Solemnidad del Corpus Christi (B)
Lecturas: Ex 24,3-8; S. 115; Hb 9,11-15; Mc
14,12-16
Homilía del P. José Ramón Martínez Galdeano,
S.J.
El Corpus Christi
El origen de esta fiesta del Corpus Christi está
en la religiosa agustina Santa Juliana de Mont
Cornillon, quien tenía gran veneración al Santísimo
Sacramento. Siempre añoraba que se tuviera una
fiesta especial en su honor. Este deseo se dice haberse
intensificado por una visión que ella tuvo de la Iglesia
bajo la apariencia de luna llena con una mancha negra,
que significaba la ausencia de esta solemnidad.
Comunicó esta visión al entonces obispo de Lieja,
Roberto de Thorete, y finalmente al Papa Urbano IV.
El obispo Roberto acogió la sugerencia
favorablemente, convocó un sínodo y ordenó que la
celebración se tuviera el año entrante, el 1246. El
obispo no vivió para ver la realización de su orden;
murió el 16 de octubre de 1246; pero la fiesta se
celebró. Más tarde, a petición de otro obispo de Lieja,
el Papa extendió la celebración al mundo entero
La Eucaristía no es una mera práctica piadosa ni
un elemento más en el conjunto de medios de
salvacin de la Iglesia. “La Eucaristía es fuente y cima
de toda la vida cristiana” –dice el Catecismo– (1324).
Fuente y cima: es decir que en ella se nos otorga la
posibilidad de vivir la vida cristiana en plenitud. “Los
demás sacramentos –prosigue el Catecismo, citando
también el Concilio Vaticano II– como también todos
los ministerios eclesiales y las obras de apostolado,
están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La
Sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien
espiritual de la Iglesia es decir, Cristo mismo, nuestra
Pascual” (mismo 1324).
Es significativo que, a excepción de los cristianos
ortodoxos, las demás herejías que han roto con la fe
de la Iglesia hayan perdido también la fe en la
presencia real de Cristo en la Eucaristía mientras a los
católicos nos sea tan fácil creer en ella. También
ocurre que, cuando la fe se enfría y deja de influir en
la vida, entre las primeras cosas que se abandonan
está la misa dominical y la importancia de la
Eucaristía; y cuando la fe vuelve a alumbrar, el hijo
pródigo que vuelve, aun no teniendo gran formación
religiosa, suele sentir ansias enormes de recibir la
Eucaristía. Como todas las verdades y misterios de la
fe, la Eucaristía no es algo molesto, sino que forma
parte del “eu-angelion”, de las buenas noticias, de las
realidades maravillosas, que constituyen esta nuestra
fe, que es realmente un tesoro, la perla preciosa de la
que habla el evangelio (Mt 13,44-46).
Digamos algo en primer lugar sobre la misa
dominical. El domingo, “día del Seor”, es el día de la
semana en que Cristo resucitó. Cuando Jesús instituye
la Eucaristía en su última cena, ordena a sus discípulos
que hagan lo mismo en memoria suya. Así lo hicieron
ya desde el principio (1Co 16,2; Hch 20,7; Ap 1,10).
Muy pronto se institucionalizó en las comunidades
cristianas la costumbre de reunirse los domingos, día
que llamaron “del Seor” por ser el día de la semana
en que resucitó el Señor. San Justino hacia el año 150
narra cómo celebraban las misas; no hablaba de nada
reciente, sino de unas reuniones cristianas arraigadas
y de fuerte tradición. De hecho también San Pablo
escribe sobre ellas a sus cristianos de Corinto,
comunidad fundada por él pocos años antes; les dice
sobre “la cena del Seor” que lo que él les “transmiti”
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lo había “recibido”; esta expresión viene a ser una
expresión técnica de su origen apostólico y su práctica
general en las diversas iglesias. En el día más grande
de la semana participar en la misa es lo más grande
que podemos hacer. El darnos cuenta de esto es ya un
acto de fe.
Con gran deseo celebró Cristo la Última Cena
con sus discípulos; con gran deseo vengamos nosotros
cada domingo a celebrar la Eucaristía; porque el
mismo deseo que tuvo de celebrar aquella Última Cena
con ellos, lo tiene ahora de celebrar la misa con
nosotros. Comenzamos dejándonos purificar por Cristo
de nuestros pecados de “pensamiento, palabra, obra y
omisin”. Escuchamos luego su palabra con ánimo de
ser cada vez mejores. Así como los apóstoles
escuchaban a Cristo y Él les daba explicación, también
nosotros le escuchamos en las lecturas y en la homilía.
Que sea con atención y ganas de ser mejores. En la
Última Cena, hablando Cristo sobre el Espíritu Santo y
otras cosas muy sublimes, los apóstoles entienden,
gustan y se entusiasman (“ahora sí nos hablas claro”,
Jn 16,29). Ojalá sintamos cada domingo que la palabra
entra en nosotros como espada de doble filo, dándonos
como una sacudida que nos estimula a mejorar en algo
(Hb 4,12). Profesemos luego nuestra fe con vigor y
gratitud. Pidamos luego por la Iglesia y todos los
hombres. Esa oración es escuchada y tenemos
seguridad de ello; es un servicio a la Iglesia y a todos
los hombres, que no pueden dar ni los políticos, ni los
poderosos a menos que crean y se humillen confiados
ante Dios con todos sus hermanos, los pobres de
Cristo. Recibieron su cuerpo y su sangre, sacramento
de su muerte y resurrección. Escucharon la oración de
Cristo por ellos y por nosotros, sus continuadores,
pidiendo su unidad. Que cada misa sea para cada uno
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una inyección de luz y de fe, de entusiasmo, alegría y
esperanza, de caridad y fuerza en busca del Padre, con
el Hijo y en el Espíritu, de modo que invite a todos a
ser hermanos e hijos de Dios.
Valor también especialmente importante es el de
la permanencia del Señor en el sagrario. Como está
Jesús en el cielo a la derecha del Padre, está también
en el tabernáculo (así se designa en términos más
litúrgicos al sagrario): dispuesto a escuchar, consolar,
animar, enseñar, acompañar. El sagrario es la gran
escuela donde se aprende a orar y el gran medio para
entrar muy adentro en el corazón de Cristo, sentir y
gustar de su amor y alcanzar la intimidad con Él. Como
Nicodemo en la noche y María, la hermana de Lázaro,
millones de almas experimentan ser amadas por el
Señor y se encienden en su amor en compañía de
Jesús en el sagrario. Han elegido la mejor parte y no
les será quitada (Lc 10,42); porque al que tiene se le
dará y abundará(Mt 25,29). A los pies de Jesús en el
sagrario los evangelios y textos de la Escritura se
iluminan, cobran vida y arden porque son de nuevo
pronunciados por Jesús. Si dedican cada día diez,
quince minutos a estar a solas con Jesús en el
sagrario, sentirán que cada vez Jesús les es más
íntimo, que les ama, que no pueden ya pasar sin él.
Precioso también el detalle de tantos de sus amigos,
que, si camino del trabajo o ya terminado, pasan
delante de una Iglesia, entran para saludar, aunque no
sea más que un momento, al amigo que no pueden
olvidar.
A los padres y madres, catequistas, profesores…
eduquen a los jóvenes y a los niños a saber estar y
moverse por la casa de Dios desde pequeños, a
distinguir el altar donde está la eucaristía (que se
distingue por la luz de una lámpara aislada, sin pareja,
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normalmente roja) y a hacer la genuflexión, saludo
que sólo se da a Jesús en la Eucaristía y no a cuadros
ni imágenes. Aprendamos todos a entrar, estar y
movernos en la iglesia; es la casa de Dios, porque está
Jesús, Dios hecho hombre, que vino y está aquí
escucharnos, atendernos, perdonarnos, hacerse
nuestro amigo y darnos la salvación.
“Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la
casa del Señor. Ya están pisando nuestros pies tus
umbrales, Jerusalén” (S. 121). Jerusalén y cada una
de nuestras iglesias son símbolo de la Iglesia de Jesús,
de la Jerusalén del Cielo, destino eterno para todos
nosotros.
Más información:
http://formacionpastoralparalaicos.blogspot.co
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