LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Lecturas: Dt 4,32-34.39s.; S.32; Ro 8,14-17; Mt
28,16-20
Homilía del P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
“En el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo”
Siendo la Santísima Trinidad el misterio más
hondo de nuestra fe es más fácil vivirlo que entenderlo.
Por eso creo bueno recordar estas palabras de San
Columbano, monje y gran misionero en la Europa del
siglo VI:
“Nadie tenga la presunción de preguntarse sobre
lo indescifrable de Dios. Limítate a creer con sencillez,
pero con firmeza. ¿Quién es, por tanto, Dios? El Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios. No indagues
más acerca de Dios; porque los que quieren saber las
profundidades insondables deben antes considerar las
cosas de la naturaleza. En efecto, el conocimiento de la
Trinidad divina se compara, con razón, a la profundidad
del mar, según aquella expresión del Eclesiastés: Lo que
existe es remoto y muy oscuro, ¿quién lo averiguará?
Porque del mismo modo que la profundidad del mar es
impenetrable a nuestros ojos, así también la divinidad de
la Trinidad escapa a nuestra comprensión. Y por esto
insisto: si alguno se empeña en saber lo que debe creer,
no piense que lo entenderá mejor disertando que
creyendo; al contrario, al ser buscado, el conocimiento
de la divinidad se alejará más aún que antes de aquél
que pretenda conseguirlo. Busca, pues, el conocimiento
supremo no con disquisiciones verbales sino con la
perfección de una buena conducta, no con palabras sino
con la fe que procede de un corazón sencillo y que no es
fruto de una argumentación basada en una sabiduría
irreverente. Por tanto, si buscas mediante el discurso
racional al que es inefable, te quedarás muy lejos, más
de lo que estabas; pero si lo buscas mediante la fe, la
sabiduría estará a la puerta, que es donde tiene su
morada, y allí será contemplada, en parte por lo menos”.
Vamos a seguir el consejo de San Columbano. Sin
embargo, para evitar estorbos que es fácil cree nuestra
razón, es bueno constatar que misterios los hay en
nuestra misma naturaleza.
Por ejemplo el hecho de que cada uno de nosotros
sea una sola naturaleza humana individual con
conciencia clara de ser uno: yo soy un solo hombre. Ese
hombre es el mismo que actúa con la mano, quiere con
la voluntad, piensa con la inteligencia. La inteligencia, al
razonar, tiene conciencia de ello y de que es un hombre
el que razona y que razonar es distinto de querer y de
hacer. La inteligencia razona y ve la conveniencia de
hacer algo, la voluntad decide hacerlo, el cuerpo lo hace.
La acción es fruto de los tres. En cada facultad el hombre
es consciente de sí mismo y de que actúa, pero ni hay
tres acciones ni tres hombres obrando, sino uno solo y el
mismo y una sola acción realizada por tres facultades
distintas, cada una con la conciencia de su acto y del
todo. Y no hay tres naturalezas humanas sino un solo
hombre. Hay, pues, misterios en la naturaleza; no nos
extrañe que los haya en Dios.
Dios fue revelando el misterio de la Trinidad poco
a poco. Pero con Jesucristo, el Mesías salvador
prometido a los judíos, Dios nos abre del todo el
corazón. Aquel Dios creador de todo y salvador es su
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Padre (Jn 5,17) y con Él es un solo Dios (Jn 10,30); y es
también nuestro Padre, el de cada uno de nosotros,
como hemos escuchado decirlo a Pablo en la Carta a los
Romanos (Ro 8; 1Jn 3,1). “Puede una madre –dice por
Isaías– olvidarse del hijo de sus entrañas? Pues aunque
ella se olvidare, Yo no me olvidaré de ti” (Is 49,15) y lo
dice no refiriéndose a santos, sino a gentes que han
caído en los más nefandos pecados de idolatría e
injusticia. “Abba!”, así se dirigía Jesús a Dios y lo hizo
en el momento en que necesitaba sentir más el amor de
Dios Padre. “Abba”, papaíto, padre mío querido, carece
en nuestras lenguas de una traducción que exprese bien
la carga de afecto, intimidad, confianza, cariño que
contiene. Así oró Jesús en el huerto antes de la pasión;
así nos enseña que nos dirijamos nosotros a Dios.
Porque es nuestro Padre entrañable, (Jn 20,17: “subo a
mi Padre y vuestro Padre”); porque nos quiere por
encima de todo cálculo; porque el mayor pecado contra
la fe es desconfiar de su amor. Así debemos orar: “Padre
nuestro”; porque a los que creyeron los hizo hijos de
Dios, que han nacido de Dios (Jn 1,11-13). Para eso vino
el Hijo unigénito, enviado precisamente para salvar del
pecado a todos los hombres (Jn 3,16) y no sólo
salvarnos sino hacernos sus hijos queridos, naciendo del
agua y del Espíritu (Jn 3,5). “Bendito sea el Dios y Padre
de Jesús, que nos ha bendecido en Cristo con todas las
bendiciones posibles; nos ha otorgado el perdón, la
riqueza de su gracia, hacernos sus hijos, ser sellados con
el Espíritu Santo y sus dones para alabanza de su gloria”
(v. Ef 1,3-14).
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Entremos de lleno con una vida santa en este
océano de bendiciones y maravillas. Que todo en nuestra
vida sea fe, servicio alegre y amor a nuestro Padre, a un
Dios que nos espera, sabemos que nos ama y a quien
queremos amar más y más. Porque toda obra y toda
oración solo estarán bien hechas si por Cristo el Espíritu
las origina desde el amor de hijos al Padre, si expresan,
suscitan y encienden actitudes de confianza, respeto,
gratitud y amor filiales en Dios Padre.
Hemos sido bautizados y debemos bautizar “en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”;
hagamos lo posible por vivir también en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Un Dios que existe
desde siempre, que ha creado todo y a todos, que ama a
todos y, siendo todos pecadores, de tal forma nos ama
que ha enviado a su Hijo unigénito al mundo para que,
avalando la deuda cuasi infinita de nuestros pecados, la
satisficiese con su obediencia hasta la muerte en la cruz,
alcanzase la salvación todo aquél que creyese en su
amor y se arrepintiese, recibiendo su Espíritu Santo, que
le convertiría en santo y ciudadano del Cielo (Hch 2,38).
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