemos
perdido el anhelo de lo infinito.
No se trata de elevar nuestra mirada hacia un cielo salido de las manos del
Creador como un acto de “magia divina”, sino de descubrir que Dios es
Alguien que está llevando a plenitud todo el deseo de vida y felicidad que se
encierra en la creación y en la historia de los hombres.
Creer en el cielo es recordar que los hombres no podemos darnos todo lo
que andamos buscando. Y, al mismo tiempo, creer que nuestros esfuerzos
de crecimiento y búsqueda de una tierra más humana no se perderán en el
vacío. Porque al final de la vida no nos encontraremos sólo con los logros de
nuestro trabajo sino con el regalo del amor de Dios.
(D)
Termina con la fiesta de la Ascensión la aventura terrena de Jesús. A través
de los evangelios le hemos visto trabajar sin descanso para conseguir un
objetivo: desvelar el rostro de Dios. Dárnoslo a conocer. Decirnos cómo y
quién es Dios.
Con trazos firmes, Jesús, ha hecho caer todos los velos que oscurecían el
verdadero rostro de Dios, convirtiéndolo en un ser lejano, frío y distante.
Con pulso firme, Jesús, ha ido dando al rostro de Dios su auténtica
fisonomía:
Un Dios amor, que entra en la vida del hombre pidiendo permiso.
Un Dios misericordia, que come con los pecadores y publicanos y mira al
fondo del corazón y no a las apariencias., para encontrar allí los
sentimientos capaces de purificarnos y renovarnos.
Un Dios liberador, que manda tirar la camilla, abandonar el bastón, dejar el
sudario, triunfar sobre la parálisis de la muerte para empezar una nueva
vida.
Un Dios capaz de mirar, sin avergonzarse, a la adúltera y de limpiarla con el
brillo de su mirada.
Un Dios que se revela a los pobres y humildes.
Un Dios que ha llamado “bienaventurados” a los pobres, los mansos, los
limpios de corazón, los misericordiosos, a los que se esfuerzan por
conseguir la justicia...
Un Dios que quiere ser adorado en espíritu y en verdad y no exclusivamente
en el templo, donde no siempre se encuentra la pureza de corazón.
Un Dios que no se manifiesta en el rayo y en trueno, sino en el misterio de
la Cruz.
Un Dios que se aparece a la Magdalena para reconfortarla. A Tomás, para
confirmarle en la fe; y que llamará bienaventurados a todos los que crean
sin haber visto.
Un Dios que es vida, alegría, esperanza. Un Dios que quiere recorrer el
mundo, ahora que está a punto de dejarlo y para conseguirlo reunirá a los
que le acompañan y les dará el encargo de trabajar en la misma aventura
que Él comenzó.
La Ascensión no es el final. Es sencillamente un capítulo más de la obra
iniciada por Jesús. El momento en el que comienza la responsabilidad de la
comunidad cristiana, es decir, nuestra responsabilidad de proseguir la tarea
comenzada por Jesús.
“Id...” No nos quiere mirando al cielo, sino trabajando para que la tierra sea
un cielo. Si Jesús se ha marchado, nosotros lo tenemos que hacer presente:
ésa es nuestra misión y nuestro compromiso. A veces, nos quejamos de que
Dios no escucha el clamor de los pobres. Tú, has de ser el oído de Dios y su
mano amiga.
Jesús ya no está aquí, pero nosotros le prestamos nuestro cuerpo para
hacerle presente. Jesús ya no tiene aquí sus manos, pero las nuestras le
sirven para seguir bendiciendo, liberando, construyendo fraternidad. Jesús
ya no puede recorrer nuestros caminos, pero nosotros le prestamos
nuestros pies para acudir prontos a las llamadas de los pobres. Jesús ya no
puede repetir sus bienaventuranzas, pero nosotros le prestamos nuestros
labios para seguir anunciando la Buena Noticia a los pobres y la salvación a
todos los hombres. Jesús ya no puede acariciar a los niños, curar a los
enfermos, perdonar a los pecadores, pero nosotros le prestamos nuestro
corazón para seguir estando cerca de todos los que sufren y volcar sobre
ellos la misericordia de Dios.
Queda todavía mucho, muchísimo por hacer. Jesús necesita de todos
nosotros. No ha llegado aún el momento del descanso. Ofrécele al Señor
todo lo que puedas: quizá sea una oración o un dolor o una palabra o un
servicio o un gesto de solidaridad. Todo vale, con tal de que sea hecho en el
Espíritu.
Es el momento de nuestro compromiso. No podemos quedarnos mirando al
cielo cuando hay tanto que hacer en la tierra.
No podemos rezar “venga a nosotros tu Reino”, si no ponemos nuestro
esfuerzo para que sea realidad. No podemos esperar un cielo nuevo y una
tierra nueva, si no hacemos algo por conseguirlo.
Hoy, litúrgicamente se apaga el cirio que nos ha iluminado durante este
tiempo de Pascua, y que representaba a Cristo. Eso significa, que a partir
de ahora, cada uno de nosotros, iluminados por la luz de ese cirio (Cristo),
ha de ser ahora una pequeña antorcha que ilumine y encienda el mundo.
(E)
Una madre muy cristiana, a la edad de ochenta años, llamó un día aparte a
uno de sus ocho hijos y le manifestó que ellos disponían de muchas
comodidades, pero que les faltaba una cosa: les faltaba la sonrisa; que no
tenían tiempo ni ganas de reír; que ellos tenían lavadora y que ella había
tenido que lavar a mano, pero que, a pesar de esta y de otras
incomodidades, se había sentido siempre alegre y sonriente. Y es que en
esta mujer siempre hubo una gran fe cristiana.
Hermanas y hermanos: hoy, domingo de la Ascensión, recordamos que
Cristo entró en el cielo después de que durante cuarenta días hemos
recordado su Resurrección de entre los muertos. Por eso hemos repetido
una y otra vez, a lo largo de estos días, la palabra aleluya, palabra con que
la Iglesia nos invita a la alegría.
Pero podemos preguntarnos si vivimos con alegría y sabemos sonreír. Para
vivir con alegría dejemos de tener sentimientos de rencor, de odio, de
envidia, de egoísmo, y procuremos llevar una vida sencilla, tranquila,
aprendiendo a ser comprensivos y tolerantes con los demás. Y cuando nos
vengan pensamientos tristes, cambiémoslos por pensamientos alegres,
igual que, cuando escuchamos la radio, cambiamos de onda para escuchar
cosas que nos interesan. Los pensamientos tristes intoxican la sangre,
paralizan la digestión, acortan la vida y aceleran la vejez. Cuando lleguen
los problemas, o tienen solución o no la tienen. Si la tienen, procuremos
dársela; si no la tienen, no les demos vueltas y más vueltas: sería inútil y
nos amargaríamos la vida.
Todos tienen algo por lo que llorar, por lo que sufrir.
No vayas a darles a los demás tus sufrimientos, sino más bien tu palabra de
aliento para seguir adelante, tu amistad con que alivies su soledad, y tu
amor con el que suavices su dolor.
No mires hacia atrás, mira hacia delante. Mientras veas salir el sol tras las
montañas cada mañana es señal de que estás vivo y de que tienes que
esforzarte en ser feliz, en vivir en cada instante como si fuera el último y no
dejes de agradecer a Dios todo cuanto te da.
Levántate por la mañana con alegría, dispuesto a vivir el nuevo día con
todas tus fuerzas hasta su último segundo, compartiendo en ese nuevo día
tu amor y alegría, tus sonrisas con todo aquel que se acerca a ti.
Merece la pena vivir, porque, como dice un poeta, mientras haya un solo
niño en la tierra, una flor, una estrella que admirar, merecerá la pena seguir
viviendo.
Pero sobre todo merece la pena seguir viviendo para los que tenemos fe,
porque si Cristo ha resucitado también resucitan los muertos.
Y no olvidemos que nadie es tan rico que no necesite una sonrisa, ni tan
pobre que no pueda darla.
Padre Juan Jáuregui Castelo