X Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Segunda Lectura: 2Cor. 4, 33-5,1
Creemos y por eso hablamos
San Pablo escribe a los cristianos de Corinto, en la segunda lectura que
hemos escuchado: “Teniendo aquel espíritu de fe conforme a lo que está escrito:
“Creí, por eso hablé”, también nosotros creemos, y por eso hablamos” (2 Co 4, 13),
para infundir en sus oyentes la serena confianza a pesar de los sufrimientos y las
debilidades humanas.
Nosotros en cada momento de nuestro vida hemos de apropiarnos las
palabras luminosas de san Pablo: “Creí, por eso hablé… sabiendo que quien resucit
al Señor Jesús, también con Jesús nos resucitará y nos hará estar con vosotros . . .
para que la gracia difundida en muchos, acreciente la acción de gracias para gloria
de Dios”.
La confianza que tiene Pablo en el poder de Dios, que resucitó a Cristo, y la
esperanza en que este mismo poder se manifieste abundantemente en la gloria
eterna de los creyentes, le hacen considerar en poco las tribulaciones de hoy, que
bien pueden soportarse con paciencia. La esperanza se funda en el espíritu de fe,
es decir, en aquella fe que causa el Espíritu de “porque creemos, por eso hablamos”
(alusión al Sal 116, 10). Esa esperanza que late ya en nuestro interior como una
primicia de todo lo que esperamos (cf. Rom 8, 18-39) se apoya en la fe en la
resurrección de Cristo y tiende hacia la vida eterna de todos los creyentes.
La meditación sobre la efímera condición de esta vida ha sido una constante
de la sabiduría cristiana de siempre. La presencia activa de la muerte en la vida es
continua, sin faltar un momento, y se pone de manifiesto en la “decadencia de
nuestro exterior, mientras nuestro interior se renueva de día en día” (4,16).
La doctrina cristiana, como es bien sabido, lleva a ver la muerte no como el
fin de todo, sino como un paso, el último y definitivo, que abre al hombre las
puertas de la mansión celeste y eterna. Por otro lado, esta manera de ver la muerte
no se presenta como una ilusión para continuar viviendo en este mundo a pesar de
las dificultades de todo tipo, sino más bien como la meta final de la existencia
humana fijada por el propio Dios (cf. 5,5). A pesar de vivir y morir, ni la vida ni la
muerte pertenecen a quien vive o muere. Existe, en efecto, un Señor de la vida y
de la muerte, de cada vida y de cada muerte, que ha sembrado y alimenta en lo
íntimo de los creyentes la aspiracin a las metas “verdaderamente últimas”,
aquellas “que no se ven y son eternas” (v 18).
El anhelo del ser humano es estar con el Señor y verlo. De ahí que sienta
esta vida como un exilio, donde contempla en lejanía el cumplimiento de su deseo.
La fe esperanzada llega a ser la condición de los exiliados, de los que, sin habérselo
buscado, se encuentran en la necesidad de vivir lejos de la patria anhelada. Con
todo, su sueño íntimo sería el de dejar esta existencia e irse con el Señor (5,8).
Pero el cumplimiento de tal deseo no está en las manos de ninguno.
Por eso se le presenta al creyente la pregunta: ¿qué hago entre tanto? ¿Qué
he de hacer de mí mismo y de mi vida? La respuesta de Pablo aparece muy clara:
“Nuestro mayor empeo es agradarle sea en este domicilio o en el destierro” (v 9).
De esta manera, la toma de conciencia de la propia condición mortal, como un
misterio que está en las manos del Señor, llega a ser liberadora para el hombre, en
tanto lo descarga de las preocupaciones de algo que no está en su mano ni
depende de él. De este modo queda enfrentado únicamente con sus propias
posibilidades: tratar de hacer ahora lo que juzga digno del Señor,
despreocupándose de todo lo demás.
“Creí, por eso hablé”. El Papa Benedicto XVI nos pregunta, ¿es también para
los hombres de hoy una esperanza que transforma y sostiene su vida? (cf. Spe salvi
10). Y más radicalmente: ¿desean aún los hombres y las mujeres de nuestra época
la vida eterna? ¿O tal vez la existencia terrena se ha convertido en su único
horizonte? Y responde: En realidad, como ya observaba san Agustín, todos
queremos la “vida bienaventurada”, la felicidad; queremos ser felices. No sabemos
bien qué es y cómo es, pero nos sentimos atraídos hacia ella. Se trata de una
esperanza universal, común a los hombres de todos los tiempos y de todos los
lugares. La expresin “vida eterna” querría dar un nombre a esta espera que no
podemos suprimir: no una sucesión sin fin, sino una inmersión en el océano del
amor infinito, en el que ya no existen el tiempo, el antes y el después. Una plenitud
de vida y de alegría: esto es lo que esperamos y aguardamos de nuestro ser con
Cristo (cf. Spe salvi 12).
Que el Señor nos conceda siempre la alegría de creer en él, de crecer en su
amistad, de seguirlo en el camino de la vida y de dar testimonio de él en todas las
situaciones, de forma que podamos transmitir a quienes vengan después de
nosotros la inmensa riqueza y belleza de la fe en Jesucristo.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)