EVANGELIO DEL DIA
¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68
Jueves de la séptima semana de Pascua
Libro de los Hechos de los Apóstoles 22,30.23,6-11.
Al día siguiente, queriendo saber con exactitud de qué lo acusaban los judíos, el
tribuno le hizo sacar las cadenas, y convocando a los sumos sacerdotes y a todo el
Sanedrín, hizo comparecer a Pablo delante de ellos.
Pablo, sabiendo que había dos partidos, el de los saduceos y el de los fariseos,
exclamó en medio del Sanedrín: "Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseos, y
ahora me están juzgando a causa de nuestra esperanza en la resurrección de los
muertos".
Apenas pronunció estas palabras, surgió una disputa entre fariseos y saduceos, y la
asamblea se dividió.
Porque los saduceos niegan la resurrección y la existencia de los ángeles y de los
espíritus; los fariseos, por el contrario, admiten una y otra cosa.
Se produjo un griterío, y algunos escribas del partido de los fariseos se pusieron de
pie y protestaron enérgicamente: "Nosotros no encontramos nada de malo en este
hombre. ¿Y si le hubiera hablado algún espíritu o un ángel...?".
Como la disputa se hacía cada vez más violenta, el tribuno, temiendo por la
integridad de Pablo, mandó descender a los soldados para que lo sacaran de allí y
lo llevaran de nuevo a la fortaleza.
A la noche siguiente, el Señor se apareció a Pablo y le dijo: "Animo, así como has
dado testimonio de mí en Jerusalén, también tendrás que darlo en Roma".
Salmo 16(15),1-2a.5.7-8.9-10.11.
Mictán de David.
Protégeme, Dios mío,
porque me refugio en ti.
Yo digo al Señor:
"Señor, tú eres mi bien,
no hay nada superior a ti".
El Señor es la parte de mi herencia y mi cáliz,
¡tú decides mi suerte!
Bendeciré al Señor que me aconseja,
¡hasta de noche me instruye mi conciencia!
Tengo siempre presente al Señor:
él está a mi lado, nunca vacilaré.
Por eso mi corazón se alegra,
se regocijan mis entrañas
y todo mi ser descansa seguro:
porque no me entregarás la Muerte
ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro.
Me harás conocer el camino de la vida,
saciándome de gozo en tu presencia,
de felicidad eterna a tu derecha.
Evangelio según San Juan 17,20-26.
No ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra,
creerán en mí.
Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean
uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.
Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos
uno
-yo en ellos y tú en mí- para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que
tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste.
Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que
contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación
del mundo.
Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron
que tú me enviaste.
Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con
que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos".
comentario del Evangelio por
Papa Benedicto XVI
Discurso del 30/06/2005 (trad. © Libreria Editrice Vaticana)
«Que sean uno en nosotros, para que el mundo crea»
(En las relaciones entre Católicos y Ortodoxos) la investigación teológica, que
debe afrontar cuestiones complejas y encontrar soluciones no restrictivas, es un
compromiso serio, al que no podemos renunciar.
Si es verdad que el Señor llama con fuerza a sus discípulos a construir la
unidad en la caridad y en la verdad; si es verdad que la llamada ecuménica
constituye una apremiante invitación a reedificar, en la reconciliación y en la paz, la
unidad, gravemente dañada, entre todos los cristianos; si no podemos ignorar que
la división hace menos eficaz la santísima causa del anuncio del Evangelio a todas
las gentes (Mc 16,15), ¿cómo podemos renunciar a la tarea de examinar con
claridad y buena voluntad nuestras diferencias, afrontándolas con la íntima
convicción de que hay que resolverlas?
La unidad que buscamos no es ni absorción ni fusión, sino respeto de la
multiforme plenitud de la Iglesia, la cual, de acuerdo con la voluntad de su
fundador, Jesucristo, debe ser siempre una, santa, católica y apostólica. Esta
consigna tuvo plena resonancia en la intangible profesión de fe de todos los
cristianos, el Símbolo elaborado por los padres de los concilios ecuménicos de Nicea
y Constantinopla (cf. Slavorum Apostoli, 15).
El concilio Vaticano II reconoció con lucidez el tesoro que posee Oriente y del
que Occidente "ha tomado muchas cosas"; recordó que los dogmas fundamentales
de la fe cristiana fueron definidos por los concilios ecuménicos celebrados en
Oriente; exhortó a no olvidar cuántos sufrimientos ha padecido Oriente por
conservar su fe. La enseñanza del Concilio ha inspirado el amor y el respeto a la
tradición oriental, ha impulsado a considerar al Oriente y al Occidente como teselas
que forman juntas el rostro resplandeciente del Pantocrátor, cuya mano bendice
toda la oikoumene. El Concilio fue aún más allá, al afirmar: "No hay que admirarse
de que a veces unos hayan captado mejor que otros y expongan con mayor
claridad algunos aspectos del misterio revelado, de manera que hay que reconocer
que con frecuencia las varias fórmulas teológicas, más que oponerse, se
complementan entre sí" (Unitatis redintegratio, 17).
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