VI Domingo de Pascua, Ciclo B.
Pautas para la homilia
“Permaneced en mi amor”
Levántate, que soy un hombre como tú
La primera lectura nos abre una ventana a la universalidad de la fe, a la gentilidad
escogida para ser también parte del Reino de Dios. Nos abre a la no discriminación
del otro pues el Espíritu sopla donde quiere y actúa allí donde es acogido con
corazón sincero. Siempre me pregunto: al final… ¿qué sabemos nosotros de la
íntima relación que establece Dios con sus criaturas? ¿Qué sabemos del corazón de
la fe que anida en cada creyente?
Pero antes de incidir sobre este punto se hace necesario una consideración venida
de las palabras de Pedro a Cornelio: “Levántate, que soy un hombre como tú”.
Pedro cumple aquí el memorial de aquel acto aún reciente de la Última Cena en la
narración joánica: hemos venido a servir y no a ser servidos. Como creyentes,
cualquiera que sea nuestra posición, tanto social como eclesial, no somos nosotros
ante quienes se tienen que arrodillar los demás. Solo ante Dios, ante el Señor de la
Vida y de la Historia ha de arrodillarse el ser humano. Al nombre de Jesús toda
rodilla se doble. En la escena del lavatorio de los pies Jesús, el Señor, lo ha dejado
claro… lo que yo hago ahora con vosotros, también vosotros habéis de hacerlo unos
con otros. Ponerse el delantal del servicio, del saberse arrodillar ante quien se
acerca a nosotros es una lección de humildad en lo propio y de reconocimiento de
lo ajeno. Como seguidores de Cristo nuestra misión es saber reconocer en el otro
un hermano con la misma dignidad que la mía y por lo tanto una criatura en quien,
de algún modo, habita la huella indeleble del Creador. Pedro, en esta reacción con
Cornelio, nos muestra una actitud que estamos llamados a hacer nuestra: levantar
al hermano que se arrodilla.
Entretejida esta enseñanza con el carácter de universalidad de la fe, comprendida
la catolicidad de nuestra fe como ese anhelo de llevar la liberación que proclama
Jesucristo a cada hombre y mujer de nuestro mundo, solo nos resta poner en
práctica la misma. Las semillas del Verbo están esparcidas en la tierra y solo
germinarán si cada uno nos ocupamos en cuidar cada una de esas “tierras” que son
los seres humanos.
El amor es un tipo de conocimiento
La segunda lectura del apóstol San Juan nos introduce ya en el tema del amor. El
viejo adagio clásico de ‘el amor es un tipo de conocimiento’ resuena con fuerza vital
y adquiere cuerpo de experiencia aún mayor en la fe cristiana. Solo el desarrollo de
nuestra capacidad de amar es lo que nos permitirá conocer a Dios. Porque además
en ese desarrollo de la capacidad de amar es donde se registra el gradiente de
humanidad necesario para hacer de esta vida una andadura de sentido, de
felicidad. Y todo ello porque hemos sido amados previamente. Si la fe, como
decíamos en la introducción, es una confianza en el Otro, podemos nosotros hoy
confiar en Dios ya que Él confió primero en nosotros enviándonos a su Hijo, quien
vivió y murió para salvación del ser humano. No amamos ni confiamos en un Dios
ajeno al devenir histórico de lo humano, sino que amamos a un Dios que se hizo
carne con nosotros para compartir gozos y esperanzas, anhelos y frustraciones,
parafraseando el texto del Concilio Vaticano II.
De ahí, de este amor recibido que actúa a través de nuestro ser deriva un
comportamiento, una tarea: amar también al prójimo, al hermano. ¿Cómo podemos
amar a Dios, a quien no vemos, si no somos capaces de amar al hermano a quien si
vemos y tenemos al lado, como dice el apóstol Santiago en su carta?
Conocer a Dios es una tarea vehiculada por el amor. Amar al otro en su fragilidad y
vulnerabilidad es camino idóneo para vivir y hacer experiencia del amor de Dios.
Permaneced en mi amor
Llegamos así al texto evangélico. San Juan hoy nos remite al pasaje de la Última
Cena. Estamos inmersos en ese contexto y es ahí donde Jesús pronuncia su último
discurso-enseñanza a sus discípulos. Es el testamento del pájaro solitario que se
sabe en manos de Dios. Es el gran mensaje final de un Dios encarnado que ama
profundamente al ser humano, ha confiado en él y que quiere ser amado y conocido
por él.
Dos verbos sintetizan toda la experiencia del amor: permaneced y guardad. Vamos
a escudriñar el significado profundo de ambos porque ellos nos darán la clave de
interpretación del mandamiento nuevo que pronuncia Jesús: amaos unos a otros
como yo os he amado.
Jesús les/nos pide en primer lugar que permanezcan en su amor como
consecuencia del amor que Él les ha tenido y que no es sino una trasposición del
mismo amor que Jesús ha recibido del Padre. Este permanecer, como afirma Pilar
Avellaneda, que significa mantenerse firme en una vinculación personal, no solo
estar en un lugar, entraña una fuerza vital, un vigor, una unión que comunica vida
y crecimiento, que no es un constante ser-para sino un ser-de, no un mantenerse
sino un dejarse-mantener, como corresponde a una relación de amor o con otro de
los ejemplos que utiliza san Juan, como corresponde a la relación entre el
sarmiento y la vid.
Esta vinculación necesaria entre discípulo y maestro no aparece sola o aislada sino
en un binomio necesario: permanecer-guardar. Son dos imperativos que utiliza
Jesús en la narración y que se implican el uno al otro de modo inseparable.
Primero aparece ‘permaneced en mi amor’ y después aparece ‘si guardáis mis
mandamientos’. Este ultimo mandamiento, guardar, tiene un sentido profundo de
atesorar, custodiar, guardar algo valioso. Guardar, dice Pilar Avellaneda, es sólo el
segundo nivel, el primero es permanecer, que es el nivel ontológico o del ser,
posteriormente vendrá el hacer o guardar. En nuestra transmisión de la fe cristiana
hemos insistido hasta la hartura en educar una conciencia ético-moral recta y de
ahí que se identificase el ser bueno con el ser creyente o el ir a misa. Craso error.
Una fe formulada únicamente como norma de comportamiento se desvanece. Es
necesaria la experiencia primera y ontológica del sentir, del saberse sujeto y sujeto
amado ante el Otro. En definitiva la ética, dice Avellaneda, es consecuencia del ser.
Este mensaje de Jesús implícito en sus palabras y en su mandamiento, renueva un
modo de comprender la realidad de la fe en estos tiempos en que insistimos en la
necesidad de una nueva evangelización. Si no somos capaces de gestar en el otro
la experiencia de un Dios amante incondicional, de poco nos servirán la multitud de
tareas y actividades que hagamos.
Dicho de modo más coloquial: no es la obligación de besar a mi pareja
reiteradamente la que produce el amor entre nosotros sino que es el amor previo y
entrañado en el sujeto el que produce los besos más apasionados.
Fr. Ismael González Rojas
Convento de San Esteban (Salamanca)