DOMINGO DE PENTECOSTÉS B
(Hechos 2:1-11; I Corintios 12:3-7.12-13; Juan 15:26-27.16:12-15)
Se puede entender la primara pentecostés por la lente del libro de Génesis. Según
la historia antigua, después de varias generaciones los descendientes de Noé
crecieron a un pueblo grande. Emigraron del oriente para ocupar las tierras que
actualmente comprenden el sur de Irak. Porque todos hablaban la misma lengua,
fácilmente podían colaborar en empresas comunes. Un tal proyecto fue la
construcción de una torre para llegar al cielo. Detrás de la torre quedaba el
orgullo; pues, los constructores querían ser considerados grandes como Dios. En el
mundo actual las gentes están llevando a cabo un proyecto tan
ambicioso. Utilizando el mismo lenguaje de ciencia, los diferentes países están
construyendo bombas nucleares. Primero, los Estados Unidos produjeron la
bomba, entonces Rusia, Inglaterra, Francia, y China. Ya la tienen también Israel, la
India, Pakistán, y a lo mejor Norte Corea. Es posible que Irán lo desarrolle dentro
de poco. Los motivos de tener la bomba son múltiples, pero incluyen, como en el
caso de los primeros descendientes de Noé, el deseo para el prestigio.
Casi parece que los dueños de bombas nucleares no aprecian el riesgo que
corren. Si habría guerra en que se estallan varias bombas nucleares, la vida
humana como la conocemos terminaría. Millones de personas morirían como efecto
directo de las explosiones. Además decenas de millones de otros contratarían el
cáncer de la radiación emitida de las explosiones. Habría carencias de comida de
modo que los hombres les traten a los extranjeros como adversarios en búsqueda
de los mismos recursos de supervivencia. Asimismo, en el pasaje de Génesis que
trata del programa de construir una torre al cielo, los hombres también se
arriesgaron mucho. Realmente no amenazaban a Dios como si pudieran alcanzar al
cielo. De hecho, se retrata a Dios como teniendo de inclinarse sólo para vislumbrar
el proyecto. A lo mejor, sintió misericordia para los hombres traviesos entrañando
la ilusión de alcanzar su lugar. Para que no se hicieran daño a si mismos en el
intento, les confundió las lenguas. Entonces los hombres abandonaron el proyecto
para irse a diferentes partes de la tierra.
Sin embargo, las gentes no pueden vivir aislados para siempre. Más tarde o más
temprano, querrán eliminar el odio que ronda entre extranjeros. En la lectura de
Hechos hoy vemos el envío del Espíritu Santo a los discípulos de Jesús para que
prediquen el amor en su nombre. Cada ser humano escuchará que puede haber la
paz sólo cuando todos se dispondrán a sacrificarse por el bien de los demás. Así,
Dios Padre está fortaleciéndonos hoy en día con el mismo Espíritu para salvar la
humanidad del desastre nuclear. El Espíritu Santo nos ilumina la mente para
reconocer las virtudes de otras gentes, los defectos en nuestra sociedad, y la
necesidad de superar las diferencias. Entonces el Espíritu nos enciende al corazón
para compartir la buena voluntad entre pueblos. Ciertamente es una tarea gigante,
pero se desempeña con cada esfuerzo de reconciliarnos con diferentes tipos de
personas. Cuando animamos a nuestros jóvenes a donar un par de años a un
proyecto misionero, estamos apoyando la paz. Cuando participamos en una
oración interreligiosa, estamos aportando el mayor entendimiento entre
gentes. Cuando tomamos un minuto para acogernos a la persona nueva en nuestra
compañía, estamos movido por el Espíritu Santo.
Hay un nuevo juguete sencillo que llama la atención. Es sólo margarita plástica que
baila por el poder de la luz. Mueve en sintonía su flor como si fuera cabeza y las
hojas como brazos para poner sonrisas en nuestras caras. El Espíritu Santo
funciona en una manera parecida. Nos anima con su poder para hacernos
hacedores de paz entre los pueblos. No vamos a desarmar a los dueños de bombas
nucleares de una vez. Pero en tiempo por sacrificarnos, vamos a crear una
atmósfera de buena voluntad. En fin se transformará el odio a la buena voluntad y
la amenaza a la misericordia. En fin habrá la paz.
Padre Carmelo Mele, O.P.