Solemnidad Del Sagrado Corazón de Jesús, ciclo B.
Estimados hermanos y amigos:
Hoy celebramos la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Nuestro Señor, a
pesar de ser Dios, y por ello muy superior a nosotros, se convirtió en ejemplo de
entrega a Nuestro Creador, no solo en la práctica de la oración, pues también lo
hizo en el servicio a Nuestro Santo Padre, en quienes necesitaban que los
favoreciera, ora por medio de la predicación del Evangelio, ora por la realización de
milagros, o la donación de dinero. Jesús era tan caritativo que, cuando durante la
celebración de su última Cena con sus discípulos, le indicó a Judas que llevara a
cabo el plan de traicionarlo que tenía en su mente rápidamente, sus amigos
creyeron que le dijo a aquel de sus seguidores que lo vendió como si fuera su
esclavo, que les diera alguna limosna a los pobres.
En la Biblia, el corazón es la parte del cuerpo en que se contienen los
sentimientos, independientemente de que los mismos sean buenos o adversos. Al
leer el Evangelio correspondiente a la Eucaristía que estamos celebrando (JN. 19,
31-37), recordamos que Jesús no escatimó su vida con tal de demostrarnos que
Nuestro Padre celestial nos ama, y por ello también recordamos, que el Señor
quiere que seamos sus imitadores, según leemos en el siguiente texto paulino:
"Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados" (EF. 5, 1).
Recordemos que, durante la celebración de la última Cena con sus discípulos,
Jesús les dijo a sus amigos:
"No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de
mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a
preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y
os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis" (JN. 14,
1-3).
Si el Señor quiere que vivamos en la presencia de Nuestro Santo Padre con El,
cuando concluya la plena instauración de su Reino entre nosotros, también quiere
que seamos sus colaboradores, a la hora de hacer de este valle de lágrimas en que
vivimos, el Reino de amor y paz de Nuestro Santo Padre, pues en ello consistió la
predicación del Evangelio de Jesús y sus Apóstoles, y con ello también está
relacionada, la misión que los cristianos llevamos a cabo en el mundo, mientras
esperamos que acontezca la Parusía o segunda venida del Mesías a nuestro
encuentro, para concluir su obra salvadora.
San Ignacio de Loyola pensaba que, quienes hacen de la imitación de Cristo el
centro de su vida, alcanzan un notable crecimiento espiritual. El conocía
admirablemente el gozo que sienten quienes experimentan la presencia del Dios
Uno y Trino por medio de la contemplación, pero consideraba que a Jesús no solo
se le debe imitar orando, pues, el servicio a los hombres, es imprescindible para
alcanzar un notable crecimiento espiritual.
Los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, por medio de la renuncia al
bienestar del cuerpo, la mortificación del amor propio, y el rechazo al amor del
mundo, cuando el mismo tiene la pretensión de separarnos de Dios y sus hijos,
pretenden hacer de quienes los practican, grandes imitadores de Jesús.
Cuando San Ignacio empezó a leer vidas de Santos, se preguntaba: ¿Por qué no
he de hacer penitencia como los pecadores que llegaron a alcanzar la santidad?
¿Por qué no he de sufrir como los mártires? Aunque tales deseos desaparecían
ocasionalmente de la mente de nuestro Santo, el Señor hizo de él un gran cristiano.
Quizá esta era la razón por la que San Ignacio pensaba que crecemos más
espiritualmente imitando las obras de Cristo que dedicándonos a orar, porque en
nuestros ratos de oración podemos confundir la fe con fantasías, y, al hacer el bien,
tenemos muchas oportunidades de demostrar si verdaderamente creemos en el
Señor, hasta el punto de sentir el deseo de servirlo en quienes sufren por cualquier
circunstancia.
Podemos pensar que los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola no tienen
sentido en nuestro tiempo, pero ello no es cierto, porque apreciamos la comodidad
como un tesoro de inestimable valor, olvidando que las privaciones nos hacen
conscientes del padecimiento de quienes viven circunstancias más difíciles de
sobrellevar que las nuestras. Necesitamos valorarnos para no perder la fe ni el
ánimo, pero ello no significa que debemos dejarnos cegar por el orgullo que puede
conducirnos a considerarnos superiores a nuestros prójimos los hombres. El mundo
en sí mismo no es malo, pero hay ocasiones en que nos insta a vivir haciendo lo
que Dios detesta, y, en esas ocasiones, tenemos que ser muy fuertes
espiritualmente, para no renunciar al cumplimiento de la voluntad del Dios, que ha
dado su vida por nosotros, ya que desea que vivamos haciendo de la humanidad
una gran familia, porque todos somos hijos de Nuestro Padre celestial.
San Ignacio era consciente de que necesitaba formarse para serle muy útil al
Señor. Quizá nosotros nos conformamos con el leve recuerdo que nos queda de la
instrucción que recibimos antes de comulgar la primera vez, pero San Ignacio
quería tener conocimientos cívicos y religiosos, para poder ser muy útil, en la viña
del Señor. en el año 1524, empezó a estudiar con niños en Barcelona, y, aunque su
maestro lo trataba con consideración, porque sabía de su gran esfuerzo en
formarse, y de la enorme dificultad que le suponía ser instruido, porque las
distracciones le impedían concentrarse en el estudio, nuestro Santo le suplicó que
lo tratase como al menor de sus alumnos, e incluso que lo azotase y castigase
como se hacía en aquel tiempo con los niños, en cada ocasión que lo viera
distraído.
La humildad de San Ignacio que parece excesiva en nuestro tiempo, porque
existe la forma de estimular a quienes desean estudiar por medio del diálogo, nos
es muy necesaria a los cristianos. No pretendo afirmar que debemos maltratarnos
por no hacer el bien o por no celebrar la Eucaristía, sino que debemos evitar la
tentación de creernos superiores a nuestros prójimos los hombres, porque, sin
humildad, no podemos ser buenos evangelizadores.
en el Evangelio correspondiente a la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús
que celebramos hoy, vemos a Jesús con el costado traspasado, por la lanza de un
soldado romano. Contemplemos a Jesús con su cuerpo golpeado, muerto en la cruz,
y con el costado traspasado. Ello fue necesario que aconteciera, porque fue la
forma que Dios eligió, para demostrarnos que, aunque nos cueste creerlo cuando
sufrimos, nos ama inmensamente.
Jesús no solo nos entregó su tiempo, sino que puso a la disposición de la
redención de la humanidad su vida. La vida es el gran don que Dios nos ha dado
para santificarnos, y Jesús no aprovechó dicho don para beneficiarse a Sí mismo,
sino para demostrarnos que el Padre tiene todo un cielo a disposición de quienes
quieran ser sus hijos, y se decidan a ser buenos imitadores de Jesús, en
conformidad con la grandeza de su fe.
Aunque el relato evangélico que consideramos en esta solemnidad es
conmovedor, evitemos entristecernos pensando que Jesús murió por nosotros
porque no tenemos la posibilidad de remediar muchos pecados que hemos
cometido ni muchos errores que han caracterizado nuestra vida, admirémonos de la
grandeza del Dios que se hizo pequeño para hacernos grandes según nos dejamos
purificar por Nuestro Señor, y pensemos lo que vamos a hacer para ser, tal como
recordamos al leer Ef. 5, 1, imitadores de Dios, porque somos sus hijos amados.
El costado de Jesús fue traspasado por la lanza de un soldado que, en vez de
romperle las piernas como hicieron con los malhechores que pendían de las cruces
que estaban a la derecha e izquierda de Nuestro Salvador, quiso darle el golpe de
gracia, porque sabía que había fallecido, a diferencia de sus compañeros, los cuales
no murieron hasta que les quebraron las piernas, y no pudieron apoyarse sobre
ellas, por lo que fallecieron asfixiados, porque sus pulmones fueron aplastados, por
su propio peso.
Jesús no solo se humilló hasta dejarse vencer con quienes mueren sin esperanza,
sino que fue el primero en fallecer, de la misma manera que fue el primer
resucitado en entrar en el cielo, seguido de una gran muchedumbre de almas
piadosas.
El servicio a quienes sufren es muy importante para nuestro crecimiento
espiritual, pero hay algo que no debemos olvidar, de lo cual depende la calidad de
nuestras obras benéficas, y la fe con que oramos. En nuestra vida, -según la Biblia-
, hay dos fuerzas antagónicas, -el bien y el mal-, y tenemos que optar por
potenciar todo lo que tenemos de bueno, y por eliminar todo lo que nos aparta,
tanto de Dios, como de sus hijos los hombres. Siguiendo la doctrina de San Pablo,
no debemos ser carnales, -es decir, no debemos hacer lo que contradice a Dios-,
pues debemos ser espirituales. Recordemos, a tal efecto, el siguiente fragmento, de
la Carta de San Pablo, a los cristianos de Galacia:
"Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque
el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y
éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis. Pero si sois guiados
por el Espíritu, no estáis bajo la ley. Y manifiestas son las obras de la carne, que
son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades,
pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios,
borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto,
como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el
reino de Dios. Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad,
bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley. Pero los que
son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos (renuncian al
pecado para ser santificados, aunque su purificación sea dolorosa). Si vivimos por
el Espíritu, andemos también por el Espíritu. No nos hagamos vanagloriosos,
irritándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros" (GÁL. 6, 16-26).
Concluyo esta meditación recordándoles a quienes carecen de fuerza de voluntad
para vivir como buenos cristianos, que todos hemos sido llamados a crecer
espiritualmente. No nos sirve de nada decir que no nos sentimos capaces de imitar
a Jesús, y conformarnos con una fe pequeña, que nos conduce a vivir
mediocremente, tendente a desaparecer, si tenemos dificultades, pues, las cuales,
siempre se hacen presentes en nuestra vida, tarde o temprano.
Jesús les dice a quienes se sienten incapaces de ser sus seguidores:
"Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.
Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera
mi carga" (MT. 11, 28-30).
Si creemos que algún día compartiremos la felicidad de Jesús cuando la tierra sea
el Reino de Dios, ¿nos negaremos en este tiempo a compartir el padecimiento de
Nuestro Salvador? No seamos débiles en el terreno espiritual, ni tibios en la
profesión de nuestra fe, porque Dios quiere hacer grandes prodigios en nuestra
vida.
José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com