Santísima Trinidad, B
(Deuteronomio 4:31-34.39-40; Romanos 8:14-17; Mateo 28:16-20)
Imaginémonos por un momento que somos de la familia Kennedy. No cualquier
familia Kennedy sino parientes del antiguo presidente de los Estados Unidos. Un
millón de dólares fue depositado en una cuenta bancaria para nosotros el día de
nuestro nacimiento. Cualquiera universidad nos aceptaría con ganas como
estudiantes. Es igual con las compañías: no iríamos faltando trabajo. Y si
querríamos entrar en la política, un ejército de trabajadores estaría dispuesto a
ayudarnos en las elecciones. Sería interesante, pero el evangelio hoy nos cuenta
del nacimiento en una familia aún más grande que la de los Kennedy.
Jesús manda a sus discípulos a bautizar a gentes de todas las naciones “en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. En otras palabras, quiere que
les introduzcan en la familia Dios. Tendrán nueva identidad, “cristianos”, que
proviene del otro nombre para el Hijo, “Cristo”, significando el ungido. También,
tendrán nuevo patrimonio: ni dinero ni tierras sino la vida eterna. Por hermanos
tendrán una cuarta parte de la población mundial, los hombres y mujeres que
comprenden la Iglesia. Sin embargo, estos privilegios llevan responsabilidades.
Tendrán que servir a los demás junto con Cristo, el único hermano nacido del
Padre.
La familia es de Dios Padre lo cual pensamos como el Creador. No es que el Hijo y
el Espíritu no participaran en la creación sino que se la describe en el Antiguo
Testamento que se enfoca, por la mayor parte, en Dios como Soberano de todo.
Podemos asociar a Dios Padre también con el amor. Pues, el Hijo lo reveló cómo
quien ama al mundo, aun a los hijos que lo deja para derrochar su herencia con
ajenos. Miramos a Dios Padre para proveer las necesidades y le agradecemos
porque siempre nos ha respondido generosamente. ¿Dios nos ama como madre
también? Es cierto. Existen unos pasajes bíblicos indicando que el amor de Dios es
entrañable como el vientre materno. Realmente en Dios no hay ni masculino ni
femenino porque no tiene cuerpo. Lo llamamos “Padre” siguiendo a Jesús. Además
pensar en Dios como masculino sugiere la completa diferencia entre Él y nosotros.
También la familia de Dios es del Hijo que tomó la misma carne como nosotros.
Estamos tan acostumbrados a pensar en Jesús como divino que nos olvidamos de la
lucha para establecer este hecho como creencia para todos. Por un tiempo en el
siglo cuarto la mayoría de los cristianos – pero no de los obispos – estaba de
acuerdo con un teólogo llamado Arrio lo cual enseñó que Jesús no fue igual con el
Padre. Como comprueba Arrio citó algunos pasajes bíblicos indicando que el Padre
es más grande que Jesús. Razonó Arrio que Dios no podía hacerse hombre porque
tiene una naturaleza infinita mientras el ser humano tiene límites. Según esta
manera de pensar y si Dios fuera a hacerse hombre sería como poner una montaña
en una caja. Entretanto san Atanasio, el gran defensor de la tradición católica,
ofreció esta prueba en contra Ario: la naturaleza de Dios es misterio
completamente fuera de la comprensión humana. Por eso, no se puede decir que
Dios no hiciera hombre y porque el evangelio lo dice, no hay razón de no aceptarlo
como la verdad. Ciertamente nos consuela mucho la doctrina de la divinidad de
Jesucristo. Implica no sólo que él conoce nuestra precaria sino también puede hacer
lo necesario para ayudarnos.
Si ha sido retador para algunos pensar en Jesucristo como Dios, ha sido más difícil
aún ver al Espíritu Santo como una persona distinta de Dios Padre y Dios Hijo. Es
así porque a veces se la Biblia lo identifica como “el Espíritu de Dios” o “El Espíritu
de Cristo” como si fuera una dimensión del Padre o del Hijo. Sin embargo,
sabemos por la reflexión que el Espíritu es una persona distinta. Se le asocia con la
misión de presenciar a Dios en el mundo actual. Es el Espíritu que nos guarda del
mal y que nos transforma el pan en el Cuerpo de Cristo. Nos aprovechamos de
varios objetos naturales para simbolizar al Espíritu Santo que por sí mismos indican
la imposibilidad de describir a Dios adecuadamente. El Espíritu es como el agua
que apoya la vida, la luz que nos ilumine las trampas del mundo, y la brisa que nos
alivia el peso del día. Sobre todo el Espíritu es como fuego que enciende el amor
en nuestro ser.
Algunos describen a Dios con un círculo porque es infinito. Sin embargo, el círculo
no transmite la idea que Dios es de tres personas. Otros simbolizan a Dios por un
triangulo equilátero, pero en este caso los ángulos y los lados son meramente
partes del todo. Tal vez queramos a imaginar a Dios como un retrato familiar, pero
¿cómo nos vamos a imaginar a Dios Espíritu y Dios Padre? No, no se le puede
imaginar adecuadamente a Dios porque es fuera de la comprensión humana. Sin
embargo, podemos rezar a él que nos provea las necesidades. Nos conoce y nos
ama. Que recemos a él.
Padre Carmelo Mele, O.P.