ASCENSIÓN DEL SEÑOR
Lecturas: Hch 1,1-11; S. 46; Ef 4,1-13; Mc 16,15-
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Homilía del P. José Ramón Martínez Galdeano,
S.J.
En espera del Espíritu
Era un sacerdote y religioso profundamente
piadoso, profesor de teología y buen poeta, a quien el
misterio, que hoy celebramos, el de la Ascensión del
Señor, inspiró el canto, preñado de tristeza porque
Jesús se va: “Y dejas, Pastor santo, tu grey en este
valle hondo, oscuro, en soledad y llanto. ¿Qué mirarán
los ojos, que vieron de tu rostro la hermosura, que no
les sea enojos? Quien gustó tu dulzura ¿qué no tendrá
por llanto y amargura? Ay, nube envidiosa, ¿Dónde
vas presurosa? ¡Cuán rica tú te alejas! ¡Cuán pobres y
cuán ciegos, ay, nos dejas!” (Himno de primeras
vísperas de la Ascensión del Señor).
Sospecho que a más de uno tales sentimientos
de nostalgia y tristeza les parezcan oportunos cuando
Jesús se aleja para siempre de la vista de los que han
creído y le aman con todo el corazón. Sin embargo no
son los que la Iglesia quiere que vivamos en esta
festividad.
Durante estos domingos de pascua hemos
puesto nuestra atención en la Iglesia, como el lugar en
donde seguimos junto a Cristo, en el que Cristo
resucitado está hoy con nosotros presente y actuando
en nosotros y por nosotros en la tierra. Cristo no ha
terminado su obra en este mundo. La continúa por
medio de la Iglesia, por medio de nosotros. Sigue
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junto a nosotros, sigue obrando maravillas, sigue
curándonos, alimentándonos, enseñándonos.
Hoy reflexionaremos sobre el don del Espíritu
Santo que nos ha prometido. Ya les dijo Jesús a los
once en su despedida tras la última cena, que era para
ellos mejor que les dejara, pues así les enviaría el
Espíritu Santo (Jn 16,7). El relato evangélico de hoy y
la primera lectura lo constatan. Jesús, antes de
ascender, manda seguir con su obra de proclamar el
Evangelio a todos los hombres y para ello les da su
propio poder contra los demonios, la inmunidad contra
los traidores, la facilidad de llegar a hablar lenguas
nuevas y poder curar enfermos. Eso es lo que Jesús
había hecho en su vida, lo seguiría haciendo y ellos
mismos lo harían. El evangelista, que escribe pasados
ya unos años, observa que así fue, que la experiencia
había confirmado y confirmaba sus palabras.
La primera lectura de hoy, que es justo el
comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles,
narra la última aparición de Jesús en Jerusalén este día
de la Ascensión. Jesús, que se lo ha prometido muchas
veces, vuelve a repetirles que van a recibir el Espíritu
Santo. Se lo dado ya el día mismo de la resurrección
cuando les concedió el poder de perdonar los pecados;
pero ha insistido y lo repite ahora otra vez, pues se lo
quiere conceder con mayor abundancia: “No se alejen
de Jerusalén; aguarden que se cumpla la promesa de
mi Padre, de la que yo les he hablado”. Alude a la
última cena. Entonces les prometió que les daría el
Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad, que sólo ellos
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podían recibir, que les recordaría todo lo que Él les
había enseñado y les aclararía su sentido, guiándoles
hasta la verdad completa (v. Jn 14,17.26; 16,13).
Como en el bautismo de Juan Jesús fue lleno del
Espíritu Santo, ahora a todos ellos (con los discípulos
todos los creyentes rodean en este momento a Jesús)
les promete una infusión especialmente fuerte del
Espíritu Santo. Será la que les otorgue la fuerza
necesaria “para ser sus testigos…hasta los confines del
mundo”. Luego asciende al Cielo ante sus ojos.
Se va, pero no los deja. En su carta a los
Efesios, escrita en la cárcel de Roma, Pablo explica
cuán cerca y dentro de nosotros está Cristo. En su vida
mortal Jesús realizó algunos milagros que
simbolizaban los bienes sobrenaturales que traía para
todos. Pero ahora se une a cada uno de nosotros, los
creyentes, y nos comunica en abundancia los bienes
sobrenaturales más maravillosos. El viene a ser la
cabeza de la Iglesia con la que está unido y forma un
solo viviente. Cada uno de los fieles es como un
miembro vivo, que está unido a Cristo, incluso vive de
su vida, realizando su función, distinta una de otra en
cada uno de sus fieles, pero siendo siempre necesaria
para la vida de la Iglesia. Todos los actos de humildad,
amabilidad, comprensión, paciencia y amor, todo
esfuerzo por la unidad y por la paz, todo acto de virtud
es acción del Espíritu de Cristo en cada uno de
nosotros. Así estamos de cercanos y de unidos a
Cristo. Y esto es posible porque “Dios , Padre de todo,
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que lo transciende todo, lo penetra todo y lo invade
todo”, está en cada uno de nosotros. Así en esta
Iglesia, que todos formamos, está y encontramos a
nuestro Dios más presente a nuestro espíritu que
nuestro mismo espíritu.
Pidamos al Espíritu, a Cristo, a María la gracia
de que nos recuerden constantemente estas
realidades. Que nos ayuden a actuar según esas
inspiraciones y posibilidades, “hasta que lleguemos
todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo
de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en
su plenitud”. Grande es y hermosa la vida del
cristiano.
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