Comentario al evangelio del Domingo 13 de Mayo del 2012
¿Se puede mandar el amor?
Vivir en el “primer día de la semana”, en el día de la
nueva creación, significa ser capaz de ver al Señor resucitado con los ojos de la fe e insertarse en Él
como los sarmientos en la vid, que con la savia de la vida nueva nos renueva por dentro. Sólo así
podemos dar fruto, hacer fecunda nuestra vida. Al escuchar hoy la Palabra entendemos que ese fruto es
el amor. Quien vive en Cristo no puede permanecer en el odio, en el rencor o la desconfianza, en la
indiferencia hacia los demás o encerrado en sus prejuicios culturales, nacionales, ni siquiera en los
religiosos.
Ahora bien, aquí surge fácilmente una objeción. ¿Es que se puede mandar el amor? ¿Puede el amor ser
un “mandamiento”? Si entendemos el “mandamiento” como una ley moral y el amor como un peculiar
modo de sentir, la objeción tiene sentido. No pocos la han alzado, por ejemplo, el filósofo Kant.
En realidad, el mandamiento del amor es mucho más que una “norma” moral, incluso si se la considera
la más importante; lo mismo que el amor mismo es mucho más que un peculiar modo de sentir,
parecido, por ejemplo, al sentimiento de simpatía.
San Juan nos dice hoy en su primera carta que “el amor es de Dios” y que “Dios es amor”. Jesús, por
su parte, en el evangelio, nos revela que si hemos de amarnos unos a otros (“éste es mi mandamiento”)
es precisamente porque el Padre le ha amado y Él nos ha trasmitido ese mismo amor y, por eso, así
como Él permanece en el Padre, nosotros hemos de permanecer en Él. Es decir, el amor no es una
simple exigencia moral, aunque más elevada, sino que es la misma vida de Dios, la vida interna de la
Trinidad que relaciona al Padre con el Hijo y que es el mismo Espíritu Santo. Así pues, siendo la vida
de Dios, no puede ser una “obligación” que pesa sobre nuestros débiles hombros: ¿quién puede estar
obligado a elevarse por sus propias fuerzas hasta la vida de Dios? El amor sólo puede ser un don. Si se
habla aquí de “mandamiento” hemos de entenderlo en el sentido de aquello que Dios nos ha mandado,
es decir, de Aquél que nos ha enviado: el amor consiste, no en que nosotros hayamos amado, sino en
que Dios nos ha amado y nos ha enviado a su Hijo.
Es Él quien nos ha dado a conocer al Padre y su voluntad salvífica, quien nos ha mostrado el amor
“más grande”, que consiste en dar la vida por sus amigos. Para hacernos partícipes de la vida misma de
Dios, Cristo ha pagado el alto precio de la muerte en la cruz, como víctima de propiciación por
nuestros pecados, es decir, por nuestra incapacidad de amar, de incluir, de romper fronteras y
establecer vínculos… La cruz es la llave de entrada en esa vida de Dios que se ha hecho presente y
accesible, y en la que podemos insertarnos al ver al Resucitado, al encontrarnos con Él allí donde se lo
puede ver, al permanecer en Él como los sarmientos en la vid.
Todo el misterio de la salvación, de la encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo se resume así
en una propuesta de amistad y en una invitación a la alegría. Somos los amigos de Jesús, si aceptamos
la amistad que Él nos brinda; he aquí una alegría que trasciende las pequeñas alegrías de la vida, tantas
veces empañadas por tristezas de todo tipo, porque en la amistad que Jesús nos ofrece tocamos la
fuente de la vida y del amor que es el mismo Dios.
Alegría y amistad son, por fin, la fuente de la verdadera libertad. No somos siervos de leyes abstractas
que pesan sobre nosotros, por muy libres que nos queramos sentir haciendo lo que “nos da la gana”,
pues, seamos sinceros, las “ganas” también tienen sus leyes que nos atan y nos esclavizan. Pero
nosotros no somos esclavos de un destino ciego o de la ironía de la historia: somos amigos del Hijo de
Dios e hijos en el Hijo. Esto potencia y multiplica, en medio de nuestras muchas limitaciones, nuestras
posibilidades de acción. Gracias a la libertad del amor podemos no someternos a los prejuicios
ambientales, alzar la voz arriesgando en favor de la verdad y la justicia, perdonar a los que nos
ofenden, y también tener la humildad de reconocer los propios pecados y pedir perdón por ellos;
podemos, en definitiva, usar nuestra vida y lo que la conforma para dar y no para quitar. El amor es,
más que un sentimiento, un modo de vida, fruto del don que hemos recibido de Cristo, y que se traduce
en obras: guardar los mandamientos (como el mismo Cristo ha guardado los mandamientos de su
Padre) es aceptar al que Dios nos ha enviado, permanecer en Él, tratar de vivir como Él vivió:
ofreciendo amistad y dando la vida.
Un modo de vida así es una aventura abierta, que depara sorpresas y abre horizontes inesperados. Los
circuncisos que estaban con Pedro en casa del pagano Cornelio se extrañaron de que el don del Espíritu
Santo se derramara sobre los gentiles. Ese es el género de sorpresas que depara el verdadero amor:
apertura de fronteras, ampliación de horizontes, superación de barreras, la instauración de nuevos lazos
de fraternidad entre aquellos que por razones nacionales, culturales o religiosas estaban separados o
enemistados.
La Palabra de Dios nos invita hoy a examinarnos sobre los frutos del amor en nuestra vida. ¿A quién
podríamos brindar nuestra amistad? ¿Qué “paganos” –según nuestros propios parámetros– pueden
sorprendernos hablando en lenguas que nos descubren la novedad de Dios? ¿Qué porciones de mi vida
–tiempo, conocimientos, comprensión, paciencia, capacidad de perdón, tal vez dinero– puedo dar
todavía, aunque eso me implique alguna renuncia, una pequeña cruz?
La alegría colmada que nos promete Jesús no es la de una vida saciada por acumulación de bienes o de
sensaciones (eso que se llama “vivir a tope”, y que nos acaba dejando vacíos). Ese género de felicidad
es inestable y problemático, y en una gran parte no depende de nosotros: ahí no somos realmente
libres. Jesús habla en cambio de esa plenitud de alegría que crece a medida que damos y que nos
damos. Y eso sí que está en nuestras manos, independientemente de que tengamos mucho o poco.
Porque de nosotros depende vivir con generosidad. Y la dignidad y la libertad que Jesús nos ha
regalado al hacernos partícipes de la vida de Dios, que es el amor, constituyen la posibilidad más alta a
la que el ser humano puede aspirar: ser amigos de Cristo, y llegar a ser en Él hijos de Dios.
José María Vegas, cmf