DOMINGO 17 Tiempo Ordinario (Ciclo B)
+ Lectura del santo Evangelio según san Juan
En aquel tiempo, Jesús se fue a la otra parte del lago de
Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque
habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió
Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus
discípulos.
Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús
entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente
dijo a Felipe:
«¿Con que compraremos pan para que coman éstos?»
(lo hizo para tentarlo, pues bien sabía Él lo que iba a
hacer).
Felipe le contestó:
«Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada
uno le toque un pedazo».
Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón
Pedro, le dijo: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco
panes de cebada y un par de peces, pero, ¿qué es eso para
tantos?» Jesús dijo: "Decid a la gente que se siente en el
suelo». Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron:
sólo los hombres eran unos cinco mil.
Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los
repartió a los que estaban sentados; lo mismo todo lo que
quisieron del pescado. Cuando se saciaron, dijo a sus
discípulos:
«Recoged los pedazos que han sobrado, que nada se
desperdicie».
Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos
de los cinco panes de cebada que sobraron a los que
habían comido.
La gente entonces , al ver el signo que había hecho, decía:
«Este si que es el profeta que tenía de venir al mundo».
Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para
proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña, él sólo.
Palabra del Señor
.
Homilías
(A)
Jesús ve a la multitud hambrienta que le sigue y siente compasión
de ellos. Los pobres siguen a Jesús, porque ven en Él a un ser
excepcional, pero sienten el hambre y la necesidad.
Jesús les plantea el problema a sus discípulos que se ven
desbordados.
Hay un momento clave en la escena, alguien presenta unos panes
y un par de pececillos.
Jesús les manda sentarse y la comida llega para todos.
Ante hechos como este, corremos el peligro de quedarnos
admirados ante el carácter portentoso de los milagros, sin
comprender el mensaje que encierran.
Jesús no es un milagrero, realizador de prodigios
propagandísticos. Sus milagros no son una propaganda fácil. Sus
milagros son señales, son signos que abren brecha y que van
apuntando hacia lo que es su Reino. Son símbolos del Reino, del
Mundo Nuevo que viene a anunciar.
El hecho de la multiplicación de los panes, el hecho de dar de
comer a aquella multitud, nos invita a descubrir que el Mensaje de
Jesús, su proyecto es alimentar a las personas, para reunirlas en
fraternidad, para enseñarles a compartir su pan y sus bienes, para
enseñarles a convivir como hermanos.
Este mundo de hermanos, es la única manera de construir entre
los humanos, un mundo de justicia, de amor y de paz; es decir: el
Reino de Dios.
Pero construir este mundo de hermanos no consiste en dejar en
paz a los demás, en no hacerles nada malo, y basta.
No consiste en despreocuparnos de los demás, olvidarnos de sus
necesidades, preocupándonos sólo de nuestra felicidad y de
nuestra buena vida.
En el relato del Evangelio que hemos escuchado, alguien aporta lo
poco que tiene: cinco panes y dos peces. Por algo se empieza. Y
se produce el milagro, la comida llega para todos.
También nosotros, tendremos que ir aportando lo poco que
tenemos, si queremos que se realice el milagro del reparto.
Y ¿qué podemos aportar nosotros a la Comunidad, a los demás?
Tenemos nuestra vida, nuestro trabajo, nuestra habilidad para
ciertas tareas, nuestro dinero, nuestro esfuerzo.
Todo vale y todo sirve. Si cada uno aportamos algo de nuestra
parte, se producirá el milagro y llegará para todos.
Todos tenemos la experiencia de haber colaborado en algún
trabajo con los vecinos o en favor de algún necesitado.
Nos hemos dado cuenta de que ese poco que cada uno ponemos
en forma de trabajo o de dinero, se multiplica y el trabajo sale
adelante y se solucionan los problemas.
Con pocas cosas, con un poco esfuerzo de cada uno, se consiguen
grandes beneficios, se consiguen grandes favores para los demás.
En una palabra, se produce el milagro de la multiplicación de los
esfuerzos.
Es la enseñanza de este Evangelio de hoy.
Vamos a aportar lo que somos y tenemos para que se produzca,
también entre nosotros, el milagro: La felicidad llegará para
todos.
(B)
Así se titula el sugerente libro recién publicado por Jean Claude
Lavigne con la audaz intención de sacudir a los europeos de su
«eurocentrismo» y ayudarles a descubrir la universalidad. Los
hombres y mujeres del Norte han de aprender a hacerse
«prójimos» de todos los seres humanos del planeta. Según
Lavigne, la tarea es urgente, debido, sobre todo, a cuatro factores.
Se está produciendo en estos momentos una radicalización de la
miseria, que reviste ya caracteres dramáticos en los países más
pobres. Las situaciones infrahumanas en que viven algunos
pueblos van más allá de todo lo conocido hasta ahora.
Por otra parte, los países del Norte no tienen experiencia directa
de esta miseria. La mayoría de nosotros no tendrá nunca ocasión
de encontrarse cara a cara y en profundidad con hombres y
mujeres que mueren de hambre y sed.
Existe, además, un alejamiento cultural y lingüístico que hace
difícil la comunicación y la sintonía con pueblos tan distantes de
nuestra cultura moderna y de la «sociedad del bienestar».
Por último, la complejidad de la actual crisis económica acapara
la atención de los pueblos ricos que abandonan cada vez más a su
suerte a los habitantes más pobres de la Tierra.
El primer paso ha de ser no endurecer el corazón. No ignorar de
manera sistemática la información que nos llega de esos países.
No encerrarnos en el «no hay nada que hacer». No conformarnos
con decir que es culpa del sistema económico o que se trata de
pueblos indolentes y perezosos.
El segundo paso consiste en reaccionar llevando a cabo pequeños
gestos, por modestos que nos parezcan o por escaso que sea su
efecto. Aunque solo haya sido por un momento, en secreto,
alguna vez. Es importante vivir la experiencia de ensanchar
nuestra solidaridad, mirar más allá de nuestro territorio
perfectamente delimitado, sacudir la resignación.
Los gestos pueden ser muchos. Reducir el presupuesto familiar,
colaborar en el envío de productos de primera necesidad,
comprometerse en la campaña contra el hambre, apoyar la acción
del 0,7, tomar parte en una marcha de protesta, colaborar con
organizaciones de solidaridad con los pueblos del Sur.
Son gestos aparentemente muy modestos, pero necesarios para
despertar nuestra conciencia, para ayudarnos a escuchar el grito
del «pobre lejano» y para hacernos descubrir la inhumanidad de
una «sociedad de bienestar» olvidada de los hambrientos de la
Tierra. La escena de la multiplicación de los panes es una
invitación a compartir más nuestros bienes, aunque solo tengamos
«cinco panes» y «un par de peces».
(C)
Según los exégetas, la multiplicación de los panes es un relato
arquetípico que nos permite descubrir el sentido que la eucaristía
tenía para los primeros cristianos como gesto de unos hermanos
que saben repartir y compartir lo que poseen.
Según el relato, hay allí una muchedumbre de personas
necesitadas y hambrientas. Los panes y los peces no se compran
sino que se reúnen. Y todo se multiplica y se distribuye bajo la
acción de Jesús que bendice el pan, lo parte y lo hace distribuir
entre los necesitados.
Los cristianos olvidamos con frecuencia que, para los primeros
creyentes, la eucaristía no era sólo una liturgia ritual sino un acto
social en el que cada uno ponía sus bienes a disposición de los
necesitados, repitiendo así el gesto del joven que entrega sus
panes y peces.
En el famoso texto del siglo II en el que S. Justino nos describe
cómo celebraban los cristianos la eucaristía semanal, se nos dice
que cada uno entrega lo que posee para "socorrer a los huérfanos
y las viudas, a los que por enfermedad o por otra causa están
necesitados, a los que, están en las cárceles, a los forasteros de
paso y, en una palabra, a cuantos están necesitados".
Durante los primeros siglos resultaba inconcebible venir a
celebrar la eucaristía sin traer algo para ayudar a los indigentes y
necesitados.
Sólo recordaré el severo reproche de S. Cipriano, obispo de
Cartago, a una rica matrona: "Tus ojos no ven al necesitado y al
pobre porque están oscurecidos y cubiertos de una noche espesa.
Tú eres afortunada y rica. Te imaginas celebrar la cena del Señor
sin tener en cuenta la ofrenda. Tú vienes a la cena del Señor sin
ofrecer nada. Tú suprimes la parte de la ofrenda que es del
pobre".
La colecta de las misas por las diversas necesidades de las
personas no es un añadido postizo y externo a la celebración
eucarística. La misma eucaristía exige repartir y compartir.
Domingo tras domingo los creyentes que nos acercamos a
compartir el pan eucarístico hemos de sentirnos llamados a
compartir más de verdad nuestros bienes con los necesitados.
Sería una contradicción pretender compartir como hermanos la
mesa del Señor cerrando nuestro corazón a quienes en estos
momentos viven la angustia de un futuro incierto. Jesús no puede
bendecir nuestra mesa si cada uno nos guardamos nuestro pan y
nuestros peces.
(D)
Dicen los estudiosos de la Biblia que el gran milagro del que nos
habla el evangelio de hoy consistió en que, cuando parecía que no
había nada que comer, al organizar Jesús la comida, todos
empezaron a compartir. Abrieron sus zurrones y empezó a
aparecer pan, queso, nueces, higos, fruta, lo que llevaba cada uno.
En esto, sobre todo, consistió el milagro: en el compartir; en pasar
del “mío” a lo “nuestro”.
La Eucaristía tendría que ser para los que participamos en ella una
invitación constante a crear fraternidad y a vivir compartiendo,
aunque sea poco, aunque no sea más que los “cinco panes y los
dos peces” que poseamos. La Eucaristía es una celebración que
implica una nueva convivencia amistosa y fraternal...
Celebrar la Eucaristía sin voluntad de vivir en comunidad, sin
voluntad de compartir, es una contradicción y una mentira... Y
cuántas mentiras se dan en nuestras Iglesias...
La Eucaristía reclama compartir... hasta los bienes materiales... ¡Y
cuánto nos cuesta!
A veces nos preocupamos de si el celebrante pronuncia o no las
palabras prescritas en el ritual...De si el lector se equivocó en
algo... Hacemos problema de si la comunión la da el sacerdote o
la da un seglar...Y mientras tanto, no nos preocupa seguir
participando en la Eucaristía, un domingo y otro... sin
interrogarnos por mi vida fraterna... ¿Cómo me llevo con los
demás: familia, vecinos, compañeros...? ¿cómo me llevo con
muchos de los que domingo tras domingo comparten conmigo la
Eucaristía? ¿Cómo me llevo con mis vecinos? ¿Perdono a quienes
me han ofendido o a quienes en algún momento se han enfrentado
conmigo?...
¿Qué aporto a la comunidad y al pueblo...? ¿crece mi interés por
los que tienen necesidades: de dinero, de tiempo, de atención, de
cariño, de cuidados?...
¿Me preocupa que mi asistencia a Misa tiene que ir acompañada
por que en mí crezca la solidaridad hacia todos...?
¿O quizá sigo asistiendo a la Eucaristía todos los domingos... pero
en mí nada cambia y nada crece...?
Cuando no hay fraternidad, sobra la Eucaristía.
El proyecto de Jesús es que los hombres vivamos como hermanos
que celebran un banquete. Este banquete, empieza aquí con la
Eucaristía.
Los cristianos estamos llamados a formar una comunidad en la
que “tengamos un solo corazón y una sola alma”. ¡Qué felicidad
vivir los hermanos unidos” (Sal 62) Pues esa felicidad la hemos
de gustar cada vez que celebramos la Eucaristía. De la misma
forma que los hermanos y los amigos celebran su amistad y su
unión en una comida festiva...
¡Qué tristeza da oír hablar de la obligación de oír misa! ¡Qué
alegría produce, en cambio, oír a los cristianos que confiesan:
“Para mí la Eucaristía no es una obligación, sino una necesidad”.
Ir a una fiesta por obligación no tiene ningún sentido.
¡Ojalá sepamos organizar y vivir la comida del Señor como una
verdadera fiesta de amigos y hermanos! Así la pensó Jesús.
(E)
Teresa tenía 8 años cuando oyó a sus padres que hablaban de
su hermanito Andrés. Todo lo que supo era que su hermanito
estaba muy enfermo y que no tenían dinero para la operación.
Teresa oyó decir a su padre: "Sólo un milagro puede salvar a
Andrés".
Teresa fue a su habitación y contó cuidadosamente las
monedas que había ahorrado. Se fue a la farmacia y le dijo al
farmacéutico: "Mi hermano está muy enfermo y quiero
comprar un milagro. ¿Cuánto cuesta un milagro?"
"Lo siento, pero aquí no vendemos milagros. No puedo
ayudarte", le contestó.
El hermano del farmacéutico que estaba allí en aquel momento
se agachó y le preguntó a la niña: "¿Qué clase de milagro
necesita tu hermanito?"
No lo sé. Mi madre dice que necesita una operación y quiero
pagarla con mi dinero.
"¿Cuánto dinero tienes?" le preguntó.
Tengo un dólar y cinco centavos.
Estupendo, qué coincidencia, sonrió el hombre, eso es
exactamente lo que cuesta un milagro para los hermanitos.
Cogió el dinero de la niña y le dijo: "Llévame a tu casa.
Veamos si tengo la clase de milagro que necesitas".
Ese hombre, el hermano del farmacéutico, era el Doctor
Carltom Armstrong, un cirujano. Y operó al niño gratis.
"Esa operación, susurraba la madre, ha sido un verdadero
milagro. Me pregunto cuánto habrá costado."
Teresa sonreía, ella sí sabía lo que había costado, un dólar y
cinco centavos , más la fe de una niña.
Un milagro es siempre un acto de amor y de imaginación. No
hay milagros en la casa del odio. Sólo el amor da vida y
multiplica los favores. El odio es el extintor número uno.
Se dice que todo lo que el rey Midas tocaba se convertía en
oro. Nosotros podemos decir hoy y cada vez que predicamos a
Jesucristo que todo lo que hizo y toda persona que Él tocó se
sanó y se salvó. Su amor fue y es todavía el origen de todos los
milagros.
En el evangelio de hoy, Juan 6, 1-15, nos maravillamos con los
cinco panes y los dos peces.
Juan nunca usa la palabra milagro. Usa una palabra más
sencilla, signo. Jesús y sus obras son los signos de que Dios
está presente en nuestro mundo, que el amor de Dios y su
poder están trabajando en Jesús y se nos reta a mirar más allá ,
ver a Dios con cara y corazón humano.
El signo verdadero y visible y para siempre es Jesús.
Jesús es el signo y la flecha que apuntan hacia Dios.
Jesús fue usado por su Padre para satisfacer el hambre de todos
sus hijos e hijas.
Y así como Dios necesitó a Jesús para hacer su trabajo, Jesús
necesitó aquel muchacho con sus panes y sus peces para
producir un picnic increíble.
Este muchacho jugó un papel importantísimo en este glorioso
acontecimiento. Estaba en el lugar apropiado, a la hora
apropiada, y permitió que Jesús lo usara.
Jesús, el signo del amor, gracias a este muchacho, se convirtió
en un signo más visible para todos.
¿Por qué tantas personas alrededor de Jesús ese día? Tal vez
tenían hambre de la palabra de Dios o hambre de estar con
alguien que les ofrecía esperanza. Le siguieron aquel día
despreocupados del hambre física. Pero Jesús lo sabía y los
alimentó. Él no tenía nada pero aceptó los panes y peces del
muchacho y dijo: con esto nos basta.
"Cuánto dinero tienes" "un dólar y cinco centavos". "Qué
coincidencia, ese es el precio exacto de un milagro para los
hermanitos."
Un dólar y cinco centavos. Cinco panes y dos peces.
Para dar vida, hacer feliz, alimentar, amar, perdonar, satisfacer,
estar en paz, no se necesita mucho: una sonrisa, una buena
palabra, un abrazo sincero, una cálida acogida, estar ahí…
En este mundo, no necesitamos milagros, necesitamos signos
de amor y de compasión.
Jesús es el signo principal, el único, pero todos nosotros somos
llamados a ser signos de una nueva y necesaria reconciliación
entre nosotros.
Jesús todavía necesita nuestros cinco panes para alimentar a
los hambrientos.
Jesús todavía necesita nuestra inteligencia para enseñar a los
que no saben.
Jesús todavía necesita nuestro tiempo para visitar a los
abandonados.
Jesús todavía necesita nuestras palabras para consolar a los que
sufren.
Jesús todavía necesita nuestro esfuerzo para hacer un mundo
más en paz, más fraterno y más justo.
Jesús además de darnos el pan, nos dice que Él es el pan de
vida.
En la iglesia, aquí y ahora, multiplicamos su presencia. Aquí
vemos los signos de Jesús y le alabamos y seguimos y nos
quedamos con Él. Aquí nos recuerda que alimentar a los
hambrientos es una responsabilidad de todo cristiano.
ALGUNOS APUNTES SOBRE EL EVANGELIO
Jesús es el testigo del "buen corazón" de Dios.
Jesús constata las hambres de los hombres. Quiere darles,
quiere darse. Va a hacer lo que su Padre quiere, ser testigo del
amor del Padre para la humanidad.
El corazón multiplicado.
Para multiplicar el pan, Jesús comenzó por multiplicar el
corazón. El corazón de aquel muchacho que había viajado con
su bocadillo en la mochila.
El sacramento del compartir.
Abrir el corazón es la primera conversión.
El compartir debería ser "el octavo sacramento cristiano".
Nuestros contemporáneos lo esperan para abrirse a la fe.
Compartir es un signo de la fe verdadera, un signo para la fe.
Vivir la Eucaristía.
Compartir el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Increíble comida
del Señor.
¿Cómo se puede vivir sólo para sí después de haber
compartido el pan de vida?
(F)
Queridos amigos: Los comentaristas ven en la escena de la
multiplicación de los panes un símbolo de la Eucaristía o, mejor
aún, la manera cómo los primeros cristianos celebraban la
Eucaristía. Nosotros hemos valorado mucho la Misa como un acto
litúrgico de culto, y lo es, pero nos hemos olvidado de que
también es el momento de entrar en contacto con las necesidades
de los hermanos y de hacernos solidarios con ellos aportando lo
que tenemos. Hay un texto de San Justino, del siglo II, muy bello
a este propósito, dice que en la celebración de la Eucaristía cada
uno lleva y entrega lo que posee para “socorrer a los huérfanos y
las viudas, a los que por enfermedad o por otra causa están
necesitados, a los que están en las cárceles, a los forasteros que
están de paso y, en una palabra, a cuantos están necesitados”.
Tendríamos que preguntarnos cada vez que nos reunimos para
celebrar la Eucaristía si sabemos cuántos huérfanos, cuantas
viudas, cuántos enfermos o cuantos ancianos necesitados hay en
la comunidad y si sabemos cuántos forasteros están de paso en la
comunidad.
No creo que hayamos dado suficiente importancia al momento de
la colecta. De ordinario, la mayoría de las veces, en vez de
sentarnos y esperar, la hacemos mientras el sacerdote prepara las
ofrendas del altar. Como quien dice, para no perder tiempo y no
alargar la Misa. Sin embargo, debiera ser el momento de la
comunión con los hermanos necesitados de nuestra comunidad.
Hasta me parecería bien que antes de la Colecta se hiciese
mención a determinadas necesidades más urgentes. No basta
recordar a los necesitados del Africa o de la India en las Preces de
los fieles, que esos están muy lejos, hay que recordar también los
necesitados que tenemos a nuestro lado, metiendo la mano al
bolsillo. Así entenderíamos mejor luego la Comunión Eucarística
al recibir el “cuerpo entregado” y la “sangre derramada por todos
nosotros”.
P. Juan Jáuregui Castelo