Solemnidad de la Santísima Trinidad (Ciclo B)
Padre Julio Gonzalez Carretti
Esta celebración litúrgica quiere revivir el misterio fundamental de nuestra fe
cristiana: creemos en un Dios Uno y Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Todo
el año, mejor dicho, toda la liturgia de la Iglesia Católica, está avocada a
celebrar este misterio de un Dios y Tres Divinas Personas. En la Escritura, este
misterio se revela poco a poco, desde la Creación del mundo, de la nada,
realizada por Dios Padre, hasta la plenitud de los tiempos, donde el Hijo,
Jesucristo, revela la economía de salvación, y que el Espíritu Santo, en
Pentecostés sella, con sus dones y carismas, la santificación de los bautizados,
los consagrados, que en la Iglesia, encuentran el inicio del Reino de Dios en
sus vidas, y para sus vidas. La obra de la redención humana, es obra de la
Santísima Trinidad.
Lecturas:
a.- Dt. 4, 32-34.39-40: Yahvé es Dios y no hay otro fuera de él.
La primera lectura, nos introduce en la reflexión, que hace el autor sagrado
sobre la unicidad de Dios, frente a la idolatría, pero es también una
exhortación, a la obediencia a Yahvé y sus mandatos. Este primer discurso de
Moisés, termina con una profesión de fe monoteísta, y una llamada a la
fidelidad al mandamiento principal. Todo lo fundamenta en las pruebas, que
debe tener en cuenta el israelita a la hora de profesar su fe en Yahvé. La
unicidad de Dios, la puede comprobar en la historia que Dios ha hecho con su
pueblo (cfr. Dt.4, 25. 39), como la revelación en el Horeb y la liberación de la
esclavitud de Egipto. La mirada del autor sagrado, va más allá en el tiempo,
hasta recordar el amor de Dios con los Patriarcas, pero se vuelve su mirada
también, hacia la conquista de la tierra prometida, que ÉL llevó a cabo
desalojando naciones más poderosas que Israel, para darle esa tierra que
poseen hoy (vv. 32.38). Estos acontecimientos, forman parte del credo
histórico de Israel, es decir, antiguas profesiones de fe, de todo el pueblo en
Yahvé, su único Salvador (cfr. Dt. 26,1-11). En todas estas intervenciones
divinas, Yahvé entra en la historia de Israel, como el Único, ningún otro dios
aparece como Salvador, y los que ha encontrado en su devenir histórico, son
mudos e inoperantes, en definitiva falsos. En todo este espacio de tiempo,
ninguno ofrece las pruebas de fidelidad, y creatividad como Yahvé, lo que
descarta que exista otro, de lo contrario, se habrían interpuesto en su camino
de salvación. Sólo Yahvé salva. El predicador, se presenta más que como
teólogo, como verdadero pastor, que se dirige al pueblo, como si fuera una
sola persona, tentada por las deidades cananeas, ahora decepcionada de ellas,
sin futuro. Este predicador, quiere abrir el camino de la esperanza al pueblo,
recordándoles los cimientos de su propio existir, los hechos históricos, su
vocación eterna, las pruebas de fidelidad de parte de Yahvé, que lo tienen
comprometido y exigen del pueblo una respuesta constante. La puerta del
futuro está abierta, el camino es la fidelidad a la alianza y a la profesión d fe,
en el único Dios. La profesión de fe, el regreso al Dios único y verdadero, es
conexión directa, con la raíz misma de su ser, pueblo de Dios. Es un volver a
ser el pueblo amado por Yahvé, en sus insignes patriarcas, libertado en
Egipto, que aceptó su alianza en el Sinaí, que le entregó una tierra, que mana
leche y miel, la tierra prometida en que se encuentra hoy. El mismo Dios, que
mantiene su alianza, su relación, con su pueblo Israel y que ahora la restaura
con bienes que llenan el presente, que colmaron su pasado, y bendice su
futuro.
b.- Rm. 8,14-17: Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, son
hijos de Dios.
El apóstol Pablo, dedica este capítulo (Rm.8), a la vida del creyente en el
Espíritu. Presenta las realidades de la vida cristiana, con la certeza que
llegarán a su plenitud, si son vividas al ritmo del Espíritu de Dios. Lo primero,
será vivir según el Espíritu, y no según la carne, ya que a ella no le debemos
beneficio alguno, al contrario, vivimos para cumplir sus exigencias que
esclavizan (cfr. Rm.8, 12). Si nos conducimos según la carne, nuevamente
caeremos en la muerte, de la que nos libró Cristo (cfr. Rm.7, 25-25), pero si
las mortificamos, es decir, acabamos con su vida, no consintiendo en lo que
nos exigen, sino más bien, nos ejercitamos en las virtudes contrarias, entonces
sí viviremos la vida cristiana auténtica (cfr. Col. 3,5; Rm.8,1). Los que
mortifican su carne, bajo la moción del Espíritu, esos son los verdaderos hijos
de Dios (v.14). Nacimos con un espíritu de rebeldía contra el Padre, porque
quiere mandar en nuestra vida, su voluntad pareciera restringir nuestra
libertad, y el hombre viejo se revela. La obra de Cristo Jesús y su Espíritu es
precisamente hacernos comprender que el Padre nos ama, educa, nos poda
para que los frutos ean según su voluntad. La expresión hijos de Dios, ya era
conocida por el AT, sólo que ahora obrada la redención por Cristo Jesús,
adquiere un significado mucho más profundo (cfr. Ex.4, 22; Dt.14,1; Os.11,1;
Sab.2,18). En el pasado, Dios podía ser invocado como Padre, tal como lo
hicieron los israelitas, pero es necesario señalar, que la primera disposición de
ánimo de creyentes y gentiles, era el temor, y no el amor, por lo que la idea de
Dios Padre, quedaba en segundo plano (cfr. Ex. 4, 22; Dt 32,6; Is.1,2;
Jer.31,9; Is.63,16; 64,8; Sab.14,3; Ecli.23,1.4; Dt.6,13; 10,20-21). Ahora, en
cambio, en la plenitud de los tiempos, los del Evangelio de la gracia, si bien se
mantiene vivo el sentimiento de temor de Dios, por su omnipotencia y justicia,
prevalece el amor; no es el espíritu de siervos para con su amo, sino el de
hijos con su Padre, la realidad que ahora rige las relaciones con Dios. Pablo
establece esta verdad de la filiación divina, como una realidad tan íntima, que
define el ser mismo de cristianos: lo invocamos como verdadero Padre.
Realidad de fe ésta, que no procede de nosotros, sino que nos ha sido dada, la
hemos recibido del Espíritu Santo que vive en nosotros (v.14). Este espíritu de
adopción lo experimentamos como un nuevo nacimiento, desde nuestra
justificación, en el Bautismo, participamos del mismo ser de Dios, formamos
parte de la familia de Dios (cfr. Gál.4,4-6; Ef.1,3-14; Tit.3,5; 1Jn.3,1-2; 4.7;
Jn.1,13; 3,5; 2 Pe.1,4). Nuestro testimonio se vivifica, por el testimonio del
Espíritu Santo, que somos hijos de Dios, nos mueve hacia Cristo Jesús, nos
toma como propiedad suya, como a todos los cristianos, que en la comunidad
eclesial, celebran esta su dignidad de hijos de Dios. A la prueba que somos
hijos por el espíritu de adopción, siguen los bienes que vamos a heredar, que a
modo de conclusión nos presenta el apóstol. “Y, si hijos, también herederos…”
(v.17). La glorificación eterna para el cristiano, no es una recompensa, sino
una herencia, a la que tenemos derecho, una vez adoptados como hijos de
Dios, una vez ingresados en la familia de Dios (v.15; cfr. Gál. 4, 5; Ef. 1,5).
Con lo cual, nos convertimos en “coherederos con Cristo” (v.17), el único Hijo
de Dios, que como hombre ya ha heredado estos bienes, para nosotros
todavía futuros (cfr. Flp. 2,9-11). Más que herederos de la gloria, habla que
somos herederos de Dios, es decir, que ya poseemos a Dios por la visión que
nos proporciona la fe, y más tarde, la visión beatifica (cfr. 1Cor.13, 8-13; 1 Jn.
3,2). Termina este pasaje el apóstol, recordando que en definitiva, toda
nuestra vida de cristianos nace de la Cruz, que hemos de padecer como ÉL, si
queremos ser con ÉL glorificados.
c.- Mt. 28,16-20: Bautizadles en el nombre del Padre y del Hijo del
Espíritu Santo.
El final del evangelio de Mateo, nos trae a la memoria el mandato de Cristo de
ir a bautizar, consagrar a Dios, a todos los pueblos y naciones de la tierra,
enseñándoles todo lo que nos ha mandado. Este final, es un nuevo comienzo
confiado por Cristo a los apóstoles. El evangelista, deja en claro que la misión
de evangelizar es de todo cristiano, comenzando por los que fueron testigos de
la resurrección de Cristo (v.17; Mc.16, 14; Jn. 20, 24ss). La atención la pone el
evangelista, no tanto en la aparición del Resucitado, sino en la misión que
confiere a los apóstoles. La reunión de los Once, apunta al inicio del ministerio
de Jesús, el monte de las bienaventuranzas, donde Jesús, como nuevo Moisés,
ha promulgado la ley de la Nueva Alianza. Esta Alianza, es definitiva, y para
todos los pueblos, está cimentada en el poder que ha sido conferido como Hijo
de Dios, Señor glorioso (vv.18; Flp,.2,9-11); Hijo del Hombre, Juez universal
(cfr. Dn.7,14), tal como lo había proclamado ante el Sanedrín (cfr. Mt. 26, 63-
65). El que ha recibido del Padre toda autoridad, envía a los apóstoles, con ese
mismo poder y autoridad, a fin de hacer discípulos a todos los pueblos de la
tierra. Se inaugura el tiempo mesiánico, destinado a los gentiles, pero sin
excluir a Israel; es una misión destinada no a las masas, sino a cada persona,
llamada personal a entrar en comunión con la Santísima Trinidad, por medio
del Bautismo, con adhesión plena a la persona y doctrina de Cristo Jesús,
vivida en la comunidad eclesial. De ahí que la enseñanza del Maestro, su
Evangelio de gracia, debe ser custodiada por los discípulos, en su tarea de
enseñarla, en toda pureza y fidelidad. Si bien, la tarea de la evangelización
parece inmensa y superior a sus fuerzas, las últimas palabras de Jesús
resuenan como las más consoladoras, las más reconfortantes: el que ha venido
a ser Enmanuel, el Dios con nosotros, aunque sentado a la derecha del Padre,
nos acompaña en la historia, hasta que ésta entre en la gloria eterna de la
Pascua, y Dios sea todo en todos (cfr.1 Cor.15, 28), ingrese a gozar de la
visión beatífica en el seno de la Santísima Trinidad. Si en la Ascensión, Jesús
es el centro de la celebración, el Espíritu Santo lo es en Pentecostés, hoy el
Padre es el centro de esta celebración. Así como tenemos una relación
particular con el Hijo y el Espíritu, debemos también cultivar para poseer una
singular relación con el Padre. Es precisamente el Hijo y el Espíritu, que nos
abren a esta experiencia de intimidad divina, la oración, es la mejor tierra
donde germina este espíritu filial, vivir esa condición nueva de hijos obedientes
al querer del Padre.
Teresa de Jesús, un día comprendió este misterio trinitario. “Estando una vez
rezando el salmo de Quicumque vult, se me dio a entender la manera cómo
era un solo Dios y Tres Personas tan claro, que yo me espanté y consolé
mucho. Hízome grandísimo provecho para conocer más la grandeza de Dios y
sus maravillas; y para cuando pienso o se trata de la Santísima Trinidad,
parece entiendo cómo puede ser, y esme de mucho contento.” (Vida 39,25).