Domingo VI de Pascua del ciclo B.
Que el amor de Jesús nos inspire el deseo de imitar al Señor.
La vida cristiana consiste básicamente en cumplir los Mandamientos de la Ley de
Dios los cuales se dividen en dos grupos, el uno de tres y el otro de siete mandatos,
que consisten en tributarle a Dios el culto que le debemos, y, en amar a nuestros
prójimos los hombres. Para que podamos vivir como buenos cristianos sin caer en
el desaliento, debemos acudir frecuentemente a la oración, la eterna conversación
entre Dios y sus hijos. Jesús es para nosotros un buen ejemplo a imitar. Desde que
el Señor nació hasta que cumplió los 5 años, estuvo bajo el cuidado de María, la
paciente mujer que se esmeró en prepararlo para entregárselo a José, el padre que,
desde que Jesús cumplió los 5 años hasta el tiempo en que murió, se comprometió
a culminar la educación de su Hijo adoptivo haciendo de Nuestro Salvador un
Hombre digno de ser respetado y un carpintero profesional. Desde que los padres
del Señor empezaron a ver que el entendimiento del Niño Dios se iba despertando,
empezaron a inculcarle a Jesús las frases más relevantes de la Ley de Dios, así
pues, cuando Nuestro Salvador fue preguntado por los saduceos con respecto al
primer Mandamiento de Moisés, no fue de extrañar la rapidez con la cual les dijo las
palabras recogidas por San Mateo en su Evangelio (22, 36-40)
Nuestra Santa Madre Iglesia empieza a catequisar a los niños cuando estos son
muy pequeños considerando que previamente a esa formación que se les inculca a
los pequeños los padres han llevado a cabo un gran esfuerzo para que sus hijos
aprendan a amar a Dios. Nosotros, desde la niñez más temprana hasta la
ancianidad, tenemos que imitar a Jesús en su triple vida de acción formadora,
evangelización activa y oración. La formación es el ciclo mediante el cual
adquirimos el conocimiento que necesitamos de la Palabra de Dios para que no
permitamos que se debilite nuestra fe al permitirle al Espíritu Santo que nos siga
inspirando obras y oraciones para alabar a nuestro Padre y Dios (Sal. 9, 14-15; 22,
23-27)
La acción es la oportunidad que nuestro Padre y Dios nos ofrece para que
podamos ser santificados al practicar los dones y virtudes que Dios nos ha
concedido a través de la formación y la vivencia de la fe. A mí no me serviría de
nada saberme los cuatro Evangelios de memoria si la vida no me hubiera dado la
oportunidad de desear ardientemente conocer el significado teológico del dolor.
Pidámosle a nuestro Padre y Dios que nos ayude a vivir en torno a un
ininterrumpido ciclo cristiano de formación, acción y oración continuado que nos
ayude a ser santificados.
Cuando yo estudiaba el ciclo medio de la E. G. B., me gustaba mucho que me
leyeran cuentos cuyos personajes principales podían tomar ciertas decisiones
diferentes entre los actos que constituían la trama de los relatos. Como oyente de
aquellas lecturas, tenía que decidir lo que habían de hacer los protagonistas en
cada momento en que estaban en peligro y tenían que actuar de dos o tres formas
diferentes para salvar la piel, pero de esas formas tan solo existía un modo de
proceder que hacía que los protagonistas tuvieran un final feliz. Los hombres somos
coprotagonistas con Dios de la Historia de la Salvación. Es cierto que nuestro Padre
y Dios es más poderoso que nosotros, tengo presente el hecho de que el Señor nos
ama más que nosotros lo amamos a El y a nuestros prójimos, pero, si examinamos
la Biblia sin detenernos mucho en la lectura de los textos sagrados, podemos
constatar que Dios se sirve de nosotros para llevar a cabo su designio salvífico.
Dios creó un mundo semiperfecto en el cual Adán y Eva eran felices, pero
nuestros primeros padres no se sentían realizados sintiéndose felices y nadando en
la abundancia, así pues, ellos necesitaban sufrir como nosotros y recuperarse de
sus tremendas equivocaciones, para aprender a apreciar la vida, y el amor divino y
humano.
Dios podría haber actuado a través de sus ángeles para librar a Noé y a los suyos
y a los animales de los efectos del diluvio universal, pero nuestro Padre quiso
servirse de su siervo para firmar un segundo pacto con la humanidad que había de
creer en el Dios Amor. Aquel pacto fue firmado con la sangre de los animales que
Noé sacrificó para tributarle a Dios el culto a El debido. Por su parte, Dios acojió
aquel sacrificio poniendo su arco iris en el cielo, la señal mediante la cual daba a
entender que jamás permitiría que la humanidad pereciera bajo el efecto de otro
diluvio, pues había sufrido mucho al ver morir a los millares de incrédulos
desesperados.
Dios se sirvió de Abraham para fundar un linaje perpetuo cuya Ley conductual
había de ser la vivencia salvadora de la fe, así pues, quienes actúan dejándose
inspirar por el Espíritu Santo, llevan la Ley de Dios impresa en sus corazones. Los
que continuaron la obra de Abraham fueron su hijo y su nieto Isaac y Jacob.
José, el más amado de los hijos de Jacob, se sirvió de sus privilegios en Egipto
para socorrer al pueblo de Dios de la gran carestía de alimentos y la mortandad que
acompañaba a aquella trágica incursión de la miseria.
Dios quiso servirse de un hombre tartamudo y de su hermano para sacar a los
hebreos de la esclavitud de Egipto y guiarlos por el desierto durante cuarenta años
en busca de la Tierra prometida fundando un linaje sacerdotal eterno. El sucesor de
Moisés fue Josué, a quien le sucedieron los jueces hasta que el Profeta Samuel por
deseo del pueblo y mandato divino constituyó a Saúl Rey de Israel.
Fue nuestro Jesús quien llevó a cabo el designio salvífico de Dios, pero,
hermanos, el Señor no murió como Dios, Jesús realizó la obra de Dios siendo
perfecto Hombre, según podemos constatar al leer FLP. 2, 6-11.
Pidámosle a nuestro Padre y Dios que nos ayude a aceptar su designio de amor y
verdad.
Han transcurrido seis semanas desde aquel Domingo de Resurrección en que
empezamos a celebrar el Misterio pascual. Nuestro Señor Jesús murió crucificado.
Tenemos fe en que nuestro Salvador ha vencido a la muerte, esa es la razón por la
cual creemos que también venceremos a la muerte cuando Jesús venga en su
Parusía al final de los tiempos.
Los cuarenta días anteriores al Jueves Santo nos preparamos espiritualmente
mediante la celebración del tiempo de Cuaresma para comprender mejor la Pasión,
muerte y Resurrección de Jesús para poder así celebrar la Pascua de Resurrección,
un tiempo que ya está tocando a su fin. El recuerdo de nuestra doble experiencia
de Cuaresma y Pascua ha de mantenernos durante todo el año con la fe despierta
para que la voz de nuestro Padre y Dios no se extinga entre nuestros hermanos los
hombres. Nuestra necesidad de buscar constantemente la felicidad y nuestro amor
para con nuestros prójimos es el compromiso que tenemos de cumplir los
Mandamientos de la Ley de Dios.
Me he comprometido a hacer de mi novia una mujer feliz. Los que sois padres os
habéis comprometido a educar a vuestros hijos según vuestras convicciones, y, el
Señor Jesús, nos ha dicho: "Seréis mis amigos si hacéis lo que yo os mando". ¿Cuál
es la condición que caracteriza a los hijos del pueblo de Dios? Los cristianos nos
hemos de caracterizar por el hecho de que cumplimos los Mandamientos de la Ley
de Dios.
(Esta meditación ha sido escrita a partir de fragmentos de meditaciones del año
2003).
José Portillo Pérez