Ciclo B. XI Domingo del Tiempo Ordinario
Mario Yépez, C.M.
Botánica espiritual
¡Cuándo nos convenceremos que los caminos del Señor no son nuestros caminos!
Ya en muchas ocasiones hemos escuchado y referido así este pensamiento pero
cada vez más llega a nosotros como si no nos comprometiera. Al contrario, lo
hemos adoptado asumiéndolo con una actitud de “conformismo piadoso” o de
absoluta resignación.
El diálogo de la fe queda muy bien reflejado a través de la imagen de la semilla que
crece en el campo (solo encontrada en Marcos 4,36s), en esta tierra maravillosa
salida de las manos de Dios. Es verdad, que Dios es providente, que sostiene su
creación; pero hay algo especial y distinto cuando se habla de esa relación
específica con el ser humano. Éste, está llamado a responder a la iniciativa divina
con la alegría de existir, de llevar a plenitud la vida que ha recibido.
Los evangelios están colmados de relecturas del Antiguo Testamento y en ello se
vislumbra la catequesis de los discípulos de Jesús y todos aquellos que buscan la
verdad del evangelio como parte de un plan salvífico. Jesús habla en parábolas (Mc
4,33) y usa este recurso práctico para dar a entender el misterio del Reino de Dios
para lo cual va recogiendo diversas comparaciones de la vida cotidiana, que de
seguro ya habrían sido escuchadas por sus contemporáneos, pero que esta vez,
tomaban un matiz particular.
La alegoría de aquél brote o esqueje que es trasplantado por Dios, según recoge el
escrito de Ezequiel (17,22); es un mensaje de esperanza para el pueblo de Israel
que ve lejana su liberación del poder de Babilonia en el tiempo del exilio.
Nabucodonosor, aquel rey pagano, siguiendo su parecer quiso poner un gobernante
sobre los que se habían quedado y el profeta lo recrea con la alegoría del águila (Ez
17,1,3). El profeta presenta esto como un atrevimiento y recrea usando los mismos
elementos de la anterior alegoría, el designio verdadero de Dios quien pondrá
pronto a su elegido, reavivando así la esperanza de un tiempo nuevo, donde Israel
se sentirá cobijado bajo la sombra del verdadero gobernante: un simple brote que
tiene que ser trasplantado para llegar a ser paradójicamente un cedro frondoso (Ez
17,23). De esta forma, lo que no parece a la vista de los exiliados posible, pues
para Dios sí lo es.
La dinámica del Reino, recogida en este testimonio del evangelio por medio de
estas parábolas, intenta subrayar esta misma intención del profeta. La rutina del
trabajo del campo puede alejar al campesino de la comprensión profunda del
ofrecimiento de la tierra para el ser humano. Aquel hombre se preocupa de sembrar
la semilla; pero de allí no hace sino esperar a que llegue el tiempo de la siega,
cuando está llamado a pasar la hoz y cosechar. ¿Cómo se dio el crecimiento? Quizá
para el campesino le baste con la rutina de todos los años, sin llegar a comprender
realmente el proceso que tiene ante sus ojos; no tanto en la cuestión racional de
saberse de memoria el proceso, sino a comprender el misterio de lo que realmente
está sucediendo.
Así también nos puede pasar en nuestra vida de fe. Podemos llegar a una rutina tan
fuerte en nuestra vida religiosa que al final no tomamos en cuenta la maravillosa
fecundidad de la tierra y que es en definitiva lo que hace posible mantener nuestra
confianza en el Señor. Hemos llegado incluso a considerar de tan poca importancia
nuestra fe, a no tomarla con cariño; que no hemos sido capaces de ser árboles
frondosos o arbustos espléndidos como el del grano de mostaza donde podamos
cobijar a otros (Ez 17,23; cf Dn 4,7-9; Mc 4,32), sino más bien nos hemos
engañado de tal manera que hemos sido para otros zarzas y abrojos secos en vez
de árboles espléndidos, a donde nadie puede venir a guarecerse ni posarse (Jue
9,7-15).
Es verdad que los caminos del Señor no son nuestros caminos; pero estoy
convencido de que, si creemos en un Dios que se ha revelado a nosotros en el
rostro de su elegido, Cristo; en algún momento, por no decir, en muchos, los
caminos tienen que encontrarse. Claro que no siempre buscamos el camino del
Señor, y es porque nos gusta trazar nuestra propia senda. El misterio de la
semilla que crece sola, no hace sino estimularnos a dar gracias a Dios porque nos
acompaña y traza con nosotros el destino de nuestra propia vida. Pablo habla de
esto con certeza: no podemos partirnos en dos; somos uno ante Dios; y ya sea
pendientes de las cosas de este mundo como en nuestra dimensión de fe, tenemos
que buscar ser agradables a Dios (2 Cor 5,9); porque él quiere lo mejor para
nosotros.
Aquí viene la gran tarea del cristiano, ¿cuántos de nosotros queremos llegar a
coincidir nuestro camino con el del Señor? ¿Cómo nos motivamos a atender más de
cerca esta presencia vivificadora de Cristo en nuestro interior? ¿Qué tenemos que
hacer para hacer realidad ese misterioso crecimiento y que haga posible ese efecto
gratificante en los demás?
¡Cuánto hay que rogar para que podamos, a pesar de los años, llegar a ser un árbol
frondoso plantado en la casa del Señor! Esto es una gran verdad manifestada por el
salmo, incluso en la vejez estamos llamados a dar fruto. Así, al final de nuestra
vida, cuando nos demos cuenta de que solo hay un camino ya por recorrer, quizá
comprenderemos plenamente todo lo que hizo Dios por caminar a nuestro lado. No
esperemos a ello, dejémonos trasplantar para acoger su savia de amor.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)